Ahora es el momento
“Que vivamos de manera tal que, cuando escuchemos la llamada final, no tengamos serios remordimientos ni asuntos pendientes“.
Al estar frente a ustedes esta mañana, mis pensamientos se remontan al tiempo de mi juventud, cuando en la Escuela Dominical cantábamos a menudo el hermoso himno:
Este día de reposo ruego contar con su fe y oraciones mientras respondo a la invitación de dirigirme a ustedes.
Todos nos hemos visto profundamente afectados por los trágicos acontecimientos de ese día funesto, el 11 de septiembre de 2001. Súbitamente, y sin advertencia, una destrucción devastadora sembró muerte a su paso, acabando con la vida de un enorme número de hombres, mujeres y niños. Desvanecidos quedaron los planes bien preparados para futuros agradables, quedando así en su lugar lágrimas de pesar y llanto de dolor de almas heridas.
Innumerables han sido los informes que hemos escuchado durante las últimas tres semanas y media de quienes fueron afectados de alguna manera —ya sea directa o indirectamente— por los acontecimientos de ese día. Me gustaría compartir con ustedes los comentarios de un miembro de la Iglesia, Rebecca Sindar, que se encontraba en un vuelo de Salt Lake City a Dallas, la mañana del martes, 11 de septiembre. El vuelo fue interrumpido, como todos los vuelos que se encontraban en el aire en el momento de las tragedias, y el avión aterrizó en Amarillo, Texas. La hermana Sindar informó: “Todos bajamos del avión, buscamos los televisores del aeropuerto y nos agrupamos frente a ellos para ver la transmisión de lo que había ocurrido. La gente formó filas para llamar a seres queridos y asegurarles que estaban a salvo en tierra. Siempre recordaré los más o menos doce misioneros que iban camino a su campo misional en nuestro vuelo. Ellos hicieron llamadas telefónicas y después los vimos agruparse en un círculo en un rincón del aeropuerto y arrodillarse juntos en oración. ¡Cómo hubiera deseado preservar ese momento para compartirlo con las madres y los padres de esos maravillosos jóvenes que sintieron la necesidad de orar inmediatamente“.
Mis hermanos y hermanas, al final, la muerte llega a toda la humanidad; llega a los ancianos que caminan con paso trémulo; su llamado lo escuchan los que apenas han llegado a alcanzar la mitad de la jornada de la vida, y muchas veces acalla la risa de los niños. La muerte es un hecho del que nadie puede escapar ni negar.
Con frecuencia, la muerte llega como una intrusa; es una enemiga que aparece súbitamente en medio de las festividades de la vida, extinguiendo las luces y la algarabía. La muerte pone su pesada mano sobre nuestros seres queridos y, a veces, suele dejarnos confusos y extrañados. En otras ocasiones, como cuando se trata de prolongados sufrimientos y enfermedades, llega como un ángel de misericordia. Pero casi siempre, la consideramos como la enemiga de la felicidad humana.
Las tinieblas de la muerte siempre se pueden disipar por medio de la luz de la verdad revelada. “Yo soy la resurrección y la vida“, dijo el Maestro, “el que cree en mí, aunque esté muerto vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente“2.
Esa seguridad —sí, incluso esta sagrada confirmación— de que hay vida más allá de la tumba, bien podría proporcionar la paz que el Señor prometió cuando les aseguró a Sus discípulos: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo“3.
De las tinieblas y el horror del Calvario se oyó la voz del Cordero que decía: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu“4. Y las tinieblas se dispersaron, porque él estaba con Su Padre. Había venido de Dios y a él había vuelto. Por tanto, aquellos que andan con Dios en este peregrinaje terrenal saben, por bendita experiencia, que él no abandona a Sus hijos que confían en él. En la noche de muerte, Su presencia será “más clara que la luz y más segura que un camino conocido“5.
Saulo, en camino a Damasco, tuvo una visión del Cristo resucitado y exaltado. Después, ya como Pablo, defensor de la verdad e intrépidomisionero al servicio del Maestro, dio testimonio del Señor resucitado al declarar a los santos de Corinto: “Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras
“…que fue sepultado y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras;
“…apareció a Cefas, y después a los doce.
“Después apareció a más de quinientos hermanos a la vez…
“Después apareció a Jacobo; después a todos los apóstoles;
“y al último de todos… me apareció a mí“6.
En nuestra dispensación, el profeta José Smith dio valerosamente ese mismo testimonio, cuando él y Sidney Rigdon testificaron: “Y ahora, después de los muchos testimonios que se han dado de él, éste es el testimonio, el último de todos, que nosotros damos de él: ¡Que vive!
“Porque lo vimos, sí, a la diestra de Dios; y oímos la voz testificar que él es el Unigénito del Padre;
“que por él, por medio de él y de él los mundos son y fueron creados, y sus habitantes son engendrados hijos e hijas para Dios“7.
ése es el conocimiento que sostiene; ésa es la verdad que consuela; ésa es la seguridad que saca de las tinieblas a la luz a aquellos que se encuentran doblados por el dolor. Está a disposición de todos.
¡Cuán frágil es la vida y cuán inevitable es la muerte! No sabemos cuándo se nos pedirá que dejemos esta existencia mortal, de manera que pregunto: “¿Qué estamos haciendo con el presente? Si vivimos sólo para el mañana, hoy tendremos muchos ayeres vacíos. ¿Hemos dicho alguna vez: “He estado pensando en cambiar el rumbo de mi vida; voy a empezar desde mañana“? Con esa forma de pensar, el mañana es para siempre. Esos mañanas muy pocas veces llegan a menos que hagamos algo al respecto. Como enseña el conocido himno:
Por donde quiera se nos da oportunidad de servir y amor brindar.
No la dejes pasar; ya debes actuar.
Haz algo sin demorar8.
Hagámonos la pregunta: “¿En el mundo he hecho hoy bien? ¿Acaso he hecho hoy algún favor o bien?“ ¡Qué gran fórmula para la felicidad! ¡Qué receta para obtener satisfacción y paz interior: el haber inspirado gratitud en otro ser humano!
Las oportunidades de dar de nosotros mismos son en verdad ilimitadas, pero a la vez son perecederas. Hay corazones que alegrar; palabras bondadosas que decir; regalos que dar; obras que hacer; almas que salvar.
Al recordar que “cuando os halláis al servicio de vuestros semejantes, sólo estáis al servicio de vuestro Dios“9, no nos encontraremos en la nada envidiable situación del fantasma de Jacob Marley, que habló con Ebenezer Scrooge en la inmortal obra de Dickens, “Un cuento de Navidad“[A Christmas Carol]. Marley hablaba con tristeza de las oportunidades perdidas. él dice: “No sabía que cualquier espíritu cristiano que se esfuerza con bondad en su pequeña esfera de acción, sea cual fuere, hallará que su vida mortal es demasiado corta para utilizar todos los medios que tiene de brindar servicio. No sabía que todos los remordimientos del mundo no pueden devolver las oportunidades perdidas en la vida. ¡Así como me sucedió a mí! ¡Oh sí, como me sucedió a mí!“
Marley agregó: “¿Por qué anduve entre las muchedumbres de mis semejantes con los ojos bajos y nunca hice nada para elevarlos a esa bendita estrella que guió a los reyes magos hasta un pobre pesebre? ¿Acaso no había casas pobres a las cuales su luz me hubiese llevado?“
Afortunadamente, como sabemos, Ebenezer Scrooge cambió su vida para mejorar. Me encantan sus palabras: “¡No soy el hombre que fui!10“
¿Por qué es tan popular el relato, “Un cuento de Navidad“? ¿Por qué es siempre nuevo? Personalmente, creo que es inspirado por Dios; saca a relucir lo mejor de la naturaleza humana; brinda esperanza; infunde la motivación para cambiar. Podemos apartarnos de los senderos que nos llevan hacia abajo y, con una canción en el corazón, seguir una estrella y caminar hacia la luz. Podemos acelerar el paso, armarnos de valor y deleitarnos en la luz de la verdad. Podemos escuchar más claramente la risa de los niños; enjugar las lágrimas de los que lloran; consolar a los moribundos con la promesa de la vida eterna. Si levantamos las manos caídas, si llevamos paz a un alma atormentada, si damos como lo hizo el Maestro, podemos —al mostrar el camino— convertirnos en la estrella guiadora para algún marinero perdido.
Por ser la vida frágil y la muerte inevitable, debemos aprovechar cada día al máximo.
Existen muchas formas en las cuales podemos hacer mal uso de nuestras oportunidades. Hace algún tiempo, leí una tierna historia que escribió Louise Dickinson Rich, que ilustra claramente esa verdad. Ella escribió:
“Mi abuela tenía una enemiga, la señora Wilcox. De recién casadas, la abuela y la señora Wilcox se mudaron a casas contiguas de la calle principal del pequeño pueblo en el que habrían de vivir el resto de sus vidas. No sé qué fue lo que empezó la guerra entre ellas, ni pienso que para cuando yo nací, más de treinta años después, ellas tampoco se acordaran. No se trataba de una contienda cortés, sino que era una guerra declarada.
“Nada en el pueblo escapó las repercusiones. La vieja iglesia, con sus 300 años, que había sobrevivido la Revolución, la Guerra Civil y la Guerra Hispano norteamericana, casi se derrumbó cuando la abuela y la señora Wilcox se enfrentaron en la Batalla de la Sociedad de Damas de Caridad. La abuela ganó la pelea, pero fue una victoria superficial. La señora Wilcox, al no poder ser presidenta, renunció enojada. ¿De qué vale estar al mando de algo si es imposible hacerle morder el polvo al oponente? La señora Wilcox ganó la Batalla de la Biblioteca Pública al lograr que su sobrina Gertrude fuera nombrada bibliotecaria en lugar de la tía Phyllis. El día en que Gertrude se hizo cargo, la abuela dejó de leer libros de la biblioteca. De la noche a la mañana, éstos se convirtieron en “cosas inmundas y llenas de gérmenes“. La Batalla de la Escuela Secundaria resultó en un empate. El director consiguió un puesto mejor y se fue antes de que la señora Wilcox lograra hacer que lo despidieran o de que la abuela hiciera que el puesto de él fuese vitalicio.
“De niños, cuando visitábamos a la abuela, parte de la diversión era hacerle muecas a los nietos de la señora Wilcox. Un día memorable, pusimos una culebra en el barril donde ella juntaba agua de lluvia. Mi abuela dio muestras de que desaprobaba, pero nosotros podíamos sentir que secretamente estaba de acuerdo.
“No piensen ni por un segundo que ésa era una campaña unilateral. La señora Wilcox también tenía nietos, y la abuela no escapaba de sus travesuras. Nunca se pasaba un día de lavado, que estuviera airoso, sin que misteriosamente se rompieran los tendederos, haciendo que la ropa cayera al suelo.
“No sé cómo hubiera podido la abuela sobrellevar sus dificultades por tanto tiempo, si no hubiera sido por la página del hogar del periódico de Boston. Esa página del hogar era toda una creación. Además de los habituales consejos culinarios y de limpieza, tenía una sección en la que los lectores se escribían cartas unos a otros. La idea era que si alguien tenía un problema —o sencillamente quería desahogarse— escribía una carta al periódico, firmando con un nombre original, como ’Arbórea’. ése era el seudónimo de la abuela. Entonces, algunas otras de las damas que tenían el mismo problema escribían y le decían lo que habían hecho en un caso así, firmando ellas ’La sabelotodo’, ’La Medusa’, o cualquier otro nombre. “Con frecuencia, después de solucionar el problema, se seguían escribiendo por años unas a otras a través de la columna del periódico, para hablar de los hijos, de los envasados y de los nuevos muebles del comedor. Eso le ocurrió a la abuela. Ella y una señora de seudónimo ’La Gaviota’ mantuvieron correspondencia por casi un cuarto de siglo. ’La Gaviota’ era la mejor amiga de la abuela.
“Cuando yo tenía más o menos dieciséis años, la señora Wilcox falleció. En un pueblo pequeño, no importa cuánto hayas odiado a tu vecina, lo correcto es ir a su casa para ver de qué modo le puedes brindar servicio a los deudos. La abuela, impecable con su delantal de percal para demostrar que tenía en verdad la intención de ayudar en lo que fuera, cruzó el jardín hasta la casa de los Wilcox donde las hijas de éstos le pidieron limpiar la inmaculada sala para el funeral. Allí, en la mesa de la sala, en el lugar de honor, estaba un enorme libro de recuerdos; en él, pegadas cuidadosamente en columnas paralelas estaban las cartas que a lo largo de los años la abuela había escrito a ’La Gaviota’ y las de ésta a ella. Sin que ninguna lo supiera, la peor enemiga de la abuela había sido su mejor amiga. Que yo recuerde, esa fue la única vez que vi llorar a la abuela. En ese momento yo no sabía exactamente por qué lloraba, pero ahora lo sé. Lloraba por todos los años perdidos que nunca se podrían recuperar“.
Mis hermanos y hermanas, ruego que desde hoy en adelante tomemos la determinación de llenar nuestro corazón de amor. Que vayamos la segunda milla con el fin de incluir en nuestra vida a los que se encuentren solos, tristes o que estén sufriendo de alguna forma. Hagámoslos sentir que es bueno vivir y démosles sostén11. Que vivamos de manera tal que, cuando escuchemos la llamada final, no tengamos serios remordimientos ni asuntos pendientes; sino que, en cambio, podamos decir con el apóstol Pablo: “He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe“12. En el nombre de Jesucristo. Amén.