El deber nos llama
“Todos tenemos el deber solemne de honrar el sacerdocio y esforzarnos por traer al Señor muchas y valiosas almas“.
Mis queridos hermanos, es una responsabilidad imponente y, al mismo tiempo un privilegio, cumplir con la asignación de dirigirles la palabra esta noche. El entusiasmo y la expectativa de la conferencia general, incluida la reunión general del sacerdocio, y el participar en ella ya sea personalmente, por satélite o por televisión, nos regocija el corazón.
El Señor ha indicado con claridad cuáles son nuestras responsabilidades y nos ha dado, en la sección 107 de Doctrina y Convenios, un mandato solemne: “Por tanto, aprenda todo varón su deber, así como a obrar con toda diligencia en el oficio al cual fuere nombrado“1.
A veces, el desempeño de un deber, el cumplimiento de un llamamiento divino o la reacción a una inspiración espiritual no nos intimidan. Pero en ocasiones, el cumplir un deber es del todo apabullante,y eso me ocurrió a mí antes de laconferencia general de abril de 1966. Aunque eso ocurrió hace treinta y cinco años, lo recuerdo vívidamente.
Había recibido la asignación de hablar en una de las sesiones de la conferencia, por lo que preparé y me aprendí de memoria el mensaje titulado “Cómo hacer frente a tu Goliat“, el cual se basaba en el relato del famoso enfrentamiento entre David y Goliat de la antigüedad.
Entonces me llamó por teléfono el presidente David O. McKay. La conversación fue más o menos así: “Hermano Monson, le habla el presidente McKay. ¿Cómo se encuentra usted?“.
Respiré profundamente y le contesté: “Estoy muy bien, Presidente, esperando la conferencia“.
“Por eso le llamo, hermano Monson. La sesión del sábado por la mañana se retransmitirá el domingo como el mensaje de Pascua de Resurrección al mundo. Yo hablaré de ese tema y quisiera que usted hablase también de ese mismo particular en esa importante sesión“.
“Naturalmente, Presidente. Lo haré con mucho gusto“.
En aquel instante, comprendí súbitamente la magnitud de lo que habíamos hablado, pues de pronto, “Cómo hacer frente a tu Goliat“ ya no era en realidad apropiado para el mensaje referente a la Resurrección. Vi que tenía que comenzar a prepararme de nuevo y que disponía de muy poco tiempo. En efecto, mi “Goliat“ estaba frente a mí.
Aquella noche, despejé la mesa de la cocina y puse allí mi máquina de escribir, un paquete de papel de carta y, a mi lado, el leal cesto de los papeles para todos los intentos fallidos del comenzar el discurso y que suelen ser parte de esa etapa de la preparación. Comencé hacia las siete de la tarde y no había escrito ni una línea satisfactoria hacia la una de la madrugada. La papelera estaba llena, y mi mente, vacía. ¿Qué iba a hacer? El reloj avanzaba y, ¡a toda velocidad! Entonces, me detuve y elevé una oración.
Poco después, recordé de pronto la tristeza de mis vecinos Mark y Wilma Shumway cuyo hijo menor había fallecido hacía poco, y penséQuizá podría dirigir mi mensaje directamente a ellos y, a la vez, a todos los demás, puesto que, ¿quién no ha perdido a un ser querido y llorado esa muerte?Apenas podía mecanografiar con la rapidez con que los pensamientos acudían a mi mente.
Cuando las primeras luces de la alborada comenzaban a filtrarse por la ventana de la cocina, terminé el discurso. Todavía tenía que aprenderlo y luego pronunciarlo al mundo. Cuánto me costó en aquella ocasión preparar la asignación de un profeta. Sin embargo, nuestro Padre Celestial oyó mi oración. Jamás olvidaré esa experiencia.
Dos importantísimos pasajes de las Escrituras inundaron mi alma al terminar la sesión de la conferencia. Los dos son conocidos para ustedes, hermanos. No tienen fecha de caducidad. Primero, de Nefi de antaño: “Iré y haré lo que el Señor ha mandado, porque sé que él nunca da mandamientos a los hijos de los hombres sin prepararles la vía para que cumplan lo que les ha mandado“2.
El segundo es la promesa que el Señor mismo hace a ustedes y a mí en Doctrina y Convenios: “…iré delante de vuestra faz. Estaré a vuestra diestra y a vuestra siniestra, y mi Espíritu estará en vuestro corazón, y mis ángeles alrededor de vosotros, para sosteneros“3.
Muchos de los que estamos reunidos en esta ocasión poseemos el Sacerdocio de Melquisedec, mientras que otros poseen el Sacerdocio Aarónico. Todos tenemos el deber solemne de honrar el sacerdocio y esforzarnos por traer al Señor muchas y valiosas almas. Recordamos que él dijo: “…el valor de las almas es grande a la vista de Dios“4. ¿Estamoshaciendo todo lo que debemos? ¿Recordamos las palabras del presidente John Taylor: “Si no magnificáis vuestros llamamientos, Dios os hará responsables de aquellos que pudisteis haber salvado si tan sólo hubierais cumplido con vuestro deber“?5.
El deseo de ayudar a otra persona, el ir en busca de la oveja perdida, no siempre dará frutos de inmediato. A veces, el progreso es lento, incluso imperceptible. Tal fue la experiencia que tuvo mi amigo de tantos años, Gill Warner. Hacía poco que le habían llamado a ser obispo cuando Douglas, un miembro de su barrio que servía en el campo misional, transgredió y fue excomulgado de la Iglesia. El padre se sintió muy triste y la madre quedó deshecha de dolor. Poco después, Douglas se mudó a otro estado. Pasaron muchos años, pero el obispo Warner, que para entonces era miembro del sumo consejo, nunca dejó de pensar en qué habría sido de Douglas.
En 1975 asistí a la conferencia de la estaca del hermano Warner y tuvimos la reunión de líderes del sacerdocio temprano el domingo por la mañana. Hablé del sistema disciplinario de la Iglesia y de la necesidad de esforzarnos de todo corazón y con amor por rescatar a los que se hayan extraviado. Gill Warner pidió la palabra y nos contó la historia de Douglas. Al terminar, me preguntó a mí: “¿Tengo la responsabilidad de ayudar a Douglas para que regrese a la Iglesia?“.
Gill me recordó posteriormente que la respuesta que yo le había dado fue directa y categórica: “Como tú fuiste su obispo, pienso que deberías hacer todo lo que pudieses por traerlo de regreso al redil“.
Sin que Gill Warner lo supiera, la semana anterior, la madre de Douglas había ayunado y orado para que alguien ayudase a salvar a su hijo. Gill se enteró de ello cuando, después de la reunión, pensó que debía llamarla y comunicarle su resolución de prestar ayuda.
Gill comenzó la odisea de la redención de Douglas. Se comunicó con él y recordaron viejos y felices tiempos. Le expresó su testimonio, le comunicó su amor y le inspiró confianza. Pero todo marchaba muy lentamente. El desaliento entraba con frecuencia en escena, pero Douglas avanzaba paso a paso. Después de un largo tiempo, las oraciones fueron contestadas, los esfuerzos recompensados y se obtuvo la victoria: Douglas recibió la aprobación para ser bautizado.
Se fijó la fecha para el bautismo y, cuando llegó el día, se reunieron los familiares, y el ex obispo Gill Warner viajó hasta la ciudad donde vivía Douglas y efectuó la ordenanza.
El obispo Warner, con el amor de su corazón y con su sentido de responsabilidad para con un ex presbítero del Sacerdocio Aarónico, del quórum que él había presidido, “emprendió el rescate“, para que ninguno se perdiese.
Hay muchos otros, pero yo he conocido personalmente a tres obispos que, cuando ejercían su cargo en su barrio, tenían un quórum de presbíteros de 48 o más jóvenes, o, en otras palabras, un quórum completo de presbíteros como se define en las Escrituras. Esos tres obispos han sido Alvin R. Dyer, Joseph B. Wirthlin y Alfred B. Smith. ¿Se sintieron ellos agobiados por su tarea? No, en absoluto. Por sus diligentes esfuerzos y con la ayuda de padres solícitos y las bendiciones del Señor, esos obispos guiaron a cada miembro de su respectivo quórum de presbíteros —casi sin excepción— a la ordenación de élder en el Sacerdocio de Melquisedec, al servicio misional y al matrimonio en el templo del Señor. El hermano Dyer y el hermano Smith han fallecido, pero el élder Joseph B. Wirthlin, que es miembro del Quórum de los Doce Apóstoles, está aquí esta noche con nosotros. élder Wirthlin, su servicio y liderazgo para con esos jóvenes, que ya son mayores, no se olvidarán jamás.
Cuando tenía yo doce años de edad, tuve el privilegio de servir de secretario de mi quórum de diáconos. Recuerdo con alegría las muchas asignaciones que los miembros de ese quórum teníamos la oportunidad de llevar a cabo, como el servir la sagrada Santa Cena, el reunir las ofrendas de ayuno cada mes y el cuidar los unos de los otros. Pero la asignación más aterradora para mí tuvo lugar en la sesión de liderazgo de una conferencia de mi barrio. El miembro de la presidencia de estaca que presidía era William F. Perschon, quien llamó a varios oficiales del barrio a dirigir la palabra. Entonces, sin ningún previo aviso, el presidente Perschon se puso de pie y dijo: “En seguida, oiremos a Thomas S. Monson, secretario del quórum de diáconos, que nos dará un informe de su servicio y nos dará su testimonio“. No recuerdo absolutamente nada de lo que dije, pero nunca he olvidado ese episodio.
Hermanos, recuerden la admonición del apóstol Pedro: “…estad siempre preparados para presentar defensa con mansedumbre y reverencia ante todo el que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros“6.
Durante la Segunda Guerra Mundial, siendo yo adolescente, tuve el privilegio de servir como presidente del quórum de maestros. Se me pidió que aprendiera y que luego aplicase el consejo de Doctrina y Convenios, sección 107, versículo 86: “y también el deber del presidente del oficio de los maestros es presidir a… [los] maestros, y sentarse en concilio con ellos, enseñándoles los deberes de su oficio, cual se indican en los convenios“. Procuré hacer lo mejor que pude por obedecer ese deber.
En ese quórum había un joven llamado Fritz Hoerold. Si bien era bajo de estatura era alto en valentía. Poco después de haber cumplido Fritz los diecisiete años, se enroló en la Marina de los Estados Unidos y partió a entrenamiento. Y así se encontró en un gran acorazado en varios y cruentos combates en el Pacífico. Su buque sufrió considerables estragos y muchos marinos resultaron muertos o heridos.
Fritz regresó a casa con licencia después de uno de esos combates y fue a nuestro quórum de maestros. El asesor del quórum le invitó a hablarnos. ¡Ah!, se veía muy apuesto con su uniforme azul de la Marina con sus correspondientes galones de guerra. Recuerdo haber pedido a Fritz que nos dijese algo que considerara de beneficio para nosotros. Con una sonrisa irónica, respondió: “¡Nunca se ofrezcan de voluntarios para nada!“.
Desde aquel tiempo cuando teníamos diecisiete años, no volví a ver a Fritz hasta que, hace algunos años, leí en una revista un artículo referente a aquellos combates navales. Me pregunté si Fritz Hoerold viviría todavía y, si vivía, si residiría en Salt Lake City. Por una llamada telefónica, le localicé y le envié la revista. él y su esposa me expresaron su agradecimiento. Habiéndome enterado de que Fritz todavía no había sido ordenado élder y de que, por lo tanto, nunca había ido al templo, le escribí una carta en la que le instaba a hacerse merecedor de las bendiciones del templo. En dos ocasiones nos encontramos por casualidad en restaurantes. Su querida esposa, Joyce, siempre me decía: “¡Siga animando a mi esposo!“. Y sus hijas hacían eco a la petición de su mamá. Yo seguí alentándolo.
Hace sólo unas semanas, vi en las notas necrológicas del periódico que Joyce, la esposa de Fritz, había fallecido. ¡Cuánto deseé haber logrado mi proyecto particular de llevar a Fritz al templo! Apunté la hora y el lugar del servicio funerario de la hermana Hoerold, cambié la hora de algunos compromisos y fui al funeral. En cuanto me vio, Fritz se dirigió a saludarme. Los dos derramamos unas lágrimas, y me pidió que fuese el último orador.
Cuando me levanté para hablar, miré a Fritz y a su familia y dije: “Fritz, me encuentro aquí hoy en calidad de presidente del quórum de maestros del cual tú yo fuimos miembros una vez“. Especifiqué que él y su familia podrían quedar unidos como familia para siempre mediante las ordenanzas del templo, ordenanzas que me comprometí a oficiar cuando llegase el momento.
Para terminar mi mensaje, conteniendo mis lágrimas de emoción, dije a Fritz, para que oyeran y viesen todos sus familiares y toda la concurrencia: “Fritz, mi querido amigo y compañero de la Marina, tú tienes valentía, tienes determinación. Estuviste dispuesto a dar la vida por tu país en tiempos de peligro. Ahora, Fritz, debes escuchar y seguir la llamada del silbato —’¡Todos a bordo! ¡Levar anclas!’—, para tu jornada a la exaltación. Joyce está allá, esperándote. Sé que tus queridas hijas y tus nietos están orando por ti. Fritz, como tu presidente del quórum de maestros de hace largo tiempo, me esforzaré con todo mi corazón y con toda mi alma por cerciorarme de que no pierdas el barco que te llevará a ti y a tus seres queridos a la gloria celestial“.
Le hice el saludo de la Marina. Fritz se puso de pie y me contestó el saludo.
Hermanos, que cada uno de nosotros sea obediente a la máxima: “Cumple tu deber, eso es lo mejor. Lo demás, déjalo al Señor“, ruego, en el nombre de Jesucristo. Amén.