Dar santidad al Señor
El sacrificio no se trata tanto de “renunciar” sino de “dar” al Señor.
El año pasado, mientras prestaba servicio en la Presidencia del Área Asia Norte, recibí una llamada telefónica del presidente Russell M. Nelson invitándome a servir como Segundo Consejero del Obispado Presidente. Amablemente le pidió a mi esposa, Lori, que se uniera a la conversación. Una vez finalizada la llamada, seguíamos sin poder creerlo y mi esposa preguntó: “¿Y qué hace el Obispado Presidente?”. Después de pensarlo por un momento, le respondí: “¡No lo sé con exactitud!”.
Un año después, y luego de intensos sentimientos de humildad y gratitud, puedo responder la pregunta de mi esposa con más propiedad. Entre muchas otras cosas, el Obispado Presidente supervisa el bienestar y la obra humanitaria de la Iglesia. Esta obra ahora se extiende por todo el mundo y bendice a más hijos de Dios que nunca.
Como Obispado Presidente, recibimos la ayuda de maravillosos empleados de la Iglesia y de otras personas, entre ellas la Presidencia General de la Sociedad de Socorro, que sirven con nosotros en el Comité Ejecutivo de Bienestar y Autosuficiencia de la Iglesia. En calidad de miembros de ese comité, la Primera Presidencia nos pidió a la hermana Sharon Eubank, que nos habló ayer, y a mí que compartiéramos con ustedes un informe actualizado de los recientes esfuerzos humanitarios de la Iglesia. También nos pidieron específicamente que les expresáramos su profunda gratitud, porque, hermanos y hermanas, ustedes son quienes han hecho posible esos esfuerzos humanitarios.
Al observar con preocupación los primeros efectos económicos de la crisis del COVID-19 en todo el mundo, fácilmente podríamos haber esperado una disminución en las contribuciones monetarias que los santos pudieron dar. Después de todo, nuestros propios miembros no eran inmunes a las dificultades de la pandemia. ¡Imaginen lo que sentimos cuando observamos exactamente lo contrario! Las donaciones humanitarias en 2020 resultaron ser las más altas de la historia, y este año están en aumento. Como resultado de la generosidad de ustedes, la Iglesia ha podido lograr su respuesta más extensa desde el comienzo del Fondo Humanitario, con más de 1500 proyectos de ayuda por el COVID en más de 150 países. Esos donativos, que ustedes han dado al Señor de manera tan desinteresada, se han convertido en alimentos, oxígeno, suministros médicos y vacunas para aquellos que de otro modo podrían haberse quedado sin ellos.
Así como la donación de bienes es tan importante, también lo es la gran cantidad de tiempo y energía que los miembros de la Iglesia donan a causas humanitarias. Aun cuando la pandemia ha arreciado, los desastres naturales, los conflictos civiles y la inestabilidad económica han sido implacables y han seguido expulsando a millones de personas de sus hogares. Las Naciones Unidas ahora informan que hay más de ochenta y dos millones de personas víctimas de desplazamiento forzado en el mundo1. Si a esto le suman los millones de personas que optan por huir de la pobreza o la opresión en busca de una vida mejor para sí mismas o para sus hijos, pueden comenzar a vislumbrar la magnitud de esta situación mundial.
Me complace informar que, gracias al tiempo y los talentos voluntarios de tantas personas, la Iglesia dirige centros de bienvenida para refugiados e inmigrantes en varios lugares de Estados Unidos y Europa. Gracias a las contribuciones de ustedes, proporcionamos bienes, fondos y voluntarios para ayudar a programas similares dirigidos por otras organizaciones en todo el mundo.
Extiendo mi sincera gratitud a los santos que han tendido la mano para alimentar, vestir, ofrecer amistad a esos refugiados y ayudarles a establecerse y a ser autosuficientes.
Ayer por la tarde, la hermana Eubank compartió con ustedes algunos de los maravillosos esfuerzos de los santos en este sentido. Al reflexionar en esos esfuerzos, mis pensamientos suelen dirigirse al principio del sacrificio y a la conexión directa de este principio con los dos grandes mandamientos de amar a Dios y amar a nuestro prójimo.
Actualmente, el término sacrificio ha llegado a significar el concepto de “renunciar” a ciertas cosas por el Señor y Su reino. Sin embargo, en la antigüedad, el significado de la palabra sacrificio estaba más ligado a sus dos raíces latinas: sacer, que significa “sagrado” o “santo”, y facere, que significa “hacer”2. Por lo tanto, la palabra sacrificar en la antigüedad significaba literalmente “santificar algo o a alguien”3. Con esto en mente, el sacrificio es un proceso para llegar a ser santo y llegar a conocer a Dios, no un acontecimiento ni un ritual para “renunciar” a algo por el Señor.
El Señor dijo: “Porque [caridad] quiero y no sacrificio, y conocimiento de Dios más que holocaustos”4. El Señor desea que lleguemos a ser santos5, que tengamos caridad6 y que lleguemos a conocerlo7. Como lo enseñó el apóstol Pablo: “Y si repartiese todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregase mi cuerpo para ser quemado, y no tengo caridad, de nada me sirve”8. En definitiva, el Señor quiere nuestro corazón; Él desea que lleguemos a ser nuevas criaturas en Cristo9. Él mandó a los nefitas: “Y me ofreceréis como sacrificio un corazón quebrantado y un espíritu contrito”10.
El sacrificio no se trata tanto de “renunciar” sino de “dar” al Señor. En la entrada de cada uno de nuestros templos se encuentran grabadas las palabras “Santidad al Señor; la Casa del Señor”. Al observar nuestros convenios mediante el sacrificio, somos santificados mediante la gracia de Jesucristo; y en los altares del santo templo, con corazones quebrantados y espíritus contritos, damos nuestra santidad al Señor. El élder Neal A. Maxwell enseñó: “[L]a sumisión de nuestra voluntad [o corazón11] es la única cosa exclusivamente personal que tenemos para colocar sobre el altar de Dios […]. Pero cuando nos sometemos dejando que nuestra voluntad sea absorbida en la voluntad de Dios, entonces, verdaderamente le estamos dando algo”12.
Cuando nuestros sacrificios a favor de otras personas se ven desde la perspectiva de “renunciar”, podemos verlos como una carga y desanimarnos cuando no son reconocidos ni recompensados. Sin embargo, cuando se ven desde la perspectiva de “dar” al Señor, nuestros sacrificios por los demás se convierten en dones y el gozo de dar generosamente se convierte en la recompensa. Una vez libres de la necesidad de amor, aprobación o aprecio de los demás, nuestros sacrificios se convierten en las expresiones más puras y profundas de nuestra gratitud y amor por el Salvador y nuestros semejantes. Cualquier sentimiento orgulloso de autosacrificio da paso a sentimientos de gratitud, generosidad, satisfacción y gozo13.
Algo se santifica —ya sea nuestra vida, nuestras posesiones, nuestro tiempo o nuestros talentos— no simplemente al renunciar a ello, sino más bien al consagrarlo14 al Señor. La obra humanitaria de la Iglesia es tal don. Es el resultado de las ofrendas colectivas y consagradas de los santos, una manifestación de nuestro amor por Dios y Sus hijos15.
Steve y Anita Canfield son representantes de los Santos de los Últimos Días en todo el mundo que han experimentado por sí mismos las bendiciones transformadoras de dar al Señor. Como misioneros de bienestar y autosuficiencia, a los Canfield se les pidió que proporcionaran ayuda en los campamentos de refugiados y en los centros de inmigrantes de toda Europa. En su vida profesional, la hermana Canfield había sido diseñadora de interiores de primera categoría, contratada por clientes adinerados para embellecer sus casas de lujo. De repente, entró de lleno en un mundo que era todo lo contrario para prestar servicio entre personas que habían perdido casi todo en términos de posesiones terrenales. En sus palabras, ella intercambió “pasillos de mármol por pisos de tierra”, y al hacerlo, encontró una gran satisfacción cuando ella y su esposo comenzaron a ofrecer amistad, y pronto a amar y abrazar, a aquellos que necesitaban su cuidado.
Los Canfield dijeron: “No sentimos como si hubiéramos ‘renunciado’ a algo para servir al Señor. Nuestro deseo era simplemente ‘darle’ nuestro tiempo y energías para bendecir a Sus hijos de la manera que Él considerara más conveniente. Al trabajar junto a nuestros hermanos y hermanas, cualquier apariencia exterior —cualquier diferencia de orígenes o pertenencias— se disolvió, y simplemente vimos el corazón de los demás. No hay ningún grado de éxito profesional ni logros materiales que pudieran haber equiparado la forma en que esas experiencias nos enriquecieron al servir entre los más humildes de los hijos de Dios”.
La historia de los Canfield y muchas otras como esta me han ayudado a apreciar la letra de una sencilla pero profunda canción de la Primaria:
El arroyito da
de sus aguas al pasar.
Pequeño es, mas por donde va
a las plantas vida da.
Sí, cada uno de nosotros es pequeño, pero al apresurarnos juntos a dar a Dios y a nuestros semejantes, dondequiera que vayamos, podemos enriquecer y bendecir la vida de otras personas.
La tercera estrofa de esa canción no es tan conocida, pero concluye con esta amorosa invitación:
Dad, pues, cual Cristo dio,
todos pueden algo dar.
Jesús nos da su feliz sostén;
niños, demos hoy también16.
Queridos hermanos y hermanas, al vivir por Dios y por los demás al dar de nuestros medios, nuestro tiempo, y sí, incluso de nosotros mismos, estamos dejando el mundo un poco más verde, dejando a los hijos de Dios un poco más felices y, en el proceso, llegando a ser un poco más santos.
Que el Señor los bendiga en abundancia por los sacrificios que le dan tan libremente.
Testifico que Dios vive. “[S]u nombre es Hombre de Santidad”17. Jesucristo es Su Hijo y toda buena dádiva viene de Él18. Ruego que, mediante Su gracia y la observancia de nuestros convenios mediante el sacrificio, seamos santificados y siempre demos más amor y santidad al Señor19. En el sagrado nombre de Jesucristo. Amén.