“Capítulo 3, Lección 4: Llegar a ser discípulos de Jesucristo para toda la vida”, Predicad Mi Evangelio: Una guía para compartir el Evangelio de Jesucristo, 2023
“Capítulo 3, Lección 4”, Predicad Mi Evangelio
Capítulo 3, Lección 4
Llegar a ser discípulos de Jesucristo para toda la vida
Cómo enseñar esta lección
El bautismo es una ordenanza gozosa de esperanza. Cuando somos bautizados, mostramos nuestro deseo de seguir a Dios y entrar en la senda que conduce a la vida eterna. También mostramos nuestro compromiso de llegar a ser discípulos de Jesucristo para toda la vida.
Esta lección está organizada de acuerdo con los convenios que hacemos en el bautismo e incluye las siguientes secciones principales, cada una de las cuales contiene subsecciones.
Ayude a las personas a comprender que los principios y mandamientos que usted enseña forman parte del convenio que harán al bautizarse. Muéstreles la manera en que cada parte de esta lección los ayudará a “v[enir] a Cristo […] y participa[r] de su salvación” (Omni 1:26; véase también 1 Nefi 15:14).
Es conveniente enseñar esta lección en varias visitas. En muy pocas ocasiones una visita para enseñar debería durar más de 30 minutos. Por lo general es mejor hacer visitas cortas y más frecuentes que abarquen porciones más reducidas de material.
Planifique lo que va a enseñar, cuándo lo va a enseñar y cuánto tiempo va a emplear. Considere las necesidades de las personas a las que enseña y busque la guía del Espíritu. Usted tiene la flexibilidad de enseñar en función de lo que mejor ayude a las personas a prepararse para el bautismo y la confirmación.
Algunas secciones de esta lección incluyen invitaciones específicas. Busque inspiración a la hora de decidir cómo y cuándo extender invitaciones, y tenga presente el nivel de comprensión de cada persona. Ayúdeles a vivir el Evangelio un paso a la vez.
Nuestro convenio de estar dispuestos a tomar sobre nosotros el nombre de Jesucristo
Cuando somos bautizados, hacemos convenio de seguir a Jesucristo “con íntegro propósito de corazón”. También testificamos que “est[amos] dispuestos a tomar sobre [n]osotros el nombre de Cristo” (2 Nefi 31:13; véase también Doctrina y Convenios 20:37).
Tomar sobre nosotros el nombre de Jesucristo significa que lo recordamos y nos esforzamos por vivir como Sus discípulos para toda la vida. Dejamos que Su luz brille por conducto nuestro para las demás personas. Nos consideramos Suyos, y Él es lo más importante en nuestra vida.
Las secciones siguientes describen dos maneras en que recordamos y seguimos a Jesucristo.
Orar a menudo
La oración puede ser una conversación sencilla con el Padre Celestial que nace del corazón. En la oración, hablamos con Él abierta y sinceramente. Le expresamos nuestro amor y le agradecemos las bendiciones; también pedimos ayuda, protección y guía. Al terminar nuestras oraciones, debemos dedicar tiempo a hacer una pausa y escuchar.
Jesús enseñó: “… siempre debéis orar al Padre en mi nombre” (3 Nefi 18:19, cursiva agregada; véase también Moisés 5:8). Al orar en el nombre de Jesucristo, nos acordamos tanto de Él como del Padre Celestial.
Jesús nos dio el ejemplo que debemos seguir al orar. Podemos aprender mucho de la oración al estudiar las oraciones del Salvador en las Escrituras (véanse Mateo 6:9–13; Juan 17).
Nuestras oraciones pueden incluir las siguientes partes:
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Comenzar dirigiéndonos al Padre Celestial.
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Expresar los sentimientos de nuestro corazón, tales como la gratitud por las bendiciones que hemos recibido.
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Hacer preguntas, buscar guía y pedir bendiciones.
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Terminar diciendo: “En el nombre de Jesucristo. Amén”.
Las Escrituras nos exhortan a orar por la mañana y por la noche; sin embargo, podemos hacerlo en cualquier momento y en cualquier lugar. En nuestras oraciones personales y familiares puede ser significativo arrodillarnos para orar. Siempre debemos tener una oración en el corazón (véanse Alma 34:27; 37:36–37; 3 Nefi 17:13; 19:16).
Nuestras oraciones deben ser reflexivas y de corazón. Cuando oramos, debemos evitar decir las mismas cosas de la misma manera.
Oramos con fe, sinceridad y con verdadera intención de actuar de acuerdo con las respuestas que recibamos. Al hacerlo, Dios nos guiará y nos ayudará a tomar buenas decisiones, y nos sentiremos más cerca de Él. Nos concederá entendimiento y verdad; nos bendecirá con consuelo, paz y fortaleza.
Estudiar las Escrituras
Nefi enseñó: “Deleitaos en las palabras de Cristo; porque he aquí, [ellas] os dirán todas las cosas que debéis hacer” (2 Nefi 32:3; véase también 31:20).
Estudiar las Escrituras es esencial para recordar y seguir a Jesucristo. En las Escrituras aprendemos de Su vida, ministerio y enseñanzas. También aprendemos de Sus promesas. Al leer las Escrituras, experimentamos Su amor; nuestra alma se ensancha, nuestra fe en Él aumenta y nuestra mente se ilumina; nuestro testimonio de Su misión divina se fortalece.
Recordamos y seguimos a Jesús cuando ponemos en práctica Sus palabras en nuestra vida. Debemos estudiar las Escrituras a diario, en particular el Libro de Mormón.
Las Escrituras de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días son la Santa Biblia, el Libro de Mormón, Doctrina y Convenios y la Perla de Gran Precio. A estos también se los llama los “libros canónicos”.
Nuestro convenio de guardar los mandamientos de Dios
Nota: Hay muchas maneras de enseñar los mandamientos en esta sección. Por ejemplo, podría enseñarlos en algunas visitas. O bien, podría enseñar algunos de ellos como parte de las tres primeras lecciones. Cuando enseñe los mandamientos, asegúrese de relacionarlos con el convenio bautismal y el Plan de Salvación.
Cuando somos bautizados, hacemos convenio con Dios de que “guardar[emos] sus mandamientos” (Mosíah 18:10; Alma 7:15).
Dios nos ha dado mandamientos porque nos ama. Él desea lo mejor para nosotros, tanto ahora como en la eternidad. Al ser nuestro Padre Celestial, Él sabe lo que necesitamos para nuestro bienestar espiritual y físico, y también sabe lo que nos brindará la mayor felicidad. Cada mandamiento es un don divino, dado para guiar nuestras decisiones, protegernos y ayudarnos a crecer.
Una de las razones por las que hemos venido a la tierra es para aprender y progresar utilizando nuestro albedrío con sabiduría (véase Abraham 3:25). El decidir obedecer los mandamientos de Dios —y arrepentirnos cuando no lo hacemos— nos ayuda a recorrer este trayecto terrenal, el que a menudo está lleno de desafíos.
Los mandamientos de Dios son una fuente de fortaleza y bendiciones (véase Doctrina y Convenios 82:8–9). Al guardar los mandamientos, aprendemos que no son reglas pesadas que restringen nuestra libertad. La verdadera libertad proviene de la obediencia a los mandamientos. La obediencia es una fuente de fortaleza que nos brinda luz y conocimiento por medio del Espíritu Santo, nos proporciona mayor felicidad y nos ayuda a alcanzar nuestro potencial divino como hijos de Dios.
Dios promete bendecirnos si cumplimos Sus mandamientos. Algunas bendiciones son específicas de ciertos mandamientos. Sus mayores bendiciones son la paz en este mundo y la vida eterna en el mundo venidero (véanse Mosíah 2:41; Alma 7:16; Doctrina y Convenios 14:7; 59:23; 93:28; 130:20–21).
La bendiciones de Dios son tanto espirituales como temporales. En ocasiones, tenemos que ser pacientes al esperarlas, confiando en que llegarán de acuerdo con Su voluntad y Su tiempo (véanse Mosíah 7:33; Doctrina y Convenios 8:68). Para discernir algunas bendiciones, debemos estar espiritualmente atentos y ser observadores. Esto es especialmente cierto en el caso de las bendiciones que se reciben de maneras sencillas y en apariencia comunes y corrientes.
Algunas bendiciones podrían reconocerse únicamente en retrospectiva, y otras puede que no lleguen sino hasta después de esta vida. Independientemente del momento o la naturaleza de las bendiciones de Dios, podemos estar seguros de que llegarán, conforme nos esforcemos por vivir el Evangelio de Jesucristo (véase Doctrina y Convenios 82:10).
Dios ama a todos Sus hijos con un amor perfecto; es paciente con nuestras debilidades y nos perdona cuando nos arrepentimos.
Los dos grandes mandamientos
Cuando le preguntaron a Jesús: “¿Cuál es el gran mandamiento de la ley?”, Él respondió: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma y con toda tu mente”.
Jesús dijo entonces que el segundo gran mandamiento es semejante al primero: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mateo 22:36–39). “No hay otro mandamiento mayor que estos” (Marcos 12:31).
Como hijos de Dios procreados como espíritus, tenemos una gran capacidad de amar, lo cual forma parte de nuestro legado espiritual. Vivir los dos grandes mandamientos —amar primero a Dios y amar al prójimo— es una característica que define a los discípulos de Jesucristo.
El amor a Dios
Hay muchas maneras de mostrar nuestro amor a Dios. Podemos guardar Sus mandamientos (véase Juan 14:15, 21). Podemos ponerlo a Él en primer lugar en nuestra vida, sometiendo nuestra voluntad a la Suya. Podemos centrar nuestros deseos, pensamientos y el corazón en Él (véase Alma 37:36). Podemos vivir con gratitud por las bendiciones que Él nos ha dado y ser generosos al compartir esas bendiciones (véanse Mosíah 2:21–24; 4:16–21). Mediante la oración y el servicio a los demás, podemos expresar y profundizar nuestro amor por Él.
Al igual que con otros mandamientos, el mandamiento de amar a Dios es para nuestro beneficio. Lo que amamos determina lo que buscamos; lo que procuramos determina lo que pensamos y hacemos; y lo que pensamos y hacemos determina quiénes somos, y quiénes llegaremos a ser.
El amor a los demás
Amar a los demás es una extensión de nuestro amor a Dios. El Salvador nos enseñó muchas maneras de amar a los demás (véanse, por ejemplo, Lucas 10:25–37 y Mateo 25:31–46). Les tendemos la mano y los recibimos en nuestro corazón y en nuestra vida. Amamos al servir, al dar de nosotros mismos aunque sea en pequeñas cosas. Amamos a los demás al utilizar los dones que Dios nos ha dado para bendecirlos.
Amar a los demás incluye ser paciente, amable y sincero, y perdonar sin reparos. Significa tratar a todas las personas con respeto.
Cuando amamos a alguien, tanto nosotros como esa persona somos bendecidos. Nuestro corazón crece, nuestra vida cobra más sentido y nuestro gozo aumenta.
Bendiciones
Los dos grandes mandamientos –amar a Dios y amar a nuestro prójimo– son la base de todos los mandamientos de Dios (véase Mateo 22:40). Cuando amamos primeramente a Dios, y también amamos a los demás, todo en nuestra vida se ubicará en su debido lugar. Ese amor tendrá influencia en nuestra perspectiva, cómo usamos el tiempo, los intereses a los que nos dedicamos y el orden de nuestras prioridades.
Seguir al profeta
Dios llama a profetas para que sean Sus representantes en la tierra. Por medio de Sus profetas, Él revela la verdad y proporciona guía así como advertencias.
Dios llamó a José Smith para ser el primer profeta de los últimos días (véase la lección 1). Los sucesores de José Smith también han sido llamados por Dios para dirigir Su Iglesia, incluido el profeta que la dirige en la actualidad. Debemos obtener la convicción del llamamiento divino del profeta viviente y seguir sus enseñanzas.
Las enseñanzas de los profetas y apóstoles vivientes proporcionan un ancla de verdad eterna en un mundo de valores cambiantes. Si seguimos a los profetas de Dios, la confusión y los conflictos del mundo no nos abrumarán, encontraremos mayor felicidad en esta vida y recibiremos guía para esta parte de nuestro trayecto eterno.
Guardar los Diez Mandamientos
Dios reveló los Diez Mandamientos a un profeta de la antigüedad llamado Moisés con el fin de que guiara a su pueblo. Esos mandamientos se aplican igualmente en nuestros días. Nos enseñan que debemos adorar a Dios y mostrarle reverencia. También nos enseñan cómo tratarnos unos a otros.
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“No tendrás dioses ajenos delante de mí” (Éxodo 20:3). Esos “dioses ajenos” pueden incluir muchas cosas, tales como las posesiones, el poder y la prominencia.
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“No te harás imagen” (Éxodo 20:4).
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“No tomarás el nombre de Jehová tu Dios en vano” (Éxodo 20:7).
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“Acuérdate del día de reposo para santificarlo” (Éxodo 20:8).
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“Honra a tu padre y a tu madre” (Éxodo 20:12).
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“No matarás” (Éxodo 20:13).
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“No cometerás adulterio” (Éxodo 20:14).
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“No hurtarás” (Éxodo 20:15).
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“No dirás contra tu prójimo falso testimonio” (Éxodo 20:16).
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“No codiciarás” (Éxodo 20:17).
Vivir la ley de castidad
La ley de castidad es una parte central del plan de Dios para nuestra salvación y exaltación. La intimidad sexual entre esposo y esposa es ordenada por Dios para engendrar los hijos y como expresión de amor dentro del matrimonio. Esta intimidad y el poder de crear vida humana tienen como objeto ser algo hermoso y sagrado.
La ley de castidad de Dios consiste en abstenerse de toda relación sexual fuera de los vínculos del matrimonio legal entre un hombre y una mujer. Esta ley también significa mantener una completa fidelidad y lealtad al cónyuge después del matrimonio.
Para ayudarnos a guardar la ley de castidad, los profetas nos han amonestado a ser limpios en nuestros pensamientos y palabras. Debemos evitar cualquier tipo de pornografía. De conformidad con la ley de castidad, debemos ser modestos en nuestra conducta y apariencia.
Los candidatos al bautismo deben vivir la ley de castidad.
El arrepentimiento y el perdón
A la vista de Dios, quebrantar la ley de castidad es algo muy serio (véanse Éxodo 20:14; Efesios 5:3). Es hacer uso indebido del poder sagrado que Él nos ha dado para crear vida. Sin embargo, Dios sigue amándonos aunque hayamos quebrantado esta ley; nos invita a arrepentirnos y a llegar a ser limpios mediante el sacrificio expiatorio de Jesucristo. La desesperación que causa el pecado puede ser reemplazada por la dulce paz del perdón de Dios (Doctrina y Convenios 58:42–43).
Bendiciones
Dios nos ha dado la ley de castidad para bendecirnos a nosotros y a los hijos espirituales que envía a la tierra. Obedecer esta ley es esencial para la paz personal y para tener amor, confianza y unidad en nuestras relaciones familiares.
Conforme vivamos la ley de castidad, estaremos protegidos del daño espiritual que procede de la intimidad sexual fuera del matrimonio. También evitaremos los problemas emocionales y físicos que a menudo acompañan a tales relaciones. Creceremos en nuestra confianza ante Dios (véase Doctrina y Convenios 121:45). Estaremos más receptivos a la influencia del Espíritu Santo. Estaremos mejor preparados para hacer convenios sagrados en el templo, que unen a nuestra familia por la eternidad.
Cumplir la ley del diezmo
Un gran privilegio de ser miembro de la Iglesia es la oportunidad de pagar el diezmo. Al hacerlo, ayudamos a hacer avanzar la obra de Dios y bendecimos a Sus hijos.
La ley del diezmo tiene sus orígenes en la época del Antiguo Testamento. Por ejemplo, el profeta Abraham pagó el diezmo de todo lo que poseía (véanse Alma 13:15; Génesis 14:18–20).
La palabra diezmo significa literalmente una décima parte. Al pagar el diezmo, donamos la décima parte de nuestros ingresos a la Iglesia (véase Doctrina y Convenios 119:3–4; el término interés en este caso debe entenderse como ingreso). Todo lo que tenemos es un regalo de Dios. Cuando pagamos el diezmo, demostramos gratitud devolviéndole una parte de lo que nos ha dado.
El pago del diezmo es una expresión de fe; también es una manera de honrar a Dios. Jesús enseñó que debemos “busca[r] primeramente el reino de Dios” (Mateo 6:33), y el diezmo es una manera de hacerlo.
El uso de los fondos del diezmo
Los fondos del diezmo son sagrados. Le entregamos nuestro diezmo a un miembro del obispado, o en muchas regiones podemos pagar en línea. Cuando el obispado recibe el diezmo, lo envían a las Oficinas Generales de la Iglesia.
Un consejo compuesto por la Primera Presidencia, el Cuórum de los Doce Apóstoles y el Obispado Presidente determina cómo utilizar los fondos del diezmo en la obra de Dios (véase Doctrina y Convenios 120:1). Entre esos usos se encuentran los siguientes:
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Construcción y mantenimiento de templos y centros de reuniones.
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Traducción y publicación de las Escrituras.
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Apoyo a las actividades y operaciones de las congregaciones locales de la Iglesia.
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Apoyo a la obra misional en todo el mundo.
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Apoyo a la obra de historia familiar.
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Financiamiento de escuelas y educación.
El diezmo no se utiliza para pagar a los líderes locales de la Iglesia; ellos sirven voluntariamente sin recibir ningún pago.
Bendiciones
Cuando pagamos el diezmo, Dios nos promete bendiciones que son mucho mayores que lo que hemos dado. Él “abrir[á] las ventanas de los cielos y derramar[á] […] bendición hasta que sobreabunde” (Malaquías 3:10; véanse los versículos 7–12). Estas bendiciones pueden ser tanto espirituales como temporales.
Obedecer la Palabra de Sabiduría
La ley de salud del Señor
Nuestro cuerpo es un don sagrado de Dios. Cada uno de nosotros necesita un cuerpo físico para llegar a ser más semejante a Él. Nuestro cuerpo es tan importante que las Escrituras lo comparan con un templo (véase 1 Corintios 6:19–20).
El Señor desea que tratemos nuestro cuerpo con respeto. Para ayudarnos a hacer esto, Él reveló una ley de salud llamada la Palabra de Sabiduría. Esta revelación nos enseña a comer alimentos sanos y a no consumir sustancias que dañan nuestro cuerpo, como el alcohol, el tabaco y las bebidas calientes (es decir, té y café).
En el espíritu de la Palabra de Sabiduría, los profetas modernos han advertido contra el uso de otras sustancias que son dañinas, ilegales o adictivas. Los profetas también han advertido contra el abuso de medicamentos recetados. (Su presidente de misión responderá a las preguntas sobre si en su zona geográfica no se deben consumir otras sustancias).
Bendiciones
El Señor proporcionó la Palabra de Sabiduría para nuestro bienestar físico y espiritual. Él promete grandes bendiciones si cumplimos este mandamiento, entre ellas salud, sabiduría, tesoros de conocimiento y protección (véase Doctrina y Convenios 89:18–21).
Obedecer la Palabra de Sabiduría nos ayudará a ser más receptivos a las impresiones del Espíritu Santo. Aunque todos experimentamos problemas de salud, el obedecer esta ley nos ayudará a estar más sanos de cuerpo, mente y espíritu.
Los candidatos al bautismo deben obedecer la Palabra de Sabiduría.
Para obtener guía sobre cómo ayudar a las personas que luchan con adicciones, véase el capítulo 10.
Santificar el día de reposo
Un día de descanso y adoración
El día de reposo es un día sagrado que Dios nos ha reservado cada semana para descansar de nuestras labores diarias y adorarlo. Uno de los Diez Mandamientos dados a Moisés es “[acordarse] del día de reposo para santificarlo” (Éxodo 20:8; véanse también los versículos 9–11).
En una revelación moderna, el Señor reafirmó que el día de reposo “es un día que se te ha señalado para descansar de tus obras y rendir tus devociones al Altísimo” (Doctrina y Convenios 59:10). También dijo que el día de reposo debía ser un día de dar gracias (véanse los versículos 14–15).
Como parte de nuestra adoración del día de reposo, asistimos a la reunión sacramental cada semana. En esa reunión adoramos a Dios y participamos de la Santa Cena para recordar a Jesucristo y Su Expiación. Cuando participamos de la Santa Cena, renovamos nuestros convenios con Dios y mostramos que estamos dispuestos a arrepentirnos de nuestros pecados. La ordenanza de la Santa Cena es el centro de nuestra observancia del día de reposo.
En la Iglesia también participamos en clases en las que aprendemos más sobre el Evangelio de Jesucristo. Nuestra fe crece cuando estudiamos juntos las Escrituras. Nuestro amor crece al servirnos y fortalecernos mutuamente.
Además de descansar de nuestras labores en el día de reposo, debemos abstenernos de hacer compras y de otras actividades que lo harían sentir como un día común. Dejamos a un lado las actividades del mundo y centramos nuestros pensamientos y acciones en los asuntos espirituales.
Un día para hacer el bien
Hacer el bien en el día de reposo es al menos tan importante como aquello de lo que nos abstenemos para santificarlo. Aprendemos el Evangelio, fortalecemos la fe, forjamos relaciones con los demás, prestamos servicio y participamos en otras actividades edificantes con la familia y los amigos.
Bendiciones
Santificar el día de reposo es una expresión de nuestra devoción al Padre Celestial y a Jesucristo. Al hacer que nuestras actividades del día de reposo sean compatibles con la intención de Dios para ese día, sentiremos gozo y paz, nos nutriremos espiritualmente y nos revitalizaremos físicamente. También nos sentiremos más cerca de Dios y profundizaremos nuestra relación con nuestro Salvador. Nos conservaremos más íntegramente “sin mancha del mundo” (Doctrina y Convenios 59:9). El día de reposo se convertirá en “delicia” (Isaías 58:13; véase también el versículo 14).
Obedecer y honrar las leyes
Los Santos de los Últimos Días creen en obedecer las leyes y en ser buenos ciudadanos (véanse Doctrina y Convenios 134; Artículos de Fe 1:12). Se insta a los miembros de la Iglesia a prestar servicio para mejorar sus comunidades y países. También se los alienta a ser una influencia que fomente valores morales sólidos en la sociedad y el gobierno.
Se invita a los miembros de la Iglesia a participar en el gobierno y en el proceso político de acuerdo con la ley. Los miembros que ocupan cargos políticos en el gobierno actúan como ciudadanos comprometidos, no como representantes de la Iglesia.
Nuestro convenio de servir a Dios y a los demás
El servicio
Al bautizarnos, hacemos convenio de servir a Dios y servir a los demás. Servir a los demás es una de las principales formas en que servimos a Dios (véase Mosíah 2:17). El profeta Alma enseñó a los que deseaban ser bautizados que debían estar “dispuestos a llevar las cargas los unos de los otros […], a llorar con los que lloran […] y a consolar a los que necesitan de consuelo” (Mosíah 18:8–9).
Poco después del bautismo, los miembros nuevos suelen recibir un llamamiento para servir en la Iglesia. Estos llamamientos son voluntarios y no remunerados. Conforme los aceptamos y servimos con diligencia, crecemos en la fe, desarrollamos talentos y bendecimos a los demás.
Otra parte de nuestro servicio en la Iglesia es ser un “hermano ministrante” o una “hermana ministrante”. En esta responsabilidad, servimos a las personas y familias asignadas.
Como discípulos de Jesucristo, buscamos oportunidades para servir cada día. Al igual que Él, “and[amos] haciendo bienes” (Hechos 10:38). Servimos a nuestros vecinos y a otras personas en nuestra comunidad. Podemos participar en oportunidades de servicio a través de SirveAhora, donde esté disponible. Podemos apoyar la labor humanitaria de la Iglesia y participar en la respuesta ante desastres.
Compartir el Evangelio
Como parte de nuestro convenio bautismal, prometemos “ser testigos de Dios” (Mosíah 18:9). Una manera de ser testigos es compartir el Evangelio de Jesucristo. Ayudar a otras personas a recibir el Evangelio es uno de los tipos de servicio más gozosos que podemos prestar (véase Doctrina y Convenios 18:15–16). Es una poderosa expresión de nuestro amor.
Cuando experimentamos las bendiciones de vivir el Evangelio, deseamos, de forma natural, compartir esas bendiciones. Los familiares, amigos y conocidos a menudo se interesan cuando damos un ejemplo fiel y ven la manera en que el Evangelio bendice nuestra vida. Podemos compartir el Evangelio de maneras normales y naturales (véase Manual General, capítulo 23).
Invitamos a los demás a participar con nosotros en actividades de servicio, comunitarias, recreativas y de la Iglesia. Podemos invitarlos a una reunión de la Iglesia o a un servicio bautismal. Podemos invitarlos a ver un video en línea que explique el Evangelio de Jesucristo, a leer el Libro de Mormón o a visitar un programa de puertas abiertas del templo. Hay centenares de invitaciones que podemos extender. Con frecuencia, invitar significa simplemente incluir a nuestra familia y a nuestros amigos y vecinos en lo que ya estamos haciendo.
Si lo pedimos, Dios nos ayudará a reconocer oportunidades para compartir el Evangelio y contarles a los demás como este bendice nuestra vida.
Para obtener más información sobre cómo poner en práctica los principios de amar, compartir e invitar, consulte “Únase a los miembros”, en el capítulo 9.
Ayuno y ofrendas de ayuno
Dios estableció la ley del ayuno como una forma de desarrollar nuestra fortaleza espiritual y ayudar a los necesitados.
Ayunar significa abstenerse de ingerir alimentos y bebida durante un período de tiempo. La Iglesia suele reservar el primer domingo de cada mes como día de ayuno. Un día de ayuno por lo general implica abstenerse de ingerir alimentos y bebidas durante un periodo de 24 horas si se es físicamente capaz. Otras partes importantes del domingo de ayuno son la oración y el testimonio. También se nos anima a ayunar en otras ocasiones cuando sintamos la necesidad de hacerlo.
Desarrollar fortaleza espiritual
El ayuno pueda ayudarnos a ser humildes, a acercarnos más a Dios y a sentirnos espiritualmente renovados. Antes de comenzar su ministerio, Jesucristo ayunó (véase Mateo 4:1–2). En las Escrituras se encuentran muchos relatos de profetas y otras personas que ayunaron para aumentar su fortaleza y buscar bendiciones especiales para sí mismos o para otras personas.
El ayuno y la oración van de la mano; cuando ayunamos y oramos con fe, estamos más atentos a recibir revelación personal. También somos más receptivos a reconocer la verdad y comprender la voluntad de Dios.
La ayuda a los necesitados
Cuando ayunamos, donamos dinero a la Iglesia para ayudar a las personas necesitadas. A esto se lo llama ofrenda de ayuno. Se nos invita a dar una ofrenda que sea por lo menos igual al valor de los alimentos que no se han ingerido. Se nos alienta a ser generosos y dar mucho más que el valor de esos alimentos, si podemos hacerlo. Dar una ofrenda de ayuno es una forma de servir a los demás.
Las ofrenda de ayuno se usan para proveer de alimento y de otras cosas básicas a las personas necesitadas, tanto en la localidad como en el mundo entero. Para más información sobre cómo contribuir con ofrendas de ayuno, consulte “Hacer donativos de diezmos y otras ofrendas” en esta lección.
Nuestro convenio de perseverar hasta el fin
Cuando somos bautizados, hacemos convenio con Dios de “persever[ar] hasta el fin” en vivir el Evangelio de Jesucristo (2 Nefi 31:20; véase también Mosíah 18:13). Nos esforzamos por ser discípulos de Jesucristo para toda la vida.
El profeta Nefi, del Libro de Mormón, describió el bautismo como la puerta por la que entramos en el camino del Evangelio (véase 2 Nefi 31:17). Después del bautismo, “segui[mos] adelante con firmeza en Cristo” (2 Nefi 31:20).
A medida que “segui[mos] adelante” en el camino del discipulado, nos preparamos para ir al templo. Allí haremos convenios con Dios al recibir las ordenanzas del templo. En el templo seremos investidos con poder y podemos ser sellados como familias por la eternidad. Guardar los convenios que hagamos en el templo nos abrirá la puerta a todos los privilegios y las bendiciones espirituales que Dios tiene para nosotros.
Conforme continuemos fielmente por la senda del Evangelio, finalmente recibiremos el mayor don de Dios: el don de la vida eterna (véanse 2 Nefi 31:20; Doctrina y Convenios 14:7).
Las secciones siguientes explican algunos aspectos de lo que Dios ha proporcionado para ayudarnos a perseverar hasta el fin de nuestra travesía terrenal, y a encontrar gozo en él.
El sacerdocio y las organizaciones de la Iglesia
El sacerdocio es la autoridad y el poder de Dios; por medio del sacerdocio, el Padre Celestial realiza Su obra de “llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna” de Sus hijos (Moisés 1:39). Dios otorga autoridad y poder a Sus hijos e hijas en la tierra para ayudar a que realicen esa obra.
El sacerdocio nos bendice a todos nosotros. Las ordenanzas como el bautismo y la Santa Cena se reciben por medio de aquellos que poseen oficios del sacerdocio. También recibimos bendiciones de sanación, consuelo y consejo.
El sacerdocio y el liderazgo y los llamamientos de la Iglesia
La Iglesia es dirigida por Jesucristo a través de profetas y apóstoles. Estos líderes son llamados por Dios y ordenados, y se les da la autoridad del sacerdocio para actuar en el nombre del Salvador.
En la antigüedad, Cristo dio a Sus apóstoles esa misma autoridad del sacerdocio, lo que les permitió dirigir Su Iglesia después de que Él ascendió al cielo. Con el tiempo, esa autoridad se perdió cuando las personas rechazaron el Evangelio y los apóstoles murieron.
Mensajeros celestiales restauraron el sacerdocio en 1829 por medio del profeta José Smith, y el Señor estableció nuevamente Su Iglesia con apóstoles y profetas (véase la lección 1).
A nivel local, los obispos y los presidentes de estaca poseen la autoridad del sacerdocio para dirigir las congregaciones de la Iglesia.
Cuando se llama y aparta a hombres o a mujeres para servir en la Iglesia, reciben autoridad de Dios para actuar en sus llamamientos. Esa autoridad se da a los misioneros, líderes, maestros y otras personas hasta que son relevados de sus llamamientos. Se delega bajo la dirección de quienes poseen las llaves del sacerdocio.
La autoridad del sacerdocio solo puede usarse en rectitud (véase Doctrina y Convenios 121:34–46). La autoridad es una confianza sagrada para representar al Salvador y actuar en Su nombre y siempre tiene el propósito de bendecir y servir a los demás.
Sacerdocio Aarónico y Sacerdocio de Melquisedec
En la Iglesia, el sacerdocio abarca el Sacerdocio Aarónico y el Sacerdocio de Melquisedec. Bajo la dirección de quienes poseen las llaves del sacerdocio, se confieren el Sacerdocio Aarónico y de Melquisedec a los miembros de la Iglesia varones que sean dignos. Una vez que se ha conferido el sacerdocio que corresponda, se ordena a la persona a un oficio en ese sacerdocio, como, por ejemplo, al oficio de diácono o de élder. Debe ser ordenado por alguien que tenga la autoridad necesaria.
Cuando un hombre o un hombre joven recibe el sacerdocio, él hace convenio con Dios de cumplir sus deberes sagrados, servir a los demás y ayudar a edificar la Iglesia.
Los hombres jóvenes dignos pueden recibir el Sacerdocio Aarónico y ser ordenados diáconos a partir de enero del año en que cumplen doce años. Pueden ser ordenados maestros en el año en que cumplen catorce años y presbíteros en el año en que cumplen dieciséis. Los conversos varones que tengan la edad necesaria pueden recibir el Sacerdocio Aarónico poco después del bautismo y la confirmación. Los poseedores del Sacerdocio Aarónico administran ordenanzas como la Santa Cena y el bautismo.
Después de servir por un tiempo como presbíteros en el Sacerdocio Aarónico, los hombres dignos que tengan por lo menos dieciocho años de edad pueden recibir el Sacerdocio de Melquisedec y ser ordenados élderes. Los hombres que reciben el Sacerdocio de Melquisedec pueden efectuar ordenanzas del sacerdocio tales como dar bendiciones de sanación y consuelo a familiares y otras personas.
Para obtener información sobre cómo los miembros nuevos reciben el sacerdocio, consulte Manual General, 38.2.9.1.
Los cuórums y las organizaciones de la Iglesia
Los cuórums del sacerdocio. Un cuórum es un grupo organizado de poseedores del sacerdocio. Cada barrio tiene un cuórum de élderes para los hombres adultos. Los cuórums de diáconos, maestros y presbíteros son para los hombres jóvenes.
La Sociedad de Socorro. La Sociedad de Socorro incluye a mujeres de dieciocho años o más. Las miembros de la Sociedad de Socorro fortalecen a las familias, las personas y la comunidad.
Las Mujeres Jóvenes. Las jovencitas se unen a la organización de las Mujeres Jóvenes a partir de enero del año en que cumplen doce años.
La Primaria. Los niños de tres a once años de edad forman parte de la organización de la Primaria.
La Escuela Dominical. Todos los adultos y los jóvenes asisten a la Escuela Dominical, donde se reúnen para estudiar juntos las Escrituras.
Para obtener más información sobre el sacerdocio, consulte Manual General, capítulo 3.
Para más información sobre los cuórums del sacerdocio y las organizaciones de la Iglesia, consulte Manual General, capítulos 8–13.
El matrimonio y la familia
El matrimonio
El matrimonio entre el hombre y la mujer es ordenado por Dios, y es fundamental en Su plan para el progreso eterno de Sus hijos.
La unión del esposo y la esposa en el matrimonio debe ser para ellos la relación terrenal más preciada. Tienen la sagrada responsabilidad de ser leales el uno al otro y ser fieles a su convenio del matrimonio.
El esposo y la esposa son iguales ante los ojos de Dios. Uno no ha de dominar al otro, sino que deben tomar sus decisiones en unidad y amor, con la plena participación de ambos.
Cuando el esposo y la esposa se aman y trabajan juntos, su matrimonio puede ser la fuente de su mayor felicidad, y pueden ayudarse mutuamente y ayudar a sus hijos a progresar hacia la vida eterna.
La familia
Al igual que el matrimonio, la familia es ordenada por Dios y es esencial en Su plan para nuestra felicidad eterna. Hay más probabilidades de que nuestra familia sea feliz si vivimos según las enseñanzas de Jesucristo. El padre y la madre enseñan a sus hijos el Evangelio de Jesucristo y les dan el ejemplo al vivirlo. Las familias nos dan la oportunidad de amarnos y servirnos los unos a los otros.
El padre y la madre deben hacer de su familia su más alta prioridad. El padre y la madre tienen el privilegio y la responsabilidad sagrados de cuidar de los hijos que puedan engendrar o adoptar.
Todas las familias tienen desafíos. Conforme buscamos el apoyo de Dios y guardamos Sus mandamientos, los desafíos familiares pueden ayudarnos a aprender y crecer. A veces, esos desafíos nos ayudan a aprender a arrepentirnos y a perdonar.
Los líderes de la Iglesia han instado a los miembros a llevar a cabo la noche de hogar semanalmente. El padre y la madre aprovechan ese tiempo para enseñar a sus hijos el Evangelio, fortalecer las relaciones familiares y divertirse juntos. Los líderes de la Iglesia también han publicado una proclamación que enseña importantes verdades sobre la familia (véase “La Familia: Una Proclamación para el Mundo”, LaIglesiadeJesucristo.org).
Otras maneras de fortalecer la familia son la oración familiar, el estudio de las Escrituras y la adoración conjunta en la Iglesia. También podemos hacer investigación de historia familiar, recopilar relatos familiares y servir a los demás.
Muchas personas tienen oportunidades limitadas para casarse o mantener relaciones familiares amorosas. Muchos han pasado por el divorcio u otras circunstancias familiares difíciles. Sin embargo, el Evangelio nos bendice individualmente con independencia de nuestra circunstancia familiar y, conforme seamos fieles, Dios proveerá una manera de que tengamos las bendiciones de una familia amorosa, ya sea en esta vida o en la vida venidera.
La obra del templo y de historia familiar por los antepasados que han fallecido
El Padre Celestial ama a todos Sus hijos y desea su salvación y exaltación. Sin embargo, miles de millones de personas han muerto sin haber escuchado el Evangelio de Jesucristo ni haber recibido las ordenanzas salvadoras del Evangelio. Entre esas ordenanzas se encuentran el bautismo, la confirmación, la ordenación al sacerdocio para los varones, la investidura del templo y el matrimonio eterno.
Mediante Su gracia y misericordia, el Señor ha provisto otra manera para que esas personas reciban el Evangelio y sus ordenanzas. En el mundo de los espíritus se predica el Evangelio a aquellos que han muerto sin haberlo recibido (véase Doctrina y Convenios 138). En los templos, podemos efectuar las ordenanzas a favor de nuestros antepasados fallecidos y otras personas. Esas personas fallecidas que están en el mundo de los espíritus pueden entonces aceptar o rechazar el Evangelio y las ordenanzas que se efectúan por ellos.
Antes de que podamos efectuar esas ordenanzas, tenemos que identificar a nuestros antepasados que no las han recibido. Identificar a nuestros familiares para que puedan recibir las ordenanzas es uno de los propósitos centrales de nuestra obra de historia familiar. Cuando encontramos información sobre ellos, la añadimos a la base de datos de la Iglesia en FamilySearch.org. Entonces, nosotros (u otras personas) podemos efectuar ordenanzas por representante en el templo a favor de ellos.
A medida que identificamos a nuestros antepasados y efectuamos las ordenanzas por ellos, nuestra familia puede llegar a estar unida por la eternidad.
Los templos, la investidura, el matrimonio eterno y las familias eternas
Los templos
El templo es la Casa del Señor. Es un lugar sagrado donde podemos hacer convenios con Dios al recibir Sus sagradas ordenanzas. Si guardamos estos convenios, el poder de la divinidad se manifestará en nuestra vida (véase Doctrina y Convenios 84:19–22, 109:22–23).
La investidura
Una de las ordenanzas que recibimos en el templo es la investidura. La palabra investidura significa “don”. Este don de conocimiento y poder proviene de Dios. Durante la investidura, hacemos convenios con Dios que nos unen a Él y a Su Hijo, Jesucristo (véase el capítulo 1).
Los adultos pueden ser elegibles para recibir su propia investidura del templo después de por lo menos un año de ser miembros de la Iglesia. Para obtener más información sobre la investidura, consulte Manual General, 27.2.
El matrimonio eterno y las familias eternas
El plan de felicidad de Dios permite que las relaciones familiares perduren más allá del sepulcro. En el templo podemos casarnos por el tiempo y la eternidad; esto hace posible que las familias estén juntas para siempre.
Después de que las parejas casadas han recibido su investidura del templo, pueden ser selladas o casadas por la eternidad y sus hijos pueden ser sellados a ellos.
Un esposo y una esposa que han sido sellados en el templo deben guardar los convenios que han hecho a fin de recibir las bendiciones del matrimonio eterno.