Limpios de manos y puros de corazón
Nuestro propósito espiritual es superar tanto el pecado como el deseo de pecar, tanto la mancha del pecado como su tiranía.
Tengo gratos recuerdos de mi niñez de cuando mi madre me leía las historias del Libro de Mormón. Era muy hábil para hacer que los episodios de las Escrituras parecieran reales en mi juvenil imaginación y no me cabía duda de que mi madre tenía un testimonio de la veracidad de ese registro sagrado. Recuerdo en forma especial su descripción de la visita del Salvador al continente americano después de Su resurrección y de Sus enseñanzas al pueblo de la tierra de Abundancia. Por medio de la simple constancia de su ejemplo y testimonio, mi madre encendió en mí las primeras llamas de fe en el Salvador y en Su Iglesia de los últimos días. Llegué a saber por mí mismo que el Libro de Mormón es otro testamento de Jesucristo y que contiene la plenitud de Su evangelio eterno (véase D. y C. 27:5).
Hoy me gustaría examinar con ustedes uno de mis relatos favoritos del Libro de Mormón: La aparición del Salvador en el Nuevo Mundo, y analizar Sus enseñanzas a la multitud acerca del poder santificador del Espíritu Santo. Ruego la guía del Espíritu, tanto para mí como para ustedes.
El ministerio del Salvador en el Nuevo Mundo
Durante el ministerio del Salvador en el Nuevo Mundo, que duró tres días, Él enseñó Su doctrina, autorizó a Sus discípulos para efectuar las ordenanzas del sacerdocio, sanó a los enfermos, oró por la gente y con ternura bendijo a los niños. Al acercarse el final del tiempo que el Salvador estaría con el pueblo, resumió en forma concisa los principios fundamentales de Su evangelio.
El dijo: “Y éste es el mandamiento: Arrepentíos, todos vosotros, extremos de la tierra, y venid a mí y sed bautizados en mi nombre, para que seáis santificados por la recepción del Espíritu Santo, a fin de que en el postrer día os presentéis ante mí sin mancha” (3 Nefi 27:20).
Es esencial que comprendamos y apliquemos a nuestra vida los principios básicos que describió el Maestro en este pasaje de las Escrituras. El primero fue el arrepentimiento, es decir, “entreg[ar] [el] corazón y [la] voluntad a Dios… abandonando el pecado” (Guía para el Estudio de las Escrituras, pág. 19, “Arrepentimiento”). Al buscar y recibir en forma apropiada el don espiritual de la fe en el Redentor, recurrimos a los méritos, la misericordia y la gracia del Santo Mesías y confiamos en ellos (véase 2 Nefi 2:8). El arrepentimiento es el dulce fruto que se recibe por la fe en el Salvador e implica volcarnos a Dios y alejarnos del pecado.
A continuación, el Señor resucitado explicó la importancia de venir a Él. La multitud se congregó en el templo y se les invitó, en forma literal, a venir al Salvador “uno por uno” (3 Nefi 11:15) a palpar las marcas de los clavos en las manos y en los pies del Maestro y meter las manos en Su costado. Todos los que tuvieron esa experiencia “supieron con certeza, y dieron testimonio de que era él” (versículo 15), Jesucristo mismo, el que había venido.
El Salvador también enseñó al pueblo a venir a Él por medio de convenios sagrados y les recordó que eran “los hijos del convenio” (3 Nefi 20:26). Recalcó la importancia eterna de las ordenanzas del bautismo (véase 3 Nefi 11:19–39) y del recibir el Espíritu Santo (véase 3 Nefi 11:35–36; 12:6; 18:36–38). De igual forma, se nos amonesta, a ustedes y a mí, a volvernos a Cristo, aprender de Él y venir a Él por medio de los convenios y las ordenanzas de Su evangelio restaurado. Al hacerlo, con el tiempo y al final, llegaremos a conocerlo (véase Juan 17:3) “en su propio tiempo y a su propia manera, y de acuerdo con su propia voluntad” (D. y C. 88:68), como lo hizo el pueblo de la tierra de Abundancia.
El arrepentirse y venir a Cristo por medio de los convenios y las ordenanzas de salvación son los requisitos y la preparación para ser santificados mediante la recepción del Espíritu Santo y presentarnos sin mancha ante Dios en el postrer día. Ahora quisiera que concentráramos nuestra atención en la influencia santificadora que el Espíritu Santo puede ser en nuestra vida.
Nuestra jornada espiritual
La puerta del bautismo conduce al estrecho y angosto camino y a la meta de despojarnos del hombre natural y llegar a ser santos mediante la expiación de Cristo, el Señor (véase Mosíah 3:19). El propósito de nuestra jornada terrenal no es simplemente ver los paisajes de la tierra o utilizar el tiempo que se nos adjudicó con fines egoístas, sino más bien “[andar] en vida nueva” (Romanos 6:4), ser santificados al entregar nuestro corazón a Dios (véase Helamán 3:35), y obtener “la mente de Cristo” (1 Corintios 2:16).
Se nos manda y se nos enseña a vivir de manera tal que nuestro estado caído cambie por medio del poder santificador del Espíritu Santo. El presidente Marion G. Romney enseñó que el bautismo de fuego por el Espíritu Santo “nos cambia de lo carnal a lo espiritual; limpia, sana y purifica el alma… La fe en el Señor Jesucristo, el arrepentimiento y el bautismo de agua son todos elementos preliminares y requisitos del mismo, pero [el bautismo de fuego] es la culminación. El recibir [este bautismo de fuego] significa que nuestros vestidos son lavados en la sangre expiatoria de Jesucristo” (véase Learning for the Eternities, comp. George J. Romney, 1977, pág. 133; véase también 3 Nefi 27:19–20).
Por lo tanto, al nacer de nuevo y procurar tener siempre Su Espíritu con nosotros, el Espíritu Santo santifica y refina nuestra alma como si fuese por fuego (véase 2 Nefi 31:13–14, 17); y finalmente, nos hallaremos sin mancha ante Dios.
El evangelio de Jesucristo abarca mucho más que evitar, vencer y ser limpios del pecado y de las malas influencias de nuestra vida; también conlleva, fundamentalmente, hacer el bien, ser buenos y llegar a ser mejores. Arrepentirnos de nuestros pecados y pedir perdón son cosas espiritualmente necesarias, y siempre debemos hacerlas, pero la remisión de los pecados no es ni el único ni aun el más importante propósito del Evangelio. El que nuestro corazón cambie por medio del Espíritu Santo al punto de “ya no ten[er] más disposición a obrar mal, sino a hacer lo bueno continuamente” (Mosíah 5:2), como tenía el pueblo del rey Benjamín, es la responsabilidad que hemos aceptado bajo convenio. Este potente cambio no es sólo el resultado de esforzarnos con más ahínco o de lograr mayor disciplina individual; más bien, es la consecuencia de un cambio radical en nuestros deseos, motivos y naturaleza, que se logra por medio de la expiación de Cristo el Señor. Nuestro propósito espiritual es superar tanto el pecado como el deseo de pecar, tanto la mancha del pecado como su tiranía.
A través de las edades, los profetas han recalcado los dos requisitos: (1) evitar y vencer el mal, y (2) hacer el bien y llegar a ser mejores. Consideremos la profunda pregunta que hizo el salmista:
“¿Quién subirá al monte de Jehová? ¿Y quién estará en su lugar santo?
“El limpio de manos y puro de corazón; El que no ha elevado su alma a cosas vanas, Ni jurado con engaño” (Salmos 24:3–4).
Hermanos y hermanas, es posible ser limpios de manos y no ser puros de corazón. Tengan en cuenta que tanto las manos limpias como el corazón puro son necesarios para subir al monte de Jehová y estar en Su lugar santo.
Permítanme sugerir que las manos se limpian mediante el proceso de despojarnos del hombre natural y de vencer el pecado y las malas influencias de nuestra vida por medio de la expiación del Salvador. El corazón se purifica al recibir Su poder fortalecedor para hacer el bien y llegar a ser mejores. Todos nuestros deseos dignos y buenas obras, aunque son muy necesarios, no producen manos limpias y un corazón puro. La expiación de Jesucristo es la que proporciona tanto el poder limpiador y redentor que nos ayuda a vencer el pecado como el poder santificador y fortalecedor que nos ayuda a ser mejores de lo que seríamos si dependiésemos sólo de nuestra propia fuerza. La expiación infinita es tanto para el pecador como para el santo que cada uno de nosotros lleva en su interior.
En el Libro de Mormón encontramos las supremas enseñanzas del rey Benjamín en cuanto a la misión y a la expiación de Jesucristo. La sencilla doctrina que enseñó hizo que la gente cayera a tierra porque el temor del Señor había venido sobre ellos. “Y se habían visto a sí mismos en su propio estado carnal, aún menos que el polvo de la tierra. Y todos a una voz clamaron, diciendo: ¡Oh, ten misericordia y aplica la sangre expiatoria de Cristo para que recibamos el perdón de nuestros pecados y sean purificados nuestros corazones; porque creemos en Jesucristo, el Hijo de Dios, que creó el cielo y la tierra y todas las cosas; el cual bajará entre los hijos de los hombres!” (Mosíah 4:2; cursiva agregada).
Una vez más, en este versículo encontramos la doble bendición del perdón del pecado, que sugiere manos limpias, y la transformación de nuestra naturaleza, lo que significa un corazón puro.
Al terminar sus enseñanzas, el rey Benjamín reiteró la importancia de esos dos aspectos básicos del crecimiento espiritual.
“Y ahora bien, por causa de estas cosas que os he hablado —es decir, a fin de retener la remisión de vuestros pecados de día en día, para que andéis sin culpa ante Dios—, quisiera que de vuestros bienes dieseis al pobre” (Mosíah 4:26, cursiva agregada).
Nuestro deseo sincero debería ser que fuésemos tanto limpios de manos como puros de corazón, y tener tanto la remisión de los pecados de día en día como andar sin culpa ante Dios. El sólo ser limpios de manos no será suficiente cuando nos hallemos ante Aquel que es puro y que, como “cordero sin mancha y sin contaminación” (1 Pedro 1:19), libremente derramó Su preciada sangre por nosotros.
Línea por línea
Algunos de los que oigan o lean este mensaje pensarán que durante su vida no obtendrán el progreso espiritual que describo. Tal vez pensemos que estas verdades se aplican a los demás, pero no a nosotros.
En esta vida no alcanzaremos un estado de perfección, pero podemos y debemos seguir adelante con fe en Cristo por el estrecho y angosto camino y progresar en forma constante hacia nuestro destino eterno. El modelo del Señor para el progreso espiritual es “línea por línea, precepto por precepto, un poco aquí y un poco allí” (2 Nefi 28:30). Las mejoras espirituales pequeñas, constantes y progresivas, son los pasos que el Señor quiere que tomemos. El prepararnos para andar sin culpa ante Dios es uno de los propósitos principales de la vida terrenal y la búsqueda de toda una vida; no se obtiene como resultado de períodos esporádicos de intensa actividad espiritual.
Testifico que el Salvador nos fortalecerá y nos ayudará a progresar en forma continua y paulatina. El ejemplo del Libro de Mormón de que “muchos, muchísimos” (Alma 13:12) miembros de la Iglesia de la antigüedad eran puros y sin mancha ante Dios es una fuente de aliento y consuelo para mí. Me imagino que esos miembros de la Iglesia antigua eran hombres y mujeres comunes y corrientes como ustedes y yo. Esas personas no podían ver el pecado sino con repugnancia, y “fueron purificados y entraron en el reposo del Señor su Dios” (versículo 12). Esos principios y ese proceso de progreso espiritual se aplican siempre a todos y a cada uno de nosotros por igual.
La invitación final de Moroni
El requisito de despojarse del hombre natural y hacerse santo, de evitar y de vencer el mal, de hacer el bien y mejorar, de ser limpios de manos y puros de corazón, es un tema que se repite a lo largo de todo el Libro de Mormón. De hecho, la invitación final de Moroni en la última parte del libro es un resumen de ese tema:
“Sí, venid a Cristo, y perfeccionaos en él, y absteneos de toda impiedad, y si os abstenéis de toda impiedad, y amáis a Dios con toda vuestra alma, mente y fuerza, entonces su gracia os es suficiente, para que por su gracia seáis perfectos en Cristo; y si por la gracia de Dios sois perfectos en Cristo, de ningún modo podréis negar el poder de Dios.
“Y además, si por la gracia de Dios sois perfectos en Cristo y no negáis su poder, entonces sois santificados en Cristo por la gracia de Dios, mediante el derramamiento de la sangre de Cristo, que está en el convenio del Padre para la remisión de vuestros pecados, a fin de que lleguéis a ser santos, sin mancha” (Moroni 10:32–33, cursiva agregada).
Es mi deseo que ustedes y yo nos arrepintamos con sinceridad de corazón y realmente vengamos a Cristo. Ruego que por medio de la expiación del Salvador procuremos ser limpios de manos y puros de corazón, y que lleguemos a ser santos, sin mancha. Testifico que Jesucristo es el Hijo del Padre Eterno y nuestro Salvador. Aquel que es sin mancha nos redime del pecado y nos fortalece para hacer el bien y llegar a ser mejores. De ello testifico en el sagrado nombre de Jesucristo. Amén.