El poder de la divinidad se manifiesta en los templos de Dios
El poder de la divinidad se manifiesta a todos los hombres que… llegan a hacer convenios sagrados con nuestro Padre Celestial.
Mis queridos hermanos y hermanas, una de las cosas por la que estoy muy agradecido con mi Padre Celestial es por la oportunidad que tuve de trabajar por 15 años como registrador del Templo de la Ciudad de México. En ese sagrado lugar, como en todos los demás templos, se realizan ordenanzas a favor de vivos y muertos por el poder del sacerdocio. En 1832, el profeta José Smith recibió una revelación sobre el sacerdocio:
“Y este sacerdocio mayor administra el evangelio y posee la llave de los misterios del reino, sí, la llave del conocimiento de Dios.
“Así que, en sus ordenanzas se manifiesta el poder de la divinidad” (D. y C. 84:19–20).
He tenido maravillosas experiencias dentro de las paredes del templo que así lo verifican.
En 1993, después de servir como presidente de la Misión México Tuxtla Gutiérrez, viajábamos como familia para visitar a mis padres que vivían en el norte de México. Durante el viaje, hablamos sobre el gozo de servir al Señor y de ver el cambio en las personas que habían aceptado el Evangelio durante los 3 años que estuvimos en la misión. Comentábamos sobre aquellas personas que se habían bautizado, confirmado y que habían recibido el sacerdocio, y sobre aquellas que supimos que habían entrado en el templo y había sido selladas como familias por la eternidad.
Mi hijo más pequeño hizo una pregunta que me hizo reflexionar: “¿Papá, tú estás sellado a tus padres?”. Le dije que, debido a que mi padre había estado menos activo por algunos años, él y mi madre no habían sido sellados en el templo. Entonces, a fin de ayudar a mi padre a activarse, ideé un plan, en el que haría participar a mis hijos. Les expliqué lo que harían. Cada domingo mi padre se levantaba temprano para llevar a mi madre y a mi hermana a la Iglesia, entonces regresaba a casa, esperaba a que finalizaran los servicios y luego regresaba a buscarlas. Así que les pedí a mis hijos que fueran y le preguntaran: “¿Abuelito, nos harías un favor?”. Yo sabía que su respuesta sería: “Lo que ustedes quieran, mis hijos”. Entonces ellos le pedirían que los acompañara a la Iglesia y se quedara con ellos a fin de escuchar sus testimonios. Sería el primer domingo del mes. También sabía que mi padre pondría alguna excusa para no ir, así que yo entraría a auxiliar a mis hijos para convencerlo. Llegó el tiempo de llevar a cabo el plan. Mi hija, Susana, se acercó a mi padre y le pidió el favor. Sin dudarlo, mi padre le dijo que haría lo que fuera por ellos. Entonces le hizo la invitación para ir a la Iglesia y, tal como lo habíamos previsto, vino la excusa: “No puedo porque aún no me he bañado”. Fue cuando yo, que estaba detrás de la puerta con mi esposa, grité: “Te esperamos”. Como vimos que no se decidía, mi esposa y yo entramos al cuarto y junto a nuestros hijos, comenzamos a insistir: “¡Qué se bañe! ¡Qué se bañe!”. Entonces sucedió lo esperado. Mi padre nos acompañó, se quedó a los servicios, escuchó los testimonios de mis hijos, su corazón fue enternecido, y desde ese domingo en adelante nunca más faltó a la Iglesia. Meses más tarde, a la edad de 78 años, él y mi madre fueron sellados y nosotros, sus hijos, fuimos sellados a ellos.
Sé que gracias al poder de la divinidad que se manifiesta en las ordenanzas del templo puedo reunirme con mis padres por toda la eternidad, aún después de la muerte.
Muchas veces no comprendemos el significado de las ordenanzas del templo en su plenitud sino hasta después de que pasamos por aflicciones o experiencias que pudieran ser muy tristes sin el conocimiento del plan de salvación.
Cuando mi esposa y yo teníamos tan solo un año y medio de casados, ella estaba esperando a nuestro primer bebé. Habíamos decidido que lo tendría en las Colonias de Chihuahua, donde ella había nacido. En ese tiempo, yo trabajaba en la Ciudad de México y decidimos que ella se iría un mes antes de la fecha del parto, y después yo me reuniría con ella. Entonces llegó la fecha del parto. Yo me encontraba trabajando cuando recibí una llamada de mi suegro. La noticia era buena: “Octaviano, tu esposa ha dado a luz y ahora tienen una pequeña hija, que es hermosa”. Entonces, en mi felicidad, comencé a anunciarlo a mis amigos y compañeros de trabajo, quienes a su vez me pidieron chocolates para celebrar el nacimiento de mi pequeña. Al día siguiente, comencé a repartir chocolates por los cuatro pisos de las oficinas. Cuando iba en el segundo piso, recibí otra llamada de mi suegro. Esta vez la noticia fue diferente: “Octaviano, tú esposa está bien, pero tu hija ha fallecido. El funeral será hoy y no tienes tiempo de llegar. ¿Qué vas a hacer?”. Pedí hablar con Rosa, mi esposa, y le pregunté si se encontraba bien. Ella respondió que estaba bien dependiendo de cómo yo me sintiera. Entonces hablamos acerca del plan de salvación, y recordamos este pasaje de las Escrituras:
“Y también vi que todos los niños que mueren antes de llegar a la edad de responsabilidad se salvan en el reino de los cielos” (D. y C. 137:10).
Le pregunté: “¿Crees en eso?”. Y me dijo: “Sí, lo creo”. Entonces le dije: “En ese caso, debemos estar felices. Te amo y, si tú estás de acuerdo, tomaré mis vacaciones en dos semanas, pasaremos tiempo juntos y regresaremos juntos a la Ciudad de México”. Sabíamos que algún día nos reuniríamos con nuestra hija puesto que estamos sellados en el templo por el poder del sacerdocio. Terminamos la llamada y continué repartiendo chocolates en las oficinas.
Al ver lo que hacía, uno de mis compañeros de trabajo me preguntó sorprendido cómo es que podía hacer eso después de haber recibido tan terrible noticia. Le contesté: “Si tienes tres horas de tu tiempo, te puedo explicar por qué es que no me siento tan triste y qué ocurre después de la muerte”. No tuvo tres horas en ese momento, pero tuvo tiempo después; y terminamos hablando por cuatro horas. Él aceptó el Evangelio y, junto a su madre y un hermano, fue bautizado en la Iglesia después de escuchar las lecciones.
Sé que gracias al poder de la divinidad que se manifiesta en las ordenanzas del templo podré conocer a mi hija, abrazarla y estaremos con ella por la eternidad, del mismo modo que ahora estamos con los tres hijos que tenemos vivos.
Me regocijo en las palabras de Malaquías:
“He aquí, yo os envío el profeta Elías, antes que venga el día de Jehová, grande y terrible.
“El hará volver el corazón de los padres hacia los hijos, y el corazón de los hijos hacia los padres, no sea que yo venga y hiera la tierra con maldición” (Malaquías 4:5–6).
Este sacerdocio hace posible que las familias sean eternas. Me permite, como hijo, volver mi corazón hacia mi padre, quién falleció el año pasado, y permanecer tranquilo con la esperanza que me da mi Salvador, de que lo veré nuevamente. Este sacerdocio me permite, como padre, volver mi corazón hacia nuestros dos hijos que murieron pequeños y permanecer tranquilo con la esperanza que me da mi Salvador de que los conoceré y ellos sabrán que fui su padre terrenal, mientras los miro a los ojos y les digo que los amo. Es este sacerdocio el que me ha permitido ver dentro de la santidad del templo, cómo el poder de la divinidad se manifiesta a todos los hombres que, con fe en Cristo, arrepentidos de sus pecados y con un deseo ferviente de buscar la felicidad, llegan a hacer convenios sagrados con nuestro Padre Celestial y a recibir Sus santas ordenanzas, que son atadas tanto en la tierra así como en el cielo.
Amo la obra del templo. Yo sé que Dios vive, que Jesucristo es mi Salvador y que el presidente Gordon B. Hinckley es un profeta verdadero. En el nombre de Jesucristo. Amén.