Vencer las debilidades, desarrollar la fe
La autora vive en Utah, EE. UU.
Tuve que aprender a confiar en el Señor para superar mis debilidades y desarrollar mis fortalezas, mientras me preparaba para la misión y mientras prestaba servicio.
Me llevó siete años reunir los requisitos para servir en una misión de tiempo completo. Cuando hablé por primera vez al respecto con mi obispo, el obispo Tapueluelu, él me dio algunas pautas que debía esforzarme por cumplir. Me dijo que si las cumplía y aprendía a ser obediente, sería bendecida. Las primeras pautas —estudiar las Escrituras a diario y asistir a la Iglesia cada semana— eran fáciles de lograr. “Esto es fácil”, pensé; pero me ofendí cuando se me pidió que cambiara ciertas cosas “mundanas” de mi vida, y mi orgullo y terquedad me dominaron.
En busca de una salida fácil, me mudé a cuatro barrios diferentes y hablé con cuatro obispos; incluso regresé a la universidad para obtener un título en medicina. Luego sentí la inspiración de dejar todo y volver a prepararme para servir en una misión; así que lo hice. Volví a hablar con el obispo Tapueluelu y humildemente le pedí ayuda. Me dijo que había un requisito de peso para los misioneros, y me di cuenta de que yo superaba el límite. Al instante mi mente se llenó de sentimientos de desánimo y vergüenza, pero mi obispo me alentó. Expresó su amor y fe en mí, y me dijo: “Mi puerta está siempre abierta; ¡podemos trabajar en esto juntos! Una debilidad a la vez, semana a semana”.
De modo que visité a mi obispo cada semana y nos concentramos en una debilidad a la vez. No tenía idea de que tendría que esperar otros cuatro años, simplemente intentando reunir los requisitos para cumplir una misión.
Confiar en el Salvador
Durante esos años, me esforcé por acercarme a Cristo y poner en práctica Sus enseñanzas. Al afrontar desafíos, Su expiación se convirtió en algo real para mí. Cuando mi mejor amiga falleció, cuando mi familia perdió su casa y cuando tuve un accidente automovilístico, me sostuvo el poder, el consuelo y la fortaleza que Él me dio mediante Su expiación. Cuando las circunstancias hicieron que perdiera a muchas de mis amistades, caí en una depresión, pero el Salvador me rescató. En vez de salir con amigos los viernes por la noche, comencé a hacer ejercicio en el gimnasio y a estudiar acerca de la expiación de Jesucristo.
Oraba cada noche por la gente a quien algún día serviría y ¡hasta por mis futuras compañeras!
Finalmente reuní los requisitos y se me llamó a prestar servicio en la Misión Nueva Zelanda Auckland, de habla tongana.
El arte callejero y el Espíritu
Cuando ingresé al Centro de Capacitación Misional, me di cuenta de que había más que aprender sobre Jesucristo y Su expiación, y sobre mí misma. Aunque soy de ascendencia tongana, nunca había estado en las islas del Pacífico Sur, y me costaba el idioma tongano. Cuando llegué a Nueva Zelanda no tenía idea de lo que la gente me decía en esa lengua; yo tenía mucho que decir, pero como no hablaba el idioma, mis palabras eran escasas, simples y entrecortadas; asentía cuando la gente me hacía preguntas; se reían de mí y yo me reía con ellos, pero en mi interior la risa se convirtió en lágrimas de frustración y desaliento. Yo pensaba: “¿Me preparé durante siete años para venir hasta aquí para esto?”.
Así que oré al Padre Celestial. En Éter 12:27 aprendemos que nuestras debilidades pueden convertirse en fortalezas si confiamos en Él. Le hablé de mis debilidades y de mi confianza en Él, y me levanté una… y otra… y otra vez. Empecé a confiar aún más en Cristo y también en mis fortalezas.
Amo este Evangelio y me encanta el arte callejero, así que decidí combinarlos; en mi mochila puse mis Escrituras, un cuaderno de dibujo, carboncillos, marcadores permanentes y pinturas en aerosol. Mis compañeras se rieron y me preguntaron: “¿Qué vas a hacer con la pintura en aerosol?”. Les expliqué: “Todavía no hablo el idioma, pero puedo mostrar mi testimonio a los demás”.
Durante el resto de mi misión utilicé el arte callejero (sobre papel, no en edificios) y el Espíritu para enseñar de Cristo. Y aunque parezca una locura, dio resultado. Muchas personas no querían escuchar mi mensaje, así que yo lo dibujaba; se abrieron puertas y oídos cuando yo les decía que hacía grafiti; no me creían; me tomaban el tiempo por tres minutos, y yo escribía la palabra fe mientras les enseñaba al respecto. Entre aquellas personas había muchas que sentían que se las juzgaba y que nadie las quería. Yo pude testificarles que con fe en Cristo podemos sentir Su amor y perdón, y que Él puede ayudarnos a cambiar para bien. Él me ayudó a mí.
Los siete años de preparación para mi misión me ayudaron a encontrarme a mí misma. Ese tiempo me permitió obtener un testimonio de la expiación de Cristo y de Su poder para ayudarme a superar mis debilidades y utilizar mis fortalezas para compartir lo que yo sabía con los demás. Al final, esos siete años valieron la pena.