Sión en medio de Babilonia
No tenemos que aceptar las normas, las costumbres ni la moral de Babilonia. Podemos establecer Sión en medio de ella.
El verano pasado mi esposa y yo tuvimos la oportunidad de viajar a San Diego, California, y ver la obra de Shakespeare, Macbeth, en el teatro Old Globe. Vimos dos funciones, ya que a nuestra hija Carolyn le tocó representar a una de las tres brujas de la obra. Por supuesto, nos agradaba mucho verla participar y lo más encantador fue cuando en un momento dramático, dijo las famosas palabras: “Por la picazón de mis dedos adivino que se acerca un malvado…” (William Shakespeare, Obras Selectas, “Macbeth”, Acto Cuarto, escena I, Edimat libros, S. A., Madrid, pág 156).
Cuando lo oí, pensé cuán útil sería tener un sistema de alerta avanzada que nos indicara cuando el mal se acercara y nos preparara para afrontarlo. Tengamos o no un sistema de alerta avanzada, el mal se dirige hacia nosotros.
En otra ocasión, mi esposa y yo conducíamos a campo traviesa de noche y nos acercábamos a una gran ciudad. Tras haber pasado por las colinas y ver las brillantes luces en el horizonte, desperté a mi esposa ligeramente con el codo y le dije: “¡He ahí la ciudad de Babilonia!”.
Desde luego, hoy no hay una ciudad en particular que represente a Babilonia, la cual existió en los tiempos del antiguo Israel, una ciudad que se había vuelto sensual, decadente y corrupta. El edificio principal de la ciudad era un templo erigido a un dios falso, al cual se lo suele llamar Bel o Baal.
Sin embargo, esa sensualidad, corrupción y decadencia, y el adorar dioses falsos, son hechos comunes en muchas ciudades dispersas, grandes y pequeñas, de este planeta. Como ha dicho el Señor: “No buscan al Señor para establecer su justicia, antes todo hombre anda por su propio camino, y en pos de la imagen de su propio dios, cuya imagen es a semejanza del mundo…” (D. y C. 1:16).
Demasiadas personas del mundo han llegado a asemejarse a la Babilonia de antaño al andar por su propio camino e ir en pos de un dios “cuya imagen es a semejanza del mundo”.
Uno de los retos más colosales que afrontaremos será poder vivir en ese mundo y, no obstante, no ser de ese mundo. Tenemos que establecer Sión en medio de Babilonia.
“Sión en medio de Babilonia”. ¡Qué frase tan esplendorosa e incandescente, como una luz que brilla en medio de la oscuridad espiritual! ¡Qué concepto para conservar apegado a nuestro corazón al ver que Babilonia se extiende cada vez más! Vemos Babilonia en nuestras ciudades, vemos Babilonia en nuestras comunidades, vemos Babilonia por doquier.
Y con el avance de Babilonia, tenemos que edificar Sión en su seno. No debemos permitirnos ser sepultados por la cultura en la que vivimos. Rara vez nos damos cuenta de cuánto ésta influye en nosotros dependiendo del lugar y del tiempo en el que vivimos.
En los tiempos del antiguo Israel, el pueblo del Señor era una especie de isla del único Dios verdadero rodeada de un océano de idolatría. Las olas de ese océano se estrellaban incesantemente sobre las costas de Israel. A pesar del mandamiento de que no debían hacer ninguna imagen ni inclinarse ante ella, Israel no lo pudo evitar, influenciado por la cultura del lugar y del tiempo en que vivían. Una y otra vez, a pesar del mandato del Señor, y de lo que Su profeta y sacerdote les decían, Israel fue tras los dioses ajenos y se postró ante ellos y los adoró.
¿Cómo pudo Israel olvidar al Señor, quien los había sacado de Egipto? Recibían la presión constante de lo que era popular en el entorno en el que vivían.
¡Qué insidiosa es la cultura en la que vivimos! Impregna nuestro ambiente, y pensamos que somos razonables y lógicos cuando, con demasiada frecuencia, el ethos nos moldea; lo que los alemanes llaman el zeitgeist, o sea, la cultura del lugar y del tiempo en que vivimos.
Debido a que mi esposa y yo hemos tenido la oportunidad de vivir en diez países diferentes, hemos visto el efecto que el ethos ocasiona en el comportamiento. Las costumbres que son perfectamente aceptables en una cultura son vistas como inaceptables en otra; palabras que son correctas en algunos lugares son consideradas detestables en otros. La gente de cada cultura se mueve dentro de un capullo de satisfacción propia, engañándose a sí misma, totalmente convencida de que su manera de ver las cosas es como éstas son en realidad.
Nuestra cultura tiende a determinar los alimentos que nos gustan, nuestra forma de vestir, lo que constituye el comportamiento educado, los deportes de moda, nuestra música preferida, la importancia de la preparación académica y nuestra actitud con respecto a la honradez. También influye en los hombres en cuanto a la importancia de la diversión o de la religión, influye en las mujeres con respecto a la prioridad de una carrera o de la maternidad, y surte un efecto poderoso en nuestra opinión en cuanto a los temas de la procreación y de la moralidad. Con demasiada frecuencia, somos como títeres manejados con hilos donde nuestra cultura determina lo que es “aceptable”.
Hay, naturalmente, un zeitgeist al cual debemos poner atención, y éste es el ethos del Señor, es decir, la cultura del pueblo de Dios. Como Pedro lo dice: “Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 Pedro 2:9).
Es el ethos de aquellos que guardan los mandamientos del Señor, que caminan por Sus sendas y que “[viven] de toda palabra que sale de la boca de Dios” (D y C 84:44). Si eso nos hace pueblo adquirido por Dios, que así sea.
Mi participación en la construcción del Templo de Manhattan me dio la oportunidad de estar en el templo con frecuencia antes de su dedicación. Era maravilloso sentarse en el salón celestial, ahí, en perfecto silencio, sin un solo sonido que se oyera de las ruidosas calles de Nueva York. ¿Cómo era posible que el templo estuviera tan reverentemente silencioso cuando el bullicio y el ruido de la metrópolis estaban a tan sólo unos cuantos metros?
La respuesta está en la forma en la que se construyó el templo, ya que se construyó dentro de las paredes existentes de un edificio, y las paredes interiores del templo se hallan conectadas a las paredes exteriores sólo en algunos puntos de unión. De esa manera el templo (Sión), delimita los efectos de Babilonia, o sea, del mundo exterior.
Aquí vemos una lección para nosotros. Podemos crear la verdadera Sión entre nosotros, si limitamos la influencia que Babilonia tenga en nuestras vidas.
Aproximadamente 600 años antes de Cristo, cuando Nabucodonosor llegó de Babilonia y conquistó Judá, se llevó cautivo al pueblo del Señor. Ese rey seleccionó a algunos de los jóvenes para darles instrucción y capacitación especiales.
Entre ellos se encontraban Daniel, Ananías, Misael y Azarías. Éstos habían de ser los favorecidos de entre todos los jóvenes que transportaron a Babilonia. Los siervos del rey les ordenaron comer de la carne y beber del vino del soberano.
Debemos entender sin duda la presión que se ejercía sobre esos cuatro jóvenes. El poder de los conquistadores se los había llevado cautivos y se encontraban en casa de un rey que tenía poder para quitarles la vida si se le antojaba. Y aun así… Daniel y sus hermanos rechazaron hacer lo que consideraban incorrecto, sin importar lo que la cultura babilónica indicase que era correcto. Y por su fidelidad y valor, el Señor los bendijo y “les dio conocimiento e inteligencia en todas las letras y ciencias…” (Daniel 1:17).
Descarriados por nuestra cultura, por lo general, casi no reconocemos nuestra idolatría, ya que, al igual que los títeres, nuestros hilos los maneja lo que es popular en la Babilonia del mundo. Ciertamente, como el poeta Wordsworth dijo: “Estamos demasiado inmersos en el mundo” (“The World Is Too Much with Us; Late and Soon”, en The Complete Poetical Works of William Wordsworth, 1924, pág. 353).
En la primera epístola de Juan, leemos:
“Os he escrito a vosotros… porque sois fuertes, y la palabra de Dios permanece en vosotros, y habéis vencido al maligno.
“No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo” (1 Juan 2:14–15).
No tenemos que aceptar las normas, las costumbres ni la moral de Babilonia. Podemos establecer Sión en medio de ella. Podemos tener nuestras propias normas de música, de literatura, de baile, de películas y de lenguaje. Podemos tener nuestras propias normas de vestir y de conducta, de educación y de respeto. Podemos vivir de acuerdo con las leyes morales del Señor. Podemos limitar cuánto de Babilonia dejaremos entrar en nuestro hogar a través de los medios de comunicación.
Podemos vivir como el pueblo de Sión, si así lo deseamos. ¿Será difícil? Claro que sí, dado que las olas de la cultura babilónica se estrellan incesantemente contra nuestras costas. ¿Requerirá de valor? Por supuesto que sí.
Siempre nos hemos extasiado con las historias de valor, de aquellos que afrontaron temibles problemas y vencieron. El valor es la base y el cimiento de todas las demás virtudes; la falta de valor disminuye cualquier otra virtud que tengamos. Si queremos establecer Sión en medio de Babilonia, necesitaremos valor.
¿Se han imaginado alguna vez que, al llegar el momento de la prueba, llevarían a cabo algún acto de valor? Yo sí, cuando era niño. Imaginaba que alguien estaba en peligro, y que, poniendo en peligro mi propia vida, lo salvaba. O que, en alguna peligrosa confrontación con un temible oponente, tenía el valor para vencerlo. ¡Así es nuestra joven imaginación!
Casi setenta años de vida me han enseñado que esas heroicas oportunidades son pocas e infrecuentes, si es que las hay.
Pero las oportunidades para defender lo correcto —cuando la presión es sutil, y cuando incluso nuestros amigos nos animan a ceder ante la idolatría de la época— eso es más frecuente. No habrá un fotógrafo a la mano para grabar nuestro acto de heroísmo, ni habrá un periodista que haga una crónica de ocho columnas para el periódico. Sólo en la tranquila reflexión de nuestra conciencia sabremos que nos hemos enfrentado con la prueba de valor: ¿Sión o Babilonia?
No se engañen; mucho de lo que hay en Babilonia, si acaso no es la mayor parte, es maldad. Y los dedos no nos picarán para advertirnos del mal. Pero llega ola tras ola y se estrellan contra nuestras costas. ¿Será Sión o será Babilonia?
Si Babilonia es la ciudad del mundo, Sión es la ciudad de Dios. El Señor ha dicho de Sión: “Y no se puede edificar a Sión sino de acuerdo con los principios de la ley del reino celestial…” (D. y C. 105:5). Y “…porque ésta es Sión: Los puros de corazón…” (D. y C. 97:21).
Doquier que estemos, sea cual sea la ciudad en la que vivamos, podremos establecer nuestra propia Sión según los principios de la ley del reino celestial y esforzarnos siempre por llegar a ser los puros de corazón. Sión es la hermosa, y el Señor la sostiene en Sus manos. Nuestros hogares pueden ser un refugio y una protección, como lo es Sión.
No tenemos que ser títeres de la cultura del lugar ni de la época. Podemos tener valor, caminar por las sendas del Señor y seguir Sus pasos. Si lo hacemos, seremos llamados Sión, y seremos el pueblo del Señor.
Ruego que seamos fortalecidos y resistamos el ataque de Babilonia y que podamos establecer Sión en nuestros hogares y en nuestras comunidades, en verdad, que podamos tener a “Sión en medio de Babilonia”.
Buscamos Sión porque es la morada de nuestro Señor, quien es Jesucristo, nuestro Salvador y Redentor. En Sión y desde Sión, su luz esplendorosa e incandescente brillará, y Él gobernará por siempre. Testifico que Él vive, que nos ama y nos cuida.
En el nombre de Jesucristo. Amén.