Recibimiento del hijo pródigo
Tomado de un discurso pronunciado en un devocional de la Universidad Brigham Young el 9 de febrero de 2010; se ha actualizado la puntuación (en inglés). Para ver el texto completo del discurso en inglés, visite la página speeches.byu.edu.
La parábola del hijo pródigo ilustra y pone de relieve una amplia variedad de disposiciones humanas. En primer lugar, está el egoísta hijo pródigo que no se preocupa por nadie o nada más que por sí mismo. Pero, por suerte, tras vivir desenfrenadamente, descubrió por sí mismo que “la maldad nunca fue felicidad” (Alma 41:10), y “vol[vió] en sí” (Lucas 15:17). Con el tiempo comprendió de quién era hijo, y anheló reunirse con su padre.
Su disposición arrogante y egoísta cedió ante la humildad y un corazón quebrantado y un espíritu contrito cuando confesó a su padre: “He pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo” (Lucas 15:21). Habían desaparecido la rebelión adolescente, el egoísmo inmaduro y la búsqueda de placer constante, y en su lugar había una incipiente disposición a hacer lo bueno continuamente. Ahora bien, si somos completamente sinceros con nosotros mismos, todos confesaremos que en cada uno de nosotros hay o ha habido un poco del hijo pródigo.
Luego está el padre. Algunas personas podrían criticarlo por haber sido demasiado benévolo al conceder el pedido del hijo más joven: “…dame la parte de los bienes que me corresponde” (Lucas 15:12). En la parábola, el padre sin duda comprendía el principio divino del albedrío moral y la libertad de elección, un principio por el que se había librado la Guerra de los Cielos en la vida premortal. Él no tenía la predisposición de obligar a su hijo a que fuera obediente.
Sin embargo, este amoroso padre nunca perdió las esperanzas de recuperar a su hijo descarriado, y su guardia constante se manifiesta en el conmovedor relato de que cuando el hijo “aún estaba lejos… su padre… fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello y le besó” (Lucas 15:20). No sólo hubo una abierta manifestación de afecto físico hacia el hijo, sino que el padre pidió que sus siervos le dieran a éste una túnica, sandalias para los pies, y un anillo para la mano, y les indicó que mataran al becerro gordo, al declarar gozoso: “…mi hijo… se había perdido y ha sido hallado” (Lucas 15:24).
A lo largo de los años, este padre había cultivado una disposición tan compasiva, indulgente y amorosa que no podía hacer nada más que amar y perdonar. Ésta es una de las parábolas universalmente predilectas para todos nosotros, porque nos brinda la esperanza de que un amoroso Padre Celestial permanece en la senda, por así decirlo, aguardando ansioso la llegada a casa de cada uno de Sus hijos pródigos.
Y ahora el hijo mayor obediente quien le protestó a su clemente padre: “He aquí tantos años hace que te sirvo, no habiéndote desobedecido jamás, y nunca me has dado ni un cabrito para alegrarme con mis amigos.
“Pero cuando vino éste, tu hijo, que ha consumido tus bienes con rameras, has hecho matar para él el becerro gordo” (Lucas 15:29–30).
Del mismo modo en que cada uno de nosotros puede llevar una porción del hijo pródigo, también puede darse el caso de que todos estemos contaminados con rasgos del hijo mayor. El apóstol Pablo describió el fruto del Espíritu como “amor, gozo, paz, longanimidad, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, [y] templanza” (Gálatas 5:22–23). Aunque bien podría ser que el hijo mayor realmente le había sido obediente a su padre, por debajo de la obediencia exterior hervía una presunción interna y la disposición de ser prejuicioso, codicioso y totalmente carente de compasión. Su vida no reflejaba el fruto del Espíritu, porque no estaba en paz, sino más bien angustiado en extremo por lo que consideraba que era una total disparidad en el trato.