1990–1999
Los Dones Y Los Regalos
Abril 1993


Los Dones Y Los Regalos

“Brindémosle todo lo que este a nuestro alcance, de la misma manera en que El tan abundantemente nos da.”

El presidente David O. McKay frecuentemente nos sugería la necesidad de olvidarnos por un momento de nuestras agitadas ocupaciones diarias, llenas de cartas para contestar, llamadas para hacer, gente para ver y reuniones para asistir, y tomarnos el tiempo necesario para meditar, reflexionar y pensar profundamente en las verdades eternas y en las fuentes de gozo y felicidad que toda persona busca y desea alcanzar.

Cuando apartamos un tiempo para pensar acerca de eso, las cualidades espirituales reemplazan a la rutina de todos los días y adquirimos una perspectiva diferente que nos brinda inspiración en nuestra vida diaria. Cuando sigo este consejo, pasan por mi mente pensamientos sobre mi familia, experiencias que he pasado con mis amigos y recuerdos de días especiales y noches silenciosas, las cuales me brindan un sentimiento de paz y felicidad.

La época navideña, con su especial significado, llena inevitablemente de lagrimas nuestros ojos, nos inspira a renovar nuestros convenios con Dios y proporciona- según la letra de la hermosa canción “El calvario”-”descanso para el fatigado y paz para el alma”.

Reflexiono sobre los contrastes de la Navidad; los extravagantes regalos, empaquetados con lujo y en forma profesional, cobran su máxima importancia en los famosos catálogos comerciales que tienen en la tapa la leyenda: “Para quien lo tiene todo”. Al mirar uno de esos catálogos, vi una enorme casa de trescientos setenta y dos metros cuadrados de superficie envuelta con una cinta gigantesca y una gran tarjeta que decía: “Feliz Navidad”. Entre los demás artículos había palos de golf con incrustaciones de diamantes para el deportista, un crucero por el Caribe para el viajero y un viaje de lujo a los Alpes Suizos para el aventurero. Todos esos regalos parecen corresponder al tema de un dibujo animado en el que se ve a los Tres Reyes Magos viajar hacia Belén con cajas de regalos sobre los camellos. De pronto, uno dice: “Recuerda lo que te voy a decir”, Baltasar, “con estos regalos vamos a empezar algo que ni nos podemos imaginar”.

Esta también el recordado cuento navideño de 0. Henry acerca de un joven esposo y su mujer que vivían en una pobreza tremenda, pero aun así, deseaban darse un regalo especial el uno al otro. No tenían nada que regalarse, pero el esposo tuvo una gran idea. “Voy a comprarle a mi querida esposa un hermoso broche para el pelo, con el fin de que adorne su hermoso y largo cabello negro. La esposa también tuvo una brillante idea: “Voy a comprar una preciosa cadena para el valioso reloj que mi esposo tiene en tanta estima”.

Finalmente llegó el día de la Navidad y la pareja intercambió sus preciados regalos. Entonces llegó el sorprendente final, tan típico de los cuentos cortos de 0. Henry. La esposa se había cortado el cabello para venderlo y obtener así el dinero necesario para comprar la cadena para el reloj de su esposo, sólo para descubrir que mientras tanto, aquel había vendido el reloj para comprarle un broche para adornar el hermoso cabello largo que ella se había cortado.

En un rincón escondido de mi casa, tengo un pequeño bastón negro con el mango de imitación de plata que alguna vez perteneció a un pariente lejano. ¿Por que lo he guardado por casi sesenta años? Existe una razón especial. Cuando era pequeño participe en una obra de teatro sobre la Navidad en nuestro barrio. Yo tuve el privilegio de representar a uno de los Reyes Magos. Con una bufanda grande de colores en la cabeza, el forro del banco del piano de mi madre sobre los hombros y el bastón negro en la mano, recite mi parte:

“¿Dónde esta el rey de los judíos, que ha nacido? Porque su estrella hemos visto en el oriente, y venimos a adorarle” (Mateo 2:2).

No recuerdo todo el libreto de la presentación; sin embargo, todavía se mantiene vivido en mi mente lo que sentí dentro de mi cuando nosotros tres, “los reyes magos”, miramos hacia arriba y vimos la estrella atravesando el escenario, encontramos a María con el pequeño Jesús, nos. postramos y adoramos al niño. Luego, abrimos nuestros tesoros y le ofrecimos los presentes: “oro, incienso y mirra”.

Especialmente me gustaba el hecho de que no volvimos al perverso Horades para traicionar a Jesús, sino que obedecimos a Dios y tomamos otro camino.

Si bien han transcurrido los años, y los sucesos de una ocupada vida cotidiana han quedado relegados, al tomar el lugar que les corresponde en los escondidos rincones de la memoria, el bastón de Navidad continua ocupando un lugar especial en mi casa, y en mi corazón; es el símbolo de mi cometido hacia Dios.

Dejemos por algunos momentos los catálogos de Navidad describiendo sus exóticos regalos. Mas aun, dejemos a un lado las flores para mama, la corbata especial para papa, la hermosa muñeca, el tren con su estridente silbato, la tan esperada bicicleta, incluso los libros y videos de ciencia ficción, y dirijamos nuestros pensamientos hacia los dones, que son regalos perdurables que Dios nos da. De una larga lista, he elegido cuatro de ellos:

  1. El don del nacimiento.

  2. El don de la paz.

  3. El don del amor.

  4. El don de la vida eterna.

Primero: el don del nacimiento. Este don se nos ha concedido a todos los que venimos a la tierra. Dios nos dio el privilegio divino de dejar nuestro hogar celestial para venir a la tierra a obtener un tabernáculo de carne y huesos, y demostrar, por medio de nuestra vida, nuestra dignidad y aptitud para regresar algún día al reino celestial a vivir nuevamente con El y con las personas que amamos. Nuestros padres nos han otorgado ese maravilloso regalo. Es nuestra, entonces, la responsabilidad de demostrar nuestra gratitud por medio de nuestros hechos.

Mi padre, que trabajaba de tipógrafo, me regaló una copia de algo que el había impreso, que se titulaba: “La carta de un padre”, y que terminaba con este pensamiento:

“Quizás mi esperanza mas grande como padre sea la de tener contigo una relación tal, que cuando llegue el día en que mires por primera vez la carita de tu primer hijo, sientas muy dentro de ti el deseo de ser para el, o para ella, la clase de padre que este ha tratado de ser para ti. Es el cumplido mas grande que un hombre puede recibir. Con cariño, Papa”.

La gratitud hacia nuestra madre por el don del nacimiento es igual y aun mas grande que la que debemos a nuestro padre. Ella, que cuida de nosotros como si fuéramos “un nuevo y delicado capullo de flor humana, recién salido del hogar de Dios para abrirse maravillosamente en todo su esplendor aquí en la tierra”, que se preocupa de todas nuestras necesidades, que consuela nuestro llanto, que mas tarde se regocija en cualquier logro que obtengamos y llora ante nuestros fracasos y desilusiones ocupa un especial lugar de honor en nuestro corazón.

Un pasaje en la tercera epístola de Juan nos dice la forma en la cual podemos expresar a nuestros padres la gratitud que sentimos por el don del nacimiento que ellos nos han dado. “No tengo yo mayor gozo que este, el oír que mis hijos andan en la verdad” (3 Juan 1:4). Caminemos entonces en la verdad, y honremos a quienes nos han dado el don invalorable del nacimiento.

Segundo: el don de la paz. En el ruidoso mundo en que vivimos, el estridente sonido del trafico, el alboroto ensordecedor de las propagandas de la radio y la televisión, el trabajo y otras tareas que constantemente nos piden que hagamos, y no digamos nada de los problemas del mundo, son un constante dolor de cabeza, un sufrimiento y nos quitan la fortaleza para sobrellevarlos. La preocupación de las enfermedades o el dolor de la aflicción que nos causa el fallecimiento de nuestros seres queridos hace que nos arrodillemos buscando la ayuda divina. Al igual que los de la antigüedad, nosotros también nos preguntamos: “¿No hay bálsamo en Galaad?” (Jeremías 8:22). Hay cierta tristeza, incluso desesperanza en la letra de este poema:

No hay vida sin tristeza,

Ni corazón libre de dolor hay;

Aquel que busca verdadero solaz,

En este mundo en vano buscará.

El, quien fue despreciado y desechado por los hombres, le habla a todo corazón atormentado y le concede el don de la paz. “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo” (Juan 14:27).

Por medio de los misioneros el Salvador envió Su palabra por todo el mundo proclamando Su evangelio de buenas nuevas y Su mensaje de paz. Las preguntas que nos inquietan, tales como “¿De dónde vengo?” “¿Cual es el propósito de la vida?” “Adónde iré después de la muerte?”, las contestan Sus siervos escogidos. La frustración se esfuma, las dudas desaparecen y las preguntas dejan de ser un interrogante cuando la verdad la enseñan con valentía, pero con espíritu de humildad, quienes han sido llamados a servir al Príncipe de Paz, el Señor Jesucristo. El nos otorga su don en forma individual: “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entrare a el, y cenare con el, y el conmigo” (Apocalipsis 3:20). La manera de obtener la paz es por medio de la oración diaria. El sentimiento que alberga un corazón, expresado con humildad, en lugar de convertirse en una recitación de palabras simplemente, proporciona la paz que se busca.

En la obra de Shakespeare, Hamlet, el inicuo rey Claudius se arrodilla y trata de orar, pero se levanta decepcionado y dice: “Mis palabras vuelan a lo alto; mis pensamientos quedan en la tierra; palabras sin pensamientos no van al cielo” (William Shakespeare, Obras Completas, pág. 1367).

Alguien que recibió con los brazos abiertos el don de la paz fue Joseph Millet, uno de los primeros misioneros en las Maritime Provinces, Canadá, que aprendió mientras se encontraba allí, y luego por experiencias que tuvo durante los últimos años de su vida, la necesidad de confiar en la ayuda divina. Una de las experiencias que el escribió en su diario intimo es una ilustración hermosa de lo que es una fe sencilla pero extremadamente profunda:

“Uno de mis hijos vino y me dijo que la familia del hermano Newton Hall no tenia pan para comer. Yo no tenia pan ese día. pero puse la harina que teníamos en una bolsa para mandarla a la casa de ese hermano. Fue entonces que llegó el hermano Hall, y yo le pregunte:

“-Hermano Hall, ¿tienen harina?

“-No tenemos nada, hermano Millett.

“-Bueno, hermano, aquí en esta bolsa hay un poco. La dividí entre ustedes y nosotros y estaba a punto de enviársela cuando usted llegó. Sus hijos le dijeron a los míos que se habían quedado sin harina.

“El hermano Hall comenzó a llorar, dijo que les había pedido a otras personas, pero no había conseguido nada. Que entonces se había dirigido al bosque a orar y el Señor le había dicho que fuera a ver a Joseph Millett.

“-Bueno hermano Hall, si el Señor lo envió, usted no necesita devolverme la harina. No me debe absolutamente nada. No tengo palabras para expresarle lo bien que me hace saber que el Señor sabe que existe alguien que se llama Joseph Millett”.

La oración les otorgó el don de la paz a Nelson Hall y a Joseph Millett.

Tercero: el don del amor.

“Maestro, ¿cual es el gran mandamiento en la ley?” preguntó el interprete de la ley a Jesús. A lo que el Señor le contestó sin vacilación:

“Amaras al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente.

“Este es el primero y grande mandamiento.

“Y el segundo es semejante: Amaras a tu prójimo como a ti mismo” (Mateo 22:3ó–39).

En otra ocasión, el Señor enseñó: “El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ese es el que me ama” (Juan 14:21)

Las Escrituras están llenas de ejemplos de la importancia que tiene el amor, y su aplicación en nuestra vida. El Libro de Mormón enseña que “la caridad es el amor puro de Cristo” (Moroni 7:47). El Maestro mismo proporcionó un modelo ideal para que lo siguiéramos. De El se dijo “cómo este anduvo haciendo bienes … porque Dios estaba con el” (Hechos 10:38).

Unas pocas líneas de la letra de la obra musical “The Sound of Music” (La novicia rebelde), indican un curso de acción que todos deberíamos seguir:

Una campana no es campana hasta que la hacen sonar;

Una canción no es canción hasta que se le. oye cantar;

Y. el amor no fue puesto en el corazón para sonar.

Porque el amor no es amor si no lo usamos para amar.

Una parte de nuestra sociedad que esta desesperadamente hambrienta de amor verdadero es la gente que se va haciendo vieja, y en particular los ancianos que sufren de soledad. El viento helado de las esperanzas muertas y sueños idos que nunca mas podrán realizarse sopla amargamente entre las filas de los ancianos y entre aquellos que se acercan al declive de la vida.

“Lo que ellos necesitan en la soledad de los años de la vejez, se puede comparar en parte con lo que necesitamos en los años inciertos de nuestra juventud: el sentimiento de que pertenecemos a alguien o a algo, la seguridad que brinda el sabemos queridos y la bondadosa atención que puede prestamos quien nos ama y no simplemente el cuidado que se nos presta por obligación. Ni tampoco la escueta habitación en un edificio, sino un lugar en el corazón y la vida de alguien.

“Es imposible que les devolvamos el amanecer de los años de la juventud, pero podemos ayudarlos a vivir en el tibio resplandor del atardecer en forma mas hermosa, por medio de nuestra solicitud, nuestro cuidado y especialmente demostrándoles amor sincero”. Esas fueron las palabras que escribió el élder Richard L. Evans hace algunos años.

Hay momentos en que uno se da cuenta de que pasan los años y que también nosotros nos acercamos a la vejez, cuando un joven se lo recuerda. Un cuento del folklore paquistaní ilustra muy bien esta verdad. Dice así:

“Una anciana abuela vivía con su hija y su nieto. A medida que la buena señora se iba debilitando y poniéndose achacosa, en lugar de ser una ayuda en los quehaceres de la casa, se convirtió en una constante preocupación. Rompía platos y tazas, perdía los cuchillos y volcaba el agua. Un día. exasperada porque la anciana mujer había roto un plato de porcelana, la hija mandó al nieto a comprar un plato de madera para la abuela. El niño dudó, el sabia que un plato de madera humillaría a su abuela, pero su madre insistió y no le quedó mas remedio que ir. Cuando volvió, traía consigo dos platos de madera en lugar de uno.

“-Sólo te pedí que compraras uno-le dijo su madre-, ¿es que no me escuchaste?

“-Si-contestó el muchacho-, pero compre otro más para el día en que tu llegues a vieja”.

Muchas veces tenemos la inclinación de esperar toda una vida para expresar amor por la bondad o la ayuda que nos han brindado otras personas tiempo atrás. Fue quizás una experiencia así que inspiró a George Herbert a decir: “Dios, tu que me has dado tanto, te pido que me des una cosa mas: un corazón agradecido”.

El relato habla de un grupo de hombres que conversaban acerca de algunas personas que habían tenido una gran influencia en su vida y por las cuales ellos se sentían sumamente agradecidos. Un hombre pensó en una maestra de la escuela secundaria que le había enseñado la literatura de Tennyson. El decidió escribirle y darle las gracias.

Después de un tiempo, llegó una carta escrita con débiles garabatos:

“Querido Willie:

No puedes imaginarte cuanto significó para mí tu carta. Tengo ya mas de ochenta años, vivo sola en un pequeño cuarto, me hago de comer y soy como la ultima hoja que pende de la rama del árbol. Quizás te interese saber que a pesar de haber enseñado por cincuenta años, tu carta de agradecimiento es la primera que recibo. Llegó en una triste y fría mañana, y alegró mi vida como nada lo había hecho por muchos años”.

Al leer este relato, vino a mi mente un hermoso pensamiento que dice: “El Señor tiene dos hogares: el cielo y un corazón agradecido”.

Mucho se puede decir acerca del don del amor; sin embargo, uno de mis poemas favoritos resume bastante bien este precioso don:

En la noche llore aquí

Por lo corto de vista que fui

Porque no pude ver

La necesidad de otro ser;

Pero nunca me arrepentí

De ser demasiado bueno allí.

Cuarto: el don de la vida, la inmortalidad. El plan de nuestro Padre Celestial contiene la más grande expresión de amor verdadero. Todo lo que es de gran valor para nosotros, incluyendo nuestra familia, nuestros amigos, nuestro gozo, nuestro conocimiento y nuestro testimonio desaparecería si no fueran por nuestro Padre y Su Hijo, nuestro Señor Jesucristo. Entre los pensamientos y escritos mas preciados en este mundo se encuentra la siguiente declaración divina de la verdad:

“Porque de tal manera amo Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en el cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16).

Ese preciado Hijo, nuestro Señor y Salvador, expió por nuestros pecados y por los pecados de toda la humanidad. Aquella memorable noche en Getsemaní, Su sufrimiento fue tan grande, Su angustia tan terrible, que El clamó: “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tu” (Mateo 26:39).

Mas tarde, El murió en la cruz para que nosotros pudiéramos vivir, y hacerlo para siempre, por toda la eternidad. La mañana de la Resurrección fue precedida por el dolor y por el sufrimiento de acuerdo con el plan divino de Dios. Antes de la Pascua de Resurrección tuvo que existir la muerte en la cruz. El mundo no ha sido testigo de un don más grande, ni se ha conocido un amor mas eterno.

Nefi nos dijo cual es nuestra responsabilidad:

“Por tanto, debéis seguir adelante con firmeza en Cristo, teniendo un fulgor perfecto de esperanza y amor por Dios y por todos los hombres … si marcháis adelante, deleitándoos en la palabra de Cristo, y perseveráis hasta el fin, he aquí, así dice el Padre: Tendréis la vida eterna.

“Y ahora bien … esta es la senda; y no hay otro camino, ni nombre dado debajo del cielo por el cual el hombre pueda salvarse en el reino de Dios” (2 Nefi 31:20–21).

Quiero terminar con las palabras de un venerado profeta, el presidente Harold B. Lee: “La vida es un don que Dios otorgó al hombre. Lo que hagamos con nuestra vida será el regalo que nosotros le otorguemos a Dios”.

Brindémosle todo lo que este a nuestro alcance, de la misma manera en que El tan abundantemente nos da; viviendo y amando en la forma en que El y Su Hijo tan pacientemente nos han enseñado. Es mi humilde oración en el nombre de Jesucristo. Amen.