2013
Sesión del domingo por la mañana
Noviembre de 2013


“No te dejaré, ni te desampararé”

Nuestro Padre Celestial …sabe que aprendemos, crecemos y nos volvemos más fuertes al enfrentar y sobrellevar las pruebas por las que tenemos que pasar.

Esta noche escribiré en mi diario: “Esta ha sido una de las más inspiradoras sesiones de cualquier conferencia a la que haya asistido. Todo ha sido de la más grande y espiritual naturaleza”.

Hermanos y hermanas, hace seis meses cuando nos encontramos en nuestra conferencia general, mi dulce esposa, Frances, estaba en el hospital, porque había sufrido una devastadora caída tan sólo unos días antes. En mayo, después de seis semanas de lucha valiente para superar sus heridas, pasó dulcemente a la eternidad. La extraño profundamente. Ella y yo nos casamos en el Templo de Salt Lake el 7 de octubre de 1948. Mañana hubiéramos cumplido 65 años de casados. Ella fue el amor de mi vida, mi compañera leal y mi amiga más cercana. El decir que la extraño no llega a expresar lo profundo de mis sentimientos.

Esta conferencia marca 50 años desde que fui llamado al Quórum de los Doce Apóstoles, por el presidente David O. McKay. En todos estos años sólo tuve el total y completo apoyo de mi dulce compañera. Son incontables los sacrificios que ella hizo para que yo pudiera cumplir con mi llamamiento. Nunca la escuché quejarse cuando por lo general se me requería pasar días, algunas veces semanas, lejos de ella y de nuestros hijos. Ciertamente, ella era un ángel.

Deseo expresar mi gratitud, además de agradecer a mi familia, por las extraordinarias expresiones de amor que hemos recibido desde el fallecimiento de Frances. Hemos recibido cientos de tarjetas y cartas de todo el mundo que expresan admiración por ella y condolencias para nuestra familia. Recibimos docenas de hermosos arreglos florales. Estamos agradecidos por las numerosas contribuciones que se han ofrecido en su nombre al Fondo misional general de la Iglesia. En nombre de nosotros, a quienes ella ha dejado atrás, expreso mi profunda gratitud por su gentileza y expresiones sinceras.

Lo que me ha dado la mayor fuente de consuelo en este momento de separación, ha sido mi testimonio del evangelio de Jesucristo y el conocimiento que tengo de que mi querida Frances aún vive. Sé que nuestra separación es temporal. Fuimos sellados en la Casa del Señor por alguien que tenía la autoridad de atar en la tierra y en el cielo. Sé que un día nos reuniremos y nunca más nos separaremos. Éste es el conocimiento que me sostiene.

Hermanos y hermanas, podría asegurarse que nadie ha estado completamente libre de haber sufrido y padecido dolor; nunca ha habido un periodo en la historia de la humanidad en la que no haya habido confusión y tristeza.

Cuando el sendero de la vida da un giro cruel, existe la tentación de hacer la pregunta: “¿Por qué yo?”. En ocasiones parece no haber ninguna luz al final del túnel, no hay salida del sol para terminar con la obscuridad de la noche. Nos vemos rodeados por el desaliento de ver rotos nuestros sueños y ver esfumarse nuestras esperanzas. Nos sumamos a la súplica bíblica: “¿No hay bálsamo en Galaad?”1. Nos sentimos abandonados, desconsolados y solos; nos sentimos inclinados a ver nuestras propias tragedias personales a través del distorsionado prisma del pesimismo; nos volvemos impacientes para encontrar la solución de nuestros problemas olvidando que con frecuencia la celestial virtud de la paciencia es necesaria.

Las dificultades que llegan presentan la verdadera prueba a nuestra capacidad de perseverar. Una pregunta fundamental permanece y cada uno de nosotros debe contestarla: ¿Me daré por vencido o terminaré? Algunos flaquean a medida que encuentran que no pueden superar sus desafíos. Terminar consiste en perseverar hasta el final de la vida.

Al meditar en los acontecimientos que le pueden pasar a cada uno de nosotros, podemos decir como Job de antaño: “…el hombre nace para la aflicción”2. Job fue un hombre perfecto y recto, un hombre “…temeroso de Dios y apartado del mal”3. Piadoso y de próspera fortuna, Job tuvo que afrontar una prueba que podría haber destruido a cualquiera. Privado de sus posesiones, escarnecido por sus amigos, afligido por sus sufrimientos, destrozado por la pérdida de su familia, se le instó a: “[Maldecir] a Dios y [morir]”4. Él resistió esa tentación y declaró desde lo profundo de su noble alma:

“Mas he aquí en los cielos está mi testigo, y mi testimonio está en las alturas”5.

“Yo sé que mi Redentor vive”6.

Job guardó la fe. ¿Haremos lo mismo al afrontar los desafíos que se nos presentarán?

Cada vez que nos sintamos abrumados con los golpes de la vida, recordemos que otros han pasado por lo mismo, pero perseveraron y salieron victoriosos.

La historia de la Iglesia en ésta, la dispensación del cumplimiento de los tiempos, está llena de experiencias de aquellos que lucharon y permanecieron firmes y de buen ánimo. ¿Por qué razón? Ellos hicieron del evangelio de Jesucristo el centro de su vida. Eso es lo que nos impulsa en nuestro camino a través de lo que se nos presente. Aun así, experimentaremos desafíos difíciles, pero seremos capaces de enfrentarlos, superarlos y emerger victoriosos.

Desde el lecho del dolor, desde la almohada mojada de lágrimas, somos elevados hacia el cielo por esa segura y divina promesa: “…no te dejaré, ni te desampararé”7. Ese consuelo es invalorable.

Al viajar a lo largo y ancho del mundo cumpliendo con mis responsabilidades y mi llamamiento, he llegado a saber muchas cosas, entre ellas que la tristeza y el sufrimiento son universales. Ni siquiera puedo intentar medir todo el dolor y pesar del que he sido testigo al visitar a los que enfrentan el dolor, las enfermedades, el divorcio; a los que luchan con un hijo o hija descarriado, o sufren las consecuencias del pecado. La lista podría ser interminable; porque hay problemas innumerables que nos pueden suceder a todos. Poner un ejemplo sería difícil, pero cada vez que pienso en los desafíos, pienso en el hermano Brems, uno de mis maestros de la Escuela Dominical cuando yo era niño. Él fue un fiel miembro de la Iglesia, un hombre con corazón de oro. Él y su esposa, Sadie, tuvieron ocho hijos, muchos de los cuales eran de la misma edad que los nuestros.

Después de que Frances y yo nos casamos y nos fuimos del barrio, veíamos al hermano y la hermana Brems y a miembros de su familia cuando había bodas, funerales y reencuentros del barrio.

En 1968, la esposa del hermano Brems, Sadie, falleció. Con el pasar de los años, dos de sus ocho hijos también fallecieron.

Un día, hace casi 13 años, la nieta mayor del hermano Brems me llamó por teléfono. Me explicó que su abuelo ya tenía 105 años; me dijo: “Vive en un pequeño hogar de ancianos pero se reúne con toda la familia cada domingo, y nos da una lección sobre el Evangelio”. “Éste último domingo que pasó”, continuó, “el abuelo nos anunció: ‘Queridos, esta semana voy a morir. ¿Podrían llamar a Tommy Monson? Él sabrá qué hacer’”.

Fui a verlo al día siguiente; no lo había visto por bastante tiempo. No podía hablarle porque ya no oía; no podía escribirle un mensaje porque ya no veía. Me habían dicho que la familia se comunicaba con él tomándole el dedo de la mano derecha y trazando sobre la palma de su mano izquierda el nombre de la persona que había ido a visitarlo. Cualquier mensaje tenía que comunicarse de ese modo. Seguí el procedimiento tomando su dedo y escribiendo en la palma: “TOMMY MONSON”, el nombre por el cual me conocía. El hermano Brems se emocionó, y tomándome de las manos las puso sobre su cabeza. Supe que quería que le diese una bendición. El chofer que me había llevado al hogar de ancianos me acompañó y pusimos nuestras manos sobre la cabeza del hermano Brems para darle la bendición que él quería. Después de ello, sus ojos, que no veían, se llenaron de lágrimas, y nos apretó las manos en agradecimiento. Si bien no había oído la bendición que le habíamos dado, se sentía el Espíritu muy fuerte, y yo creo que supo por inspiración que le habíamos dado la bendición que necesitaba. Este dulce hombre ya no podía ver, ya no podía oír, estaba confinado día y noche a una pequeña habitación; sin embargo, su sonrisa y sus palabras me conmovieron: “Gracias”, dijo, “mi Padre Celestial ha sido muy bueno conmigo”.

En una semana, tal como lo había predicho el hermano Brems, él falleció. Nunca se preocupó por lo que no tenía, más bien siempre estaba profundamente agradecido por sus muchas bendiciones.

Nuestro Padre Celestial, que nos da tanto en qué deleitarnos, también sabe que aprendemos, crecemos y nos volvemos más fuertes al enfrentar y sobrellevar las pruebas por las que tenemos que pasar. Sabemos que habrá ocasiones en que sentiremos un pesar desgarrador, que sufriremos y que seremos probados al máximo; no obstante, esas dificultades nos permiten cambiar para mejorar, reconstruir nuestra vida a la manera en que nuestro Padre Celestial nos enseña y llegar a ser diferentes de lo que éramos; mejor de lo que éramos, más comprensivos, más compasivos, con testimonios más fuertes de los que antes teníamos.

Ése debería ser nuestro objetivo: perseverar y resistir, sí; pero también llegar a ser más refinados espiritualmente al abrirnos camino por el sol y las tinieblas. Si no tuviésemos desafíos que enfrentar ni problemas que resolver, permaneceríamos como somos, progresando poco o nada hacia nuestra meta de la vida eterna. El poeta expresó más o menos lo mismo en estas palabras:

La buena madera no crece con facilidad,

mientras más fuerte el viento, más fuerte el árbol.

Mientras más lejano el cielo, más grande será,

mientras más fuerte la tormenta, más fuerte será.

Gracias al sol y al frío, a la lluvia y la nieve,

en árboles y hombres la buena madera crece8.

Sólo el Maestro sabe la profundidad de nuestras pruebas, nuestro dolor y nuestro sufrimiento. Sólo Él nos ofrece la paz eterna en tiempos de adversidad; Él, solo, llega a nuestra alma torturada con palabras de consuelo:

“Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar.

“Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas.

“Porque mi yugo es fácil y ligera mi carga”9.

Ya sea el mejor de los tiempos o el peor de los tiempos, Él está con nosotros. Él ha prometido que eso nunca cambiará.

Mis hermanos y hermanas, que nuestro compromiso hacia nuestro Padre Celestial sea uno que no decaiga ni varíe con los años o las crisis por las que pasemos. No deberíamos tener que pasar por dificultades para recordarlo; y no deberíamos tener que ser obligados a ser humildes antes de darle a Él nuestra fe y confianza.

Que siempre tratemos de estar cerca de nuestro Padre Celestial. Para hacerlo, tenemos que orarle a Él y escucharlo todos los días. Verdaderamente lo necesitamos en todo momento, sean momentos de sol o de lluvia. Que siempre recordemos Su promesa: “…no te dejaré, ni te desampararé”10.

Con toda la fuerza de mi alma, testifico que Dios vive y que nos ama, que Su Hijo Unigénito vivió y murió por nosotros, y que el evangelio de Jesucristo es esa luz penetrante que brilla en las tinieblas de nuestra vida. Que así sea siempre, lo ruego en el nombre de Jesucristo. Amén.