2000–2009
¡Oh recordad, recordad!
Octubre 2007


2:3

¡Oh recordad, recordad!

“¡Oh recordad, recordad!” suplicaban a menudo los profetas del Libro de Mormón1. Mi punto es instarles a buscar formas de reconocer y recordar la bondad de Dios.

Me sentí agradecido al coro por su transmisión de esta mañana, que se centró en el Salvador y me complació ver la letra de una de las canciones que cantaron, “El Cristo es”, que el presidente James E. Faust escribió. Al sentarme al lado del hermano Newell, me acerqué y le pregunté: “¿Cómo se encuentran sus hijos?”. Me respondió: “Cuando el presidente Faust se sentaba en esa silla, eso era lo que él siempre preguntaba”. No me sorprende, ya que el presidente Faust era siempre el ejemplo perfecto del discípulo que se describió en el programa de Música y Palabras de Inspiración el día de hoy. Al ir creciendo, siempre pensé que así era, yo deseaba ser como el presidente Faust y posiblemente todavía haya tiempo.

Cuando nuestros hijos eran muy pequeños, comencé a apuntar algunas cosas que ocurrían diariamente. Les voy a contar cómo comencé: Una noche llegué a casa tarde después de cumplir una asignación de la Iglesia, ya estaba oscuro, y mi suegro, que vivía cerca, me sorprendió cuando yo me dirigía a la puerta de la casa. Él cargaba unos tubos sobre el hombro, caminaba de prisa y llevaba puesta la ropa de trabajo. Yo sabía que había estado instalando un sistema para bombear agua desde el río hasta nuestra propiedad.

Se sonrió, habló suavemente y después desapareció rápidamente entre la oscuridad para continuar su trabajo. Avancé hacia la casa pensando en lo que hacía por nosotros y, en cuanto llegué a la puerta, escuché mentalmente, y no con mi propia voz, estas palabras: “No te doy estas experiencias sólo para ti, escríbelas”.

Entré en la casa, pero no me acosté aunque estaba cansado. Saqué unas hojas de papel y empecé a escribir, y al hacerlo, comprendí el mensaje que había escuchado. Yo debía anotarlo para que mis hijos leyeran en el futuro cómo yo había visto la mano de Dios bendecir a nuestra familia. El abuelo no tenía que hacer lo que hacía por nosotros, podría haberle pedido a alguien más que lo hiciera o simplemente no haberlo hecho, pero servía a su familia, tal como los discípulos comprometidos de Jesucristo siempre lo hacen. Yo sabía que eso era verdad, así que lo escribí para que mis hijos lo recordaran algún día cuando lo necesitaran.

Por años escribí diariamente varias líneas. Nunca dejé pasar un día por más cansado que estuviera o por cuan temprano tuviera que levantarme al otro día. Antes de escribir, meditaba en esta pregunta: “¿Hoy he visto la mano de Dios bendecirnos a nosotros, a nuestros hijos o a nuestra familia?”. Al seguirlo haciendo, algo comenzó a suceder. Al repasar mentalmente el día, me percataba de lo que Dios había hecho por alguno de nosotros y no lo había reconocido en los momentos del día en los que estaba ocupado. Cuando eso ocurría, y pasaba a menudo, comprendí que el tratar de recordar había permitido que Dios me mostrara lo que Él había hecho.

En mi corazón comenzó a crecer algo más que la gratitud, creció también el testimonio. Tuve una creciente certeza de que nuestro Padre Celestial escucha y contesta nuestras oraciones, sentí más gratitud por el enternecimiento y refinamiento, que son el resultado de la expiación del Salvador Jesucristo, y llegué a sentir más confianza en que el Espíritu Santo puede hacernos recordar todas las cosas, aun las que no hayamos notado o no hayamos puesto atención cuando ocurrieron.

Los años han pasado, y mis niños ya son hombres, y de vez en cuando uno de ellos me sorprende al decir: “Papá, leí en mi copia del diario acerca del día en el que…”, y luego me relata que la lectura de lo que ocurrió hace mucho le ayudó a reconocer lo que Dios había hecho en su día.

Mi punto es instarles a buscar formas de reconocer y recordar la bondad de Dios porque eso edificará nuestro testimonio. Tal vez no lleven un diario ni compartan sus registros con las personas a las que aman y sirven, pero ustedes y ellos serán bendecidos al recordar lo que el Señor ha hecho. Recuerdan esa canción que a veces cantamos: “Bendiciones, cuenta y verás cuántas bendiciones de Jesús tendrás”2.

No será fácil recordar. Al vivir como lo hacemos, con un velo sobre los ojos, no recordamos cómo era vivir con nuestro Padre Celestial y Su Amado Hijo Jesucristo en el mundo preterrenal; tampoco logramos apreciar sólo con el razonamiento ni con los ojos naturales la mano de Dios en nuestra vida; para eso se requiere el Espíritu Santo, y no es fácil ser merecedor de Su compañía en un mundo inicuo.

Por eso el olvidarse de Dios ha sido un problema tan constante entre Sus hijos desde los comienzos del mundo. Piensen en la época de Moisés, cuando Dios mandó maná y de maneras milagrosas y visibles guió y protegió a Sus hijos; y sin embargo, el profeta advirtió a los que habían sido tan bendecidos, tal como siempre lo han hecho los profetas y siempre lo harán: “…guárdate, y guarda tu alma con diligencia, para que no te olvides de las cosas que tus ojos han visto, ni se aparten de tu corazón todos los días de tu vida”3.

Y el desafío de recordar siempre ha sido el más difícil para los que han recibido bendiciones abundantemente. Los que son fieles a Dios son protegidos y prosperan como resultado de servir a Dios y guardar Sus mandamientos. No obstante, a esas bendiciones les acompaña la tentación de olvidar su origen, y es fácil comenzar a sentir que no las otorgó un Dios amoroso, del cual dependemos, sino de nuestro propio poder. Los profetas han repetido una y otra vez esta lamentación:

“Y así podemos ver cuán falso e inconstante es el corazón de los hijos de los hombres; sí, podemos ver que el Señor en su grande e infinita bondad bendice y hace prosperar a aquellos que en él ponen su confianza.

“Sí, y podemos ver que es precisamente en la ocasión en que hace prosperar a su pueblo, sí, en el aumento de sus campos, sus hatos y sus rebaños, y en oro, en plata y en toda clase de objetos preciosos de todo género y arte; preservando sus vidas y librándolos de las manos de sus enemigos; ablandando el corazón de sus enemigos para que no les declaren guerras; sí, y en una palabra, haciendo todas las cosas para el bienestar y felicidad de su pueblo; sí, entonces es la ocasión en que endurecen sus corazones, y se olvidan del Señor su Dios, y huellan con los pies al Santo; sí, y esto a causa de su comodidad y su extrema prosperidad”.

Y el profeta continúa:

“¡Sí, cuán prestos están para ensalzarse en el orgullo; sí, cuán prestos para jactarse y cometer toda clase de aquello que es iniquidad; y cuán lentos son en acordarse del Señor su Dios y en dar oído a sus consejos; sí, cuán lentos son en andar por las vías de la prudencia!”4.

Lamentablemente, la prosperidad no es la única razón por la que la gente se olvida de Dios. También puede ser difícil recordarle cuando nos va mal. Cuando luchamos, como muchos lo hacen, con la pobreza extrema o cuando nuestros enemigos prevalecen en nuestra contra y cuando no sana la enfermedad, el enemigo de nuestra alma puede enviar su perverso mensaje de que Dios no existe, o si existe, que no le importamos; entonces es difícil que el Espíritu Santo nos haga recordar toda la vida llena de bendiciones que el Señor nos ha dado desde la infancia y en medio de nuestra aflicción.

Hay un remedio sencillo para el terrible mal del olvidarse de Dios, de Sus bendiciones y de Sus mensajes. Jesucristo se lo prometió a Sus discípulos cuando estaba a punto de ser crucificado, resucitado y apartado de ellos para ascender en gloria a Su Padre. A ellos les preocupaba saber cómo podrían perseverar cuando Él ya no estuviera con ellos.

Ésta es la promesa que se cumplió para ellos entonces y se puede cumplir para todos nosotros ahora:

“Os he dicho estas cosas estando con vosotros. Mas el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho”5.

La clave para lograr ese tipo de memoria que produce y mantiene el testimonio es recibir el Espíritu Santo como compañero. El Espíritu Santo es quien nos ayuda a reconocer lo que Dios ha hecho por nosotros y es quien ayuda a los que servimos a reconocer lo que Dios ha hecho por ellos.

Nuestro Padre Celestial nos ha dado un modelo sencillo para recibir el Espíritu Santo, no una sola vez sino continuamente en medio del tumulto de la vida diaria, modelo que se repite en la oración sacramental: Prometemos que siempre recordaremos al Salvador, que tomaremos Su nombre sobre nosotros y que guardaremos Sus mandamientos, y se nos promete que si hacemos esto, Su Espíritu estará con nosotros6. Esas promesas surten su efecto de manera conjunta y maravillosa para fortalecer nuestro testimonio y, por medio de la Expiación y al cumplir con nuestra parte de la promesa, cambiar nuestra naturaleza con el pasar del tiempo.

El Espíritu Santo es quien testifica que Jesucristo es el Hijo Amado de un Padre Celestial que nos ama y que desea que vivamos eternamente con Él como familias. Incluso con los indicios de ese testimonio, sentimos el deseo de servirle y de guardar Sus mandamientos, y cuando persistimos en hacerlo, recibimos los dones del Espíritu Santo para brindarnos poder en nuestro servicio, entonces vislumbramos más claramente la mano de Dios, tanto que con el tiempo no sólo lo recordamos, sino que llegamos a amarle y, mediante el poder de la Expiación, a ser más semejantes a Él.

Quizás se pregunten: “¿Pero cómo comienza este proceso en una persona que no sabe nada de Dios y afirma no recordar ninguna experiencia espiritual?”. Todos han tenido experiencias espirituales que tal vez no hayan reconocido. Todos, al entrar en el mundo, reciben el Espíritu de Cristo. En el libro de Moroni se describe cómo funciona ese espíritu:

“Pues he aquí, a todo hombre se da el Espíritu de Cristo para que sepa discernir el bien del mal; por tanto, os muestro la manera de juzgar; porque toda cosa que invita a hacer lo bueno, y persuade a creer en Cristo, es enviada por el poder y el don de Cristo, por lo que sabréis, con un conocimiento perfecto, que es de Dios.

“Pero cualquier cosa que persuade a los hombres a hacer lo malo, y a no creer en Cristo, y a negarlo, y a no servir a Dios, entonces sabréis, con un conocimiento perfecto, que es del diablo; porque de este modo obra el diablo, porque él no persuade a ningún hombre a hacer lo bueno, no, ni a uno solo; ni lo hacen sus ángeles; ni los que a él se sujetan.

“Por tanto, os suplico, hermanos, que busquéis diligentemente en la luz de Cristo, para que podáis discernir el bien del mal; y si os aferráis a todo lo bueno, y no lo condenáis, ciertamente seréis hijos de Cristo”7.

Aun antes de recibir el derecho a los dones del Espíritu Santo cuando son confirmadas miembros de la Iglesia, incluso antes de que el Espíritu Santo les confirme la verdad antes del bautismo, las personas tienen experiencias espirituales. El Espíritu de Cristo, desde su niñez, ya les ha invitado a hacer el bien y les ha advertido contra el mal, tienen recuerdos de esas experiencias aunque no hayan reconocido su origen. Ese recuerdo regresará cuando los misioneros o nosotros les enseñemos la palabra de Dios, y ellos la escuchen. Ellos recordarán el sentimiento de gozo o de pesar cuando se les enseñen las verdades del Evangelio, entonces ese recuerdo del Espíritu de Cristo ablandará su corazón para permitir que el Espíritu Santo les testifique. Eso les llevará a guardar los mandamientos y a querer tomar sobre sí el nombre del Salvador. Cuando lo hagan, en las aguas del bautismo y al escuchar en la confirmación las palabras “Recibe el Espíritu Santo” pronunciadas por un siervo autorizado de Dios, aumentará su poder para siempre recordar a Dios.

Les testifico que los sentimientos cálidos que han tenido al escuchar la verdad que se ha declarado en esta conferencia provienen del Espíritu Santo. El Salvador, quien prometió que vendría el Espíritu Santo, es el Hijo Amado y Glorificado de nuestro Padre Celestial.

Esta noche y mañana por la noche, ruego que oren, mediten y pregunten: “¿Me envió Dios algún mensaje que era exclusivamente para mí? ¿Vi Su mano bendecir mi vida o la vida de mis hijos?”. Yo lo haré, y después encontraré la manera de preservar ese recuerdo para el día en que yo y mis seres amados necesitemos recordar cuánto nos ama Dios y cuánto lo necesitamos. Testifico que Él nos ama y nos bendice, más de lo que muchos hemos reconocido. Sé que es verdad, y siento gozo al recordarle. En el nombre de Jesucristo. Amén.

Notas

  1. Mosíah 2:41; Alma 37:13; Helamán 5:9.

  2. “Cuenta tus bendiciones”, Himnos, Nº 157.

  3. Deuteronomio 4:9.

  4. Helamán 12:1–2, 5.

  5. Juan 14:25–26.

  6. Véase D. y C. 20:77, 79.

  7. Moroni 7:16–17, 19.