Pasé DE SER rescatada a rescatar
Mi vida iba en picado hasta que conocí a un hombre que aseguraba tener la solución a mis problemas.
Una tarde de 1978, me encontraba en el aeropuerto Logan, en Boston, Massachusetts, EE. UU., esperando que llegaran unos amigos. Un hombre inició una conversación conmigo y nos pusimos a hablar un poco de nuestras vidas. Le dije que tres meses antes había regresado de un viaje a Centroamérica.
Le comenté que había ido para escapar de las dolorosas realidades de mi vida. Hacía nueves años que mi hermano había muerto. Al año siguiente, mis padres murieron en un accidente automovilístico. Exactamente un año después, murió mi abuela. En un corto plazo, había perdido a varias de las personas más importantes de mi vida. Estaba destrozada.
Al morir mis padres, heredé una gran cantidad de dinero y lo utilicé para tratar de escapar de mi dolor; lo gasté en ropa cara, autos, drogas y viajes a lugares lejanos.
En mi viaje más reciente, subí a una pirámide en Tikal, Guatemala. Allí, aunque estaba físicamente en un lugar alto, recuerdo haberme sentido en el punto más bajo en mucho tiempo. Ya no podía vivir de la manera en que había estado viviendo. “Dios”, dije, “si estás allí, necesito que cambies mi vida”. Me quedé allí varios minutos, suplicando en silencio ayuda a un Ser que no estaba segura que fuera real. Cuando bajé de la pirámide, me sentí en paz. Nada había cambiado en mi vida, pero de alguna manera sentí que las cosas iban a estar bien.
Así es que, tres meses después, me encontraba diciéndole todo esto al hombre en el aeropuerto. Él escuchó pacientemente y luego me preguntó si yo sabía que Jesucristo se había aparecido en la Américas.
En aquel entonces aún no pensaba mucho de Dios. ¿Qué clase de Dios me quitaría a mi familia? Le dije eso al hombre y él me contestó que el Dios en el que él creía había preparado una manera para que yo estuviera de nuevo con mi familia. Ahora había captado mi atención.
“¿Qué quiere decir?”, le pregunté.
“¿Ha oído usted hablar de los mormones?” No sabía mucho de ellos, pero el hombre procedió a explicarme el Plan de Salvación y, pese a mi incredulidad inicial, lo que estaba diciendo me sonaba a verdad.
Mi nuevo conocido y yo intercambiamos números de teléfono y durante los meses siguientes salimos juntos en varias ocasiones. También hablamos del Evangelio. Él me dio un ejemplar del Libro de Mormón y conversamos acerca del libro y de otras Escrituras por teléfono durante horas. Me contó acerca de que José Smith restauró la Iglesia de Jesucristo. Fue una asombrosa época de esperanza y crecimiento.
Nuestra amistad menguó un poco, pero después de unas semanas, mi amigo me dijo que le gustaría enviarme a unos amigos para que hablaran conmigo. Los amigos que me envió eran, por supuesto, los misioneros; y con los misioneros vino Bruce Doane, un misionero de estaca que posteriormente llegaría a ser mi esposo.
Después de varias semanas de lecciones formales, los misioneros me preguntaron si estaría dispuesta a bautizarme. Les dije que sí. Entonces me dijeron que antes de que pudiera bautizarme, tenía que vivir la Palabra de Sabiduría.
Yo no había estado bebiendo ni abusando de las drogas tanto como en el pasado. Las cosas estaban cambiando en mi vida; me sentía con más esperanza de la que había sentido en mucho tiempo, pero seguramente sería imposible romper esos hábitos por completo. Además, ya había renunciado a tanto al aceptar el Evangelio, incluso varios amigos que pensaban que estaba loca por mostrar interés en la Iglesia mormona. Había perseverado en ello porque sentí que el Evangelio era verdadero, pero, ¿podría abandonar completamente adicciones tan aferradas?
Los misioneros ofrecieron darme una bendición del sacerdocio para ayudarme. Inmediatamente después, tiré a la basura todas las drogas y el alcohol que tenía; esa noche, el deseo de consumir cualquier cosa que fuera en contra de la Palabra de Sabiduría desapareció. Fue un verdadero milagro.
Me bauticé en junio de 1978. Poco después del año de bautizarme, Bruce y yo nos casamos en el Templo de Washington, D.C.
El Evangelio literalmente me rescató de la desesperación. Antes, estaba perdida en el pleno sentido de la palabra. Mis padres, mi hermano y mi abuela se habían ido, pero yo sentía como si me hubiera ido también. Después de la muerte de ellos, ya no sabía quién era yo. Ahora he encontrado mi identidad. Sé que soy una hija de Dios y que Él me conoce y me ama. Al sellarme a mis padres, mi abuela y mi hermano, mi angustia se convirtió en gozo, con la seguridad de que podemos estar juntos para siempre.
El evangelio de Jesucristo también me rescató de mis adicciones. En los últimos años, mi esposo y yo hemos servido como misioneros de recuperación de adicciones en los Servicios para la Familia SUD, trabajando con miembros de nuestra estaca que están luchando con diferentes clases de adicciones. Estoy muy agradecida de poder ayudar a esos hermanos y hermanas. Me siento bendecida por poder compartir mi relato con ellos para ayudarlos a comprender cómo el Evangelio nos puede rescatar a todos.