2008
La monedita del muchacho
Julio de 2008


La monedita del muchacho

Mi compañera de misión y yo estábamos tratando de decidir dónde debíamos repartir folletos cuando vimos a una mujer que entraba en una casa. Pensamos que seguramente habría llegado para preparar el almuerzo, pues la gente de los suburbios de Buenos Aires, Argentina, ya se preparaba para la hora de la siesta. Antes de darme cuenta, mi compañera ya le estaba enseñando un principio del Evangelio y yo estaba testificando de su veracidad. A Narda le gustó nuestro mensaje y nos invitó a regresar la semana siguiente.

Cuando llegamos a su casa, sus cinco hijos estaban sentados alrededor de la mesa, esperándonos. Ninguno de los padres tenía un trabajo de tiempo completo, y nos sentimos muy afligidas al darnos cuenta de que apenas tenían lo suficiente para vivir de día en día. En la humilde vivienda el piso (suelo) era de tierra; no había agua potable y las paredes consistían en tablones unidos apenas por clavos. Su única fuente de calor era una pequeña cocina [estufa] con una sola rejilla.

Aun cuando la familia se hallaba en situación de pobreza, eran ricos en el deseo que tenían de aprender más sobre Dios. A Narda le encantaba la Biblia y la estudiaba, y quería que sus hijos tuvieran una base espiritual similar. Cristian, que tenía doce años, disfrutaba especialmente de las charlas misionales. Después que les dejamos un ejemplar del Libro de Mormón, leyó ávidamente los primeros libros; el esposo de Narda también estaba interesado, pero era tímido y escuchaba desde el dormitorio contiguo.

Debido a su situación económica, vacilábamos en enseñarles sobre las ofrendas de ayuno y el diezmo. Queríamos que tuvieran primero un testimonio sólido de Jesucristo y de la Restauración, antes de presentarles principios que exigieran una fe más grande. Pero como los niños mayores habían empezado a leer el Libro de Mormón y a asistir a la Iglesia, hacían preguntas que teníamos que contestar.

“Hermana”, dijo Cristian un día, “en la Iglesia y en el Libro de Mormón todos hablan del ayuno. ¿Qué es el ayuno?” Les enseñamos el principio y testificamos de la importancia de ayunar; luego oramos en silencio para que la familia pudiera aceptar ese mandamiento.

Poco después, Cristian nos expresó este testimonio: “El otro día mamá me dio dinero para comprar caramelos (dulces). Mientras iba para la tienda, me acordé de su lección sobre el ayuno y sentí ganas de hacerlo; pero no tenía nada más que veinte centavos; igual decidí ayunar y dar esos veinte centavos como mi ofrenda”.

Narda pensaba que no debía contribuir con una suma tan insignificante y se lo dijo, pero Cristian estaba resuelto a hacerlo; quería obedecer todos los mandamientos de Dios y dar lo que pudiera. A las pocas semanas, él y dos de sus hermanos se bautizaron. Sus padres se unieron a la Iglesia al año siguiente.

Ahora, cada vez que pienso que no podré pagar las ofrendas de ayuno, me acuerdo de Cristian y su fidelidad, y me doy cuenta de que tengo más que suficiente para dar. Su ofrenda me recuerda la blanca de la viuda (véase Marcos 12:42–44); tal vez haya sido una pequeña cantidad, pero Cristian la dio porque amaba de verdad a Dios y quería obedecer.