El poder de la palabra de Dios
Tomado de un discurso pronunciado en la Universidad Brigham Young–Hawaii, el 22 de marzo de 2011. Para el discurso completo en inglés, vaya a devotional.byuh.edu/archive.
Pocas actividades nos brindarán un beneficio espiritual mayor que el estudio diario y constante de las Escrituras.
Hace muchos años, cuando prestaba servicio como obispo, mis consejeros y yo decidimos que una vez por año visitaríamos a todos los miembros en sus hogares. En una de esas visitas, pasamos por una vía ferroviaria abandonada que tenía, a ambos lados, pequeñas casas hechas de cartón que eran aproximadamente de unos dos por dos metros; ese espacio tan reducido servía de sala, comedor, dormitorio y cocina.
Los adultos que viven en ese lugar tienen costumbres y rutinas establecidas. Casi todos los hombres están desocupados o tienen empleos muy bajos, y pasan la mayor parte del tiempo alrededor de mesas improvisadas, fumando y compartiendo botellas de cerveza. Las mujeres también se reúnen a conversar sobre las noticias más controvertidas del día, salpicadas con calumnias y chismes. Además, los juegos de azar son un pasatiempo favorito de los jóvenes y los mayores.
Lo que más me molestaba era que la gente parecía contenta de vivir de esa manera toda su vida. Después, llegué a la conclusión de que, para la mayoría de ellos, tal vez la desesperanza los llevara a pensar que estaban condenados a esa suerte. Era una escena muy triste y desoladora.
Más adelante me enteré de que uno de mis consejeros, que era ingeniero, había vivido en ese lugar; nunca lo hubiera imaginado, puesto que su familia era muy diferente de las que yo veía allí. Todos sus hermanos eran instruidos y estaban criando buenas familias.
El padre de mi consejero era un hombre sencillo y, cuando lo conocí, me vinieron a la mente muchas preguntas: ¿Cómo había logrado elevarse? ¿Qué había hecho para sacar a su familia de esas condiciones? ¿Qué le había permitido tener una visión de lo que podía llegar a ser? ¿Dónde había hallado esperanza cuando todo a su alrededor parecía desalentador?
Muchos años después, en el Templo de Manila, Filipinas, asistí a una reunión de todos los presidentes de misión que prestaban servicio en las Filipinas, y sus respectivas esposas. Al entrar en una de las salas del templo, me esperaba una grata sorpresa: ante mí se encontraba el padre de mi consejero, aquel hombre callado y humilde, vestido de blanco.
En ese momento, se desplegaron dos escenas ante mis ojos: la primera, la de un hombre que bebía cerveza con sus amigos desperdiciando su vida; la segunda escena me mostraba al mismo hombre, vestido de blanco y oficiando en las ordenanzas del santo templo. El marcado contraste de esa segunda escena gloriosa permanecerá para siempre en mi corazón y en mi memoria.
El poder de la Palabra
¿Qué le permitió a aquel buen hermano elevarse a sí mismo y a su familia? La respuesta se halla en el poder de la palabra de Dios.
Creo que pocas actividades nos brindarán un beneficio espiritual mayor que el estudio diario y constante de las Escrituras. En la sección 26 de Doctrina y Convenios, una revelación que se dio al profeta José Smith y a otros para “fortalecerlos, animarlos e instruirlos”1, el Señor aconseja: “He aquí, os digo que dedicaréis vuestro tiempo al estudio de las Escrituras” (versículo 1).
En el Libro de Mormón se nos dice: “…la predicación de la palabra tenía… un efecto más potente en la mente del pueblo que la espada o cualquier otra cosa que les había acontecido” (Alma 31:5).
El presidente Boyd K. Packer, Presidente del Quórum de los Doce Apóstoles, ha enseñado: “La verdadera doctrina, cuando se entiende, cambia la actitud y la conducta. El estudio de las doctrinas del Evangelio mejorará la conducta más rápidamente de lo que el estudio del comportamiento mejorará el comportamiento”2.
El presidente Ezra Taft Benson (1899–1994) dijo: “El Señor ejerce su poder desde el interior del hombre hacia afuera; el mundo lo ejerce desde afuera hacia el interior. El mundo trata de sacar a la gente de los barrios bajos; Cristo saca la bajeza social del corazón de las personas y ellas mismas salen de los barrios bajos. El mundo trata de reformar al hombre cambiándolo de ambiente; Cristo cambia al hombre, y éste cambia el ambiente que lo rodea. El mundo trata de amoldar el comportamiento del hombre, pero Cristo puede cambiar la naturaleza humana”3.
Mientras crecía en las Filipinas, llegué a saber que hasta principios del siglo veinte, el acceso a la Santa Biblia estaba limitado a los líderes religiosos, y que no se permitía que la gente leyera ni poseyera las Sagradas Escrituras.
En contraste, vivimos en una época en que el acceso a las Escrituras es sin precedentes; nunca en la historia del mundo han tenido los hijos de Dios la oportunidad de disfrutar de estos materiales sagrados como la tienen en la actualidad. Tanto en librerías como en línea se pueden comprar fácilmente ejemplares de las Escrituras; además, mediante la red mundial se puede acceder instantáneamente a las copias electrónicas que luego se bajan a diversos aparatos. Nunca ha sido tan fácil como ahora preparar discursos, escribir artículos y buscar información.
Dios nos ha dado esta tecnología nueva con un propósito sabio; sin embargo, el adversario ha aumentado su ofensiva y utiliza los adelantos tecnológicos, que Dios preparó para ayudarnos, para fomentar su objetivo de hacernos “miserables como él” (2 Nefi 2:27).
Por consiguiente, tenemos la responsabilidad de aprender a emplear lo que nuestro Padre Celestial nos ha dado de una manera eficaz, constante y apropiada.
El carácter sagrado de la Palabra
Los Santos de los Últimos Días aceptamos y valoramos las Escrituras, pero nuestras acciones y la forma en que las consideramos a veces demuestran otra cosa. La falta de comprensión del valor y de la importancia de las Escrituras se describe acertadamente en el sueño de Lehi:
“Y vi innumerables concursos de gentes, muchas de las cuales se estaban apremiando a fin de llegar al sendero que conducía al árbol al lado del cual me hallaba.
“Y aconteció que se adelantaron y emprendieron la marcha por el sendero que conducía al árbol.
“Y ocurrió que surgió un vapor de tinieblas, sí, un sumamente extenso vapor de tinieblas, tanto así que los que habían entrado en el sendero se apartaron del camino, de manera que se desviaron y se perdieron” (1 Nefi 8:21–23).
Pensar que lo único que tenemos que hacer es entrar en el camino sin asirnos a la barra de hierro es absurdo y, sin duda, conducirá a la destrucción. Nefi explicó lo que significa asirse firmemente a la barra de hierro: “Por tanto, debéis seguir adelante con firmeza en Cristo, teniendo un fulgor perfecto de esperanza y amor por Dios y por todos los hombres. Por tanto, si marcháis adelante, deleitándoos en la palabra de Cristo, y perseveráis hasta el fin, he aquí, así dice el Padre: Tendréis la vida eterna” (2 Nefi 31:20; cursiva agregada).
Examinemos un poco más lo que les sucedió a los que reconocieron la importancia de la barra de hierro mientras trataban de llegar al árbol:
“…y… quienes escucharan la palabra de Dios y se aferraran a ella, no perecerían jamás; ni los vencerían las tentaciones ni los ardientes dardos del adversario para cegarlos y llevarlos hasta la destrucción” (1 Nefi 15:24).
En el libro de Alma leemos:
“A muchos les es concedido conocer los misterios de Dios; sin embargo, se les impone un mandamiento estricto de que no han de darlos a conocer sino de acuerdo con aquella porción de su palabra que él concede a los hijos de los hombres, conforme a la atención y la diligencia que le rinden.
“Y, por tanto, el que endurece su corazón recibe la menor porción de la palabra; y al que no endurece su corazón le es dada la mayor parte de la palabra, hasta que le es concedido conocer los misterios de Dios al grado de conocerlos por completo.
“Y a los que endurecen sus corazones les es dada la menor porción de la palabra, hasta que nada saben concerniente a sus misterios; y entonces el diablo los lleva cautivos y los guía según su voluntad hasta la destrucción” (Alma 12:9–11).
Creo que el descuido del estudio de las Escrituras con regularidad es una forma de endurecer el corazón; y temo que si persistimos en ese curso, se nos dará una menor porción de la palabra y terminaremos por no saber nada de los misterios de Dios. Por otra parte, el hecho de beber diariamente de las Escrituras nos ayudará a incrementar la fortaleza espiritual y el conocimiento, a desenmascarar los engaños del diablo y a descubrir las trampas que él haya colocado para atraparnos.
Los invito a permitir que el Espíritu Santo les hable a la mente y al corazón al hacerse las siguientes preguntas:
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¿Dedico tiempo para estudiar las Escrituras todos los días?
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Y si no, ¿qué excusa tengo para no hacerlo?
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¿Será mi excusa aceptable ante el Señor?
Les doy el desafío de hacerse el cometido de leer las Escrituras a diario; no se vayan a la cama esta noche hasta que las hayan leído. Al leerlas, sentirán un deseo mayor de hacer la voluntad del Señor y de realizar cambios en su vida.