El divorcio
Un buen matrimonio no requiere un hombre o una mujer perfectos; sólo requiere un hombre y una mujer dispuestos a esforzarse juntos por alcanzar la perfección.
Recibí la impresión de hablar sobre el divorcio. Éste es un tema delicado porque provoca emociones muy fuertes en las personas a las que ha afectado de alguna forma. Algunos se ven a sí mismos o a sus seres queridos como víctimas del divorcio, mientras que otros se ven como sus beneficiarios. Algunos ven el divorcio como prueba del fracaso, mientras que otros consideran que es una compuerta esencial para escapar del matrimonio. En una forma u otra, el divorcio afecta a la mayoría de las familias de la Iglesia.
Sea cual fuere su perspectiva, tengan a bien escuchar mientras intento hablar con franqueza sobre los efectos del divorcio en las relaciones familiares eternas que procuramos obtener de acuerdo con el plan del Evangelio. Hablo de ello por preocupación, pero con esperanza.
I.
Vivimos en un mundo en el que el concepto total del matrimonio está en peligro y en el que el divorcio es común.
Muchos han reemplazado el concepto de que la sociedad tiene un fuerte interés en preservar los matrimonios para el bien común, así como para el bien de la pareja y de sus hijos, por la idea de que el matrimonio sólo es una relación privada entre adultos que están de acuerdo y al cual se le puede dar fin cuando cualquiera de los dos así lo desee1.
Las naciones que no tenían leyes de divorcio las han adoptado, y la mayoría de las que permiten el divorcio han hecho que sean más fáciles de obtener. Lamentablemente, según las leyes actuales de divorcio por consentimiento mutuo, puede ser más fácil dar fin a una relación matrimonial con un cónyuge no deseado que dar fin a una relación laboral con un empleado no deseado. Algunos incluso se refieren al primer matrimonio como el “matrimonio inicial”, como una pequeña casa que uno utiliza por un tiempo antes de conseguir una mejor.
El debilitamiento del concepto de que los matrimonios son permanentes y de gran valor tiene consecuencias de gran alcance. Algunos jóvenes rechazan el matrimonio, influenciados por el divorcio de sus padres o por las ideas populares de que el matrimonio es un grillete con cadenas que impide la realización personal. Muchos de los que se casan retienen su dedicación completa, y están prestos para huir cuando se les presenta el primer desafío de carácter serio.
En contraste, los profetas modernos nos han advertido que ver el matrimonio “como un simple contrato que se puede firmar cuando se desee… y romper a la primera dificultad… es un mal que amerita una condenación severa”, especialmente en los casos en los que se hace sufrir a los hijos2.
En la antigüedad, e incluso bajo algunas leyes tribales en algunos países donde ahora contamos con miembros, los hombres tienen el poder de divorciarse de sus esposas por cualquier cosa trivial. El Salvador rechazó este tipo de opresión perversa hacia las mujeres. Él declaró:
“Por la dureza de vuestro corazón Moisés os permitió repudiar a vuestras mujeres; mas al principio no fue así.
“Y yo os digo que cualquiera que repudia a su mujer, salvo por causa de fornicación, y se casa con otra, adultera; y el que se casa con la repudiada, adultera” (Mateo 19:8–9).
El tipo de matrimonio que se requiere para la exaltación, de duración eterna y de calidad divina, no considera el divorcio. En los templos del Señor, las parejas se casan por toda la eternidad; pero algunos matrimonios no progresan hacia ese ideal. A causa de “la dureza de [nuestros] corazones”, el Señor actualmente no hace valer las consecuencias de la norma celestial. Permite que las personas divorciadas se vuelvan a casar sin la mancha de inmoralidad especificada en la ley superior. A menos que un miembro divorciado haya cometido transgresiones graves, él o ella puede reunir los requisitos para obtener una recomendación para el templo en base a las mismas normas de dignidad que se aplican a los otros miembros.
II.
Hay muchos buenos miembros de la Iglesia que se han divorciado. Les hablo primeramente a ellos. Sabemos que muchos de ustedes son víctimas inocentes: miembros cuyos ex cónyuges continuamente faltaron a los convenios sagrados o abandonaron o rehusaron llevar a cabo responsabilidades del matrimonio por largo tiempo. Los miembros que han experimentado este tipo de abuso saben por experiencia propia que hay algo peor que el divorcio.
Cuando un matrimonio está muerto y no tiene esperanza de renacer, es necesario tener un medio para darle fin. Vi ejemplos de ello en las Filipinas. Dos días después de su matrimonio en el templo, un esposo abandonó a su joven esposa y no se ha sabido de él por más de diez años. Una mujer casada huyó y obtuvo el divorcio en otro país, pero su esposo, abandonado, todavía está casado ante la ley filipina. Ya que no hay estipulación para el divorcio en ese país, estas víctimas inocentes del abandono no tienen manera de dar fin a su condición de casados y seguir adelante con su vida.
Sabemos que algunos contemplan su divorcio con remordimiento por su culpa parcial o predominante en la separación. Todos los que han pasado por el divorcio conocen el dolor y la necesidad del poder sanador y de la esperanza que proviene de la Expiación. Ese poder sanador y esa esperanza están al alcance de ellos y también del de sus hijos.
III.
Ahora deseo hablar a los miembros casados, especialmente a aquellos que estén considerando el divorcio.
Encarecidamente les insto a ustedes y a los que los aconsejan que se enfrenten a la realidad de que, para la mayoría de los problemas matrimoniales, el remedio no es el divorcio sino el arrepentimiento. Con frecuencia la causa no es la incompatibilidad, sino el egoísmo; el primer paso no es la separación, sino el cambio. El divorcio no es la solución a todos los problemas y a menudo causa sufrimiento. Un amplio estudio internacional de los niveles de felicidad antes y después de “un acontecimiento importantísimo” descubrió que, por lo general, las personas tienen mucho más éxito en recuperarse tras la muerte de un cónyuge que tras un divorcio3. Los cónyuges que tengan la expectativa de que el divorcio resolverá el conflicto suelen darse cuenta de que lo empeora, puesto que las complejidades que siguen al divorcio, en especial cuando hay niños, generan nuevos conflictos.
Piensen primero en los hijos. Ya que el divorcio separa los intereses de los hijos de los de los padres, los hijos son las primeras víctimas. Los estudiosos de la vida familiar nos dicen que la causa principal del deterioro que existe del bienestar de los hijos es el debilitamiento actual del matrimonio, ya que la inestabilidad familiar disminuye la participación y el interés que los padres invierten en la vida de sus hijos4. Sabemos que los hijos que crecen en un hogar donde sólo hay un padre después del divorcio están bajo mucho mayor riesgo de abusar de las drogas y del alcohol, de estar involucrados en promiscuidad sexual, de no tener un buen rendimiento en la escuela y de ser más susceptibles a ser víctimas de diversos maltratos.
Una pareja que tenga problemas matrimoniales graves debe hablar con su obispo. Como juez del Señor, les dará consejo y quizá también imparta disciplina que lleve a la cura.
Los obispos no aconsejan a los miembros que se divorcien, pero pueden ayudarles con las consecuencias de sus decisiones. De acuerdo con la ley del Señor, un matrimonio, tal como una vida humana, es algo valioso y viviente. Si nuestro cuerpo está enfermo, nos preocupamos por sanarlo; no nos damos por vencidos. Siempre que haya posibilidad de vida, buscamos ser sanados, una y otra vez. El caso debería ser el mismo con nuestro matrimonio, y, si buscamos al Señor, Él nos ayudará y nos sanará.
Los cónyuges santos de los últimos días deben hacer todo lo que esté en sus manos para salvar su matrimonio; deben seguir el consejo de enriquecer el matrimonio que se encuentra en el mensaje de la Primera Presidencia en el ejemplar de abril de 2007 de la revista Liahona5. A fin de evitar la llamada “incompatibilidad”, deben ser mejores amigos el uno del otro, amables y considerados, sensibles a las necesidades del otro, siempre tratando de que el otro sea feliz. Deben ser socios en la administración económica de la familia, trabajando juntos para regular sus deseos de cosas temporales.
Claro que puede haber ocasiones en que uno de los cónyuges falle y el otro quede herido y sienta dolor. Cuando eso suceda, el ofendido debe sopesar las desilusiones actuales con lo bueno del pasado y las perspectivas prometedoras del futuro.
No atesoren los agravios del pasado, procesándolos una y otra vez. En una relación matrimonial, el resentimiento es destructivo; perdonar es divino (véase D. y C. 64:9–10). Supliquen la guía del Espíritu del Señor, a fin de perdonar las ofensas (tal como el presidente Faust nos acaba de enseñar tan hermosamente), superar las faltas y fortalecer su relación.
Si ya están descendiendo al bajo nivel de un matrimonio sólo de nombre, tengan a bien tomarse de la mano, arrodillarse y en oración suplicar la ayuda y el poder sanador de la Expiación. Sus súplicas humildes y en unión los acercarán al Señor y el uno al otro, y les ayudarán en el difícil ascenso de regreso a la armonía matrimonial.
Tengan a bien considerar estas observaciones de un sabio obispo que tenía mucha experiencia en aconsejar a miembros con problemas matrimoniales. Hablando de aquellos que con el tiempo se divorciaron, dijo:
“Casi siempre, toda pareja o persona dijo que reconocía que el divorcio no era algo bueno, pero todos insistieron en que su situación era diferente.
“Casi siempre, se concentraron en la falta del cónyuge y atribuyeron poca responsabilidad a su propio comportamiento. La comunicación se había marchitado.
“Casi siempre, veían hacia atrás, sin estar dispuestos a dejar la carga del comportamiento del pasado a un lado del camino y seguir adelante.
“En algunos de los casos, había pecados graves de por medio, pero la mayoría de las veces, simplemente ‘ya no se amaban’ y decían: ‘Ya no satisface mis necesidades’ o ‘Ha cambiado’.
“A todos les preocupaban las consecuencias para los hijos, pero siempre llegaban a la conclusión de que ‘es peor que nos tengan juntos y que estemos peleando’ ”.
En contraste, las parejas que siguieron el consejo del obispo y permanecieron juntos se convirtieron en matrimonios aún más fuertes. Esa perspectiva se inició con el compromiso mutuo de guardar los mandamientos, de mantenerse activos al asistir a la Iglesia, de leer las Escrituras y orar, y de esforzarse por superar sus faltas. “Reconocieron la importancia y el poder de la Expiación para su cónyuge y para ellos mismos” y “ellos fueron pacientes y siguieron intentándolo una y otra vez”. Cuando las parejas a las que aconsejaba hacían estas cosas, arrepentirse y esforzarse por salvar su matrimonio, este obispo informó que “el ciento por ciento de las veces se lograba una recuperación”.
Aun aquellos que piensen que su cónyuge tenga toda la culpa no deben actuar precipitadamente. Un estudio no encontró “evidencia alguna de que el divorcio o la separación típicamente hiciera que los adultos fueran más felices que si hubieran permanecido en un matrimonio desdichado. Dos de tres adultos en matrimonios desdichados que evitaron el divorcio afirmaron estar felizmente casados cinco años después”6. Una mujer que persistió en un matrimonio intolerable por muchos años hasta que terminó de criar a los hijos, explicó: “Había tres integrantes en nuestro matrimonio: mi esposo y yo, y el Señor. Me dije a mí misma que si dos de nosotros podíamos perseverar, podríamos salvar ese matrimonio”.
El poder de la esperanza que se expresa en estos ejemplos a veces se ve recompensado con el arrepentimiento y el cambio, pero en ocasiones no es así. Las circunstancias personales varían grandemente. No podemos controlar a los demás ni ser responsables de sus decisiones, aun cuando tengan un impacto tan doloroso en nosotros. Estoy seguro de que el Señor ama y bendice a los esposos y a las esposas que con amor intentan ayudar al cónyuge que está luchando con problemas tan profundos como lo son la pornografía u otros comportamientos adictivos, o con consecuencias de abuso infantil a largo plazo.
Sea cual fuere el resultado, e independientemente de cuán difíciles sean sus experiencias, ustedes tienen la promesa de que no se les negarán las bendiciones de relaciones familiares eternas si aman al Señor, guardan Sus mandamientos y simplemente hacen todo lo que esté dentro de sus posibilidades. Cuando el pequeño Jacob sufrió “aflicciones y mucho pesar” como resultado de las acciones de otros miembros de la familia, su padre Lehi le aseguró: “Tú conoces la grandeza de Dios; y él consagrará tus aflicciones para tu provecho” (2 Nefi 2:2). De forma similar, el apóstol Pablo nos aseguró que “a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien” (Romanos 8:28).
IV.
Para concluir, deseo hablar brevemente a los que están pensando en casarse. La mejor manera de evitar divorciarse de un cónyuge infiel, que abusa o que no coopera, es evitar casarse con una persona de este tipo. Si desean casarse bien, averigüen bien. Las relaciones que se basan sólo en “pasar tiempo juntos” o intercambiar información por Internet no son una base suficiente para casarse. Deben salir juntos, seguido de un cortejo prudente, reflexivo y concienzudo. Deben tener suficientes oportunidades para experimentar el comportamiento del posible cónyuge en una variedad de circunstancias. Los prometidos deben aprender todo lo que puedan en cuanto a las familias a las que dentro de poco se unirán por medio del matrimonio. Con todo esto, debemos darnos cuenta de que un buen matrimonio no requiere un hombre o una mujer perfectos; sólo requiere un hombre y una mujer dispuestos a esforzarse juntos por alcanzar la perfección.
El presidente Spencer W. Kimball enseñó: “Dos personas que estén considerando el matrimonio deben darse cuenta de que ese estado legal no garantiza automáticamente la felicidad que tanto esperan, sino que ese convenio significa sacrificarse, compartir y aun renunciar a ciertas libertades personales; significa una larga y ardua economía; significa hijos que traen consigo cargas económicas, de servicio, de cuidado y preocupación; pero también significa la más profunda y dulce de todas las emociones”7.
Por experiencia personal, testifico de la dulzura del matrimonio y de la vida familiar que en la proclamación sobre la familia se describe como fundada en “la solemne responsabilidad [del esposo y de la esposa] de amarse y cuidarse el uno al otro, y también a sus hijos” y “en las enseñanzas del Señor Jesucristo”8. Testifico que Él es nuestro Salvador y oro en Su nombre, rogando por todos los que luchan por obtener las bendiciones supremas de una familia eterna. En el nombre de Jesucristo. Amén.