2000–2009
La fe de nuestro Padre
Abril 2008


2:3

La fe de nuestro Padre

La religión verdadera no debe originarse en lo que complace al hombre o en lo que se ajusta a las tradiciones de los antepasados, sino más bien en lo que complace a Dios, nuestro Padre Eterno.

¡Qué bendecidos somos por la bella música del Coro del Tabernáculo! Mis queridos hermanos, hermanas y amigos, me regocija estar con ustedes hoy, tener el gran privilegio de ser miembro de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días y de contarme como uno de ustedes.

Recuerdo la reacción que tuve al principio cuando recibí este sagrado llamamiento del Señor para prestar servicio como el miembro más nuevo de la Primera Presidencia de la Iglesia: me sentí gozosamente conmovido. Desde entonces he aprendido nuevas dimensiones de las palabras humildad, gratitud y fe.

Les aseguro que nadie estuvo más sorprendido por mi llamamiento que mis hijos y nietos.

En La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días no buscamos ni rechazamos llamamientos que provienen de Dios a través de los líderes inspirados del sacerdocio. Ruego que Dios me dé fortaleza y un corazón comprensivo para magnificar este sagrado llamamiento de acuerdo con Su voluntad y Su propósito.

Todos echamos de menos al presidente Gordon B. Hinckley. El impacto que tuvo en esta gran obra continuará bendiciéndonos.

Me siento muy privilegiado de trabajar tan de cerca con el presidente Monson. Lo he conocido durante muchos años. Es un hombre de dones y talentos extraordinarios; es el Profeta de Dios. Su fe y su afectuoso corazón se extienden a toda nación, lengua y pueblo.

Estoy agradecido de prestar servicio con el presidente Eyring, a quien quiero y respeto como un gran líder y maestro en el reino de Dios.

Cuando el Quórum de los Doce se reunió en la sala superior del Templo de Salt Lake para sostener al presidente Monson como decimosexto Presidente de la Iglesia, me maravillaron las habilidades, la sabiduría y la espiritualidad extraordinarias de los que me rodeaban; eso me hizo reconocer más claramente mis propias debilidades. Amo a estos excelentes hombres de gran fe. Siento gratitud por la oportunidad de levantar la mano para sostenerlos y prometerles mi apoyo. Y quiero y sostengo al élder Christofferson, el miembro más nuevo del Quórum de los Doce Apóstoles.

Cuando el Señor llamó a Frederick G. Williams para ser consejero del profeta José Smith, le mandó: “…sé fiel; ocupa el oficio al que te he nombrado; socorre a los débiles, levanta las manos caídas y fortalece las rodillas debilitadas”1. Creo que ese consejo se aplica a todos los que aceptamos llamamientos para servir en el reino de Dios, y ciertamente se aplica a mí en esta época de mi vida.

El Profeta de Dios y nuestro Presidente

Quiero decir algunas palabras sobre el presidente Thomas S. Monson. Hace unos años, fue a una conferencia regional en Hamburgo, Alemania, y tuve el gran honor de acompañarlo. El presidente Monson tiene una memoria excelente y hablamos sobre muchos de los santos alemanes; me asombró que recordara tan bien a tantos de ellos.

El presidente Monson me preguntó acerca del hermano Michael Panitsch, un ex presidente de estaca que era patriarca y había sido uno de los fieles pioneros de la Iglesia en Alemania. Le dije que el hermano Panitsch estaba gravemente enfermo, confinado a la cama e imposibilitado de asistir a nuestras reuniones.

Él me preguntó si podríamos ir a visitarlo.

Yo sabía que poco antes de su viaje a Hamburgo, el presidente Monson se había sometido a una operación en un pie y que no le era posible caminar sin dolor. Le expliqué que el hermano Panitsch vivía en el quinto piso de un edificio sin ascensor, y que tendríamos que subir las escaleras para visitarlo.

Pero él insistió, así que fuimos.

Me acuerdo lo difícil que fue para el presidente Monson subir aquellas escaleras; podía subir sólo unos pocos escalones antes de tener que detenerse y descansar. Nunca dejó escapar una palabra de queja y no quería volver atrás. Debido a que los cielos rasos del edificio eran muy altos, las escaleras parecían interminables; pero el presidente Monson perseveró alegremente hasta que llegamos al apartamento del hermano Panitsch en el quinto piso.

Una vez que llegamos, pasamos un rato muy agradable en la visita. El presidente Monson le agradeció su vida de servicio dedicado y lo alegró con su sonrisa. Antes de irnos, le dio una maravillosa bendición del sacerdocio.

Nadie, aparte del hermano Panitsch, su familia y yo, presenció aquel acto de valor y compasión.

El presidente Monson podía haber decidido descansar entre las largas y frecuentes reuniones que tuvimos; podía haber pedido que le mostráramos algunos de los lugares hermosos de Hamburgo. Muchas veces he pensado en lo extraordinario que fue que, de todo lo que había por verse en esa ciudad, lo que él quiso ver más que ninguna otra cosa fue a un miembro de la Iglesia débil y enfermo que había servido al Señor fiel y humildemente.

El presidente Monson fue a Hamburgo a enseñar y bendecir a la gente de un país, y eso fue lo que hizo. Pero al mismo tiempo, se concentró en cada una de esas personas. Su visión es amplia y extensa para captar las complejidades de una Iglesia mundial, y no obstante, es sumamente caritativo para concentrarse en una persona en particular.

Cuando el apóstol Pedro habló de Jesús, que había sido su amigo y maestro, ofreció esa sencilla descripción: “[Él] anduvo haciendo bienes”2.

Lo mismo se puede decir del hombre que sostenemos hoy como el Profeta de Dios.

La fe de nuestros padres

Me maravillan los diversos orígenes de los miembros de la Iglesia; provenimos de diferentes grupos sociales, económicos y étnicos, de diferentes culturas, idiomas, circunstancias políticas y tradiciones religiosas.

Ese gran número de experiencias de la vida me han hecho reflexionar sobre el mensaje de uno de nuestros himnos: “La fe de nuestros padres”. En el estribillo se repiten estas palabras: “Fe de nuestros padres, sagrada fe, hasta la muerte te seré fiel”3.

La fe de nuestros padres… me encanta esa frase.

A muchos miembros de la Iglesia, esas palabras les hacen pensar en los pioneros valientes que abandonaron la comodidad de su hogar y viajaron en carromatos y a pie hasta llegar al valle del Gran Lago Salado. Siento amor y respeto por la fe y el valor de aquellos primeros pioneros de la Iglesia. Mis antepasados vivían en aquella época del otro lado del océano; ninguno estuvo entre los que vivieron en Nauvoo ni en Winter Quarters, y ninguno hizo la jornada a través de las llanuras, pero como miembro de la Iglesia, hago mío ese legado pionero con orgullo y gratitud.

Con el mismo gozo, hago míos los legados de los pioneros de la Iglesia en nuestros días que viven en todas las naciones y cuyas historias de perseverancia, fe y sacrificio agregan nuevos versos gloriosos al gran coro de este himno de los últimos días en el reino de Dios.

Cuando mi propia familia reflexiona sobre “la fe de nuestros padres”, por lo general se piensa en la fe luterana que durante generaciones practicaron nuestros antepasados. De hecho, mi hijo descubrió hace poco que una de nuestras líneas familiares llega hasta el mismo Martín Lutero.

Honramos y respetamos a las almas sinceras de todas las religiones que hayan amado a Dios, sea donde sea o en la época que hayan vivido o vivan, aun cuando no tuvieran la plenitud del Evangelio. Elevamos nuestra voz con gratitud por su abnegación y valor, y los abrazamos como hermanos y hermanas, hijos de nuestro Padre Celestial.

Creemos que es un derecho fundamental del ser humano “adorar a Dios Todopoderoso conforme a los dictados de nuestra propia conciencia, y concedemos a todos los hombres el mismo privilegio: que adoren cómo, dónde o lo que deseen”4.

¿Hay muchas religiones o tradiciones de nuestros antepasados?

Al florecer por toda la tierra la Iglesia restaurada de Jesucristo, que ahora tiene más de trece millones de miembros, el significado de la frase “la fe de nuestros padres” se ha expandido. En algunos casos, tal vez se refiera a su legado religioso de una de cientos de religiones cristianas; en otros, podría referirse a las tradiciones del Medio Oriente, Asia o África.

He pasado la mayor parte de mi vida en regiones donde los miembros de nuestra Iglesia eran minoría. En ese tiempo he aprendido que con frecuencia, cuando las personas oyen hablar del Evangelio restaurado, les impresiona y muchas incluso quieren unirse a la Iglesia; pero vacilan por el temor de decepcionar a sus antepasados y porque piensan que deben ser fieles a la fe de sus padres.

Recuerdo que cuando era muchacho, un domingo noté a una familia nueva en nuestro centro de reuniones: a una joven madre con dos hijas. No pasó mucho tiempo antes de que se bautizaran y fueran miembros de la Iglesia.

Conozco de cerca la historia de su conversión, porque el nombre de la hija mayor era Harriet, la que después llegó a ser mi esposa.

Carmen, la madre de Harriet, había quedado viuda hacía poco y, durante un período de introspección, se interesó en La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Después de estudiar la doctrina, Carmen y sus hijas supieron que la Iglesia era verdadera e hicieron planes para bautizarse.

Sin embargo, cuando Carmen le contó a su madre la decisión que había tomado, ésta quedó desconsolada. “¿Cómo puedes ser tan infiel a la fe de tus padres?”, le preguntó.

Su madre no fue la única en poner objeciones: Lisa, la hermana de Carmen, que tenía un carácter fuerte, se quedó muy perturbada con la noticia; tal vez perturbada sea una palabra demasiado suave: estaba furiosa.

Lisa dijo que iba a buscar a aquellos jóvenes misioneros y a decirles lo equivocados que estaban; así que se encaminó decididamente a la capilla, encontró a los misioneros y, como ya se imaginan, ella también se bautizó.

Muchos años después, la madre de Carmen también recibió el testimonio de que el evangelio de Jesucristo había sido restaurado en la tierra. Un día dijo a sus hijas y nietos: “Quiero estar en el mismo cielo que ustedes”. Y aunque promediaba ya los setenta años, también entró en las aguas del bautismo y se hizo miembro de la Iglesia.

La fe de nuestro Padre

Entonces, ¿cuál es la fe de nuestros padres? ¿Es la religión de nuestros padres, abuelos o bisabuelos?

Pero ¿y qué de la fe de los antiguos que los precedieron? ¿Abraham, Isaac y Jacob? ¿No son ellos nuestros padres también? ¿No somos de la casa de Israel? ¿Y qué de Noé y Enoc, y de nuestros primeros padres, Adán y Eva?

¿Y qué del Salvador y de los discípulos que lo siguieron?

La fe de nuestro Padre Celestial ha sido constante desde el principio de los tiempos, aun antes de la fundación de este mundo. Juan el Revelador describió la gran batalla que hubo en los cielos; el asunto en cuestión era el albedrío moral, tal como lo es ahora.5 Todos los que han vivido y viven en la tierra estuvimos entre los que enfrentamos a Satanás y permanecimos con el Padre y el Hijo. Por lo tanto, ¿no debemos nuestra lealtad a Dios nuestro Padre Celestial?

Los miembros de la Iglesia de Jesucristo “creemos en Dios, el Eterno Padre, y en Su Hijo Jesucristo, y en el Espíritu Santo”6. Y “creemos que por la Expiación de Cristo, todo el género humano puede salvarse, mediante la obediencia a las leyes y ordenanzas del Evangelio”7. Creemos en el gran plan de la felicidad, el plan de redención, el plan de salvación, por el cual los hijos de Dios puedan pasar por la condición mortal y regresar a la presencia del Padre, un plan misericordioso establecido desde antes de la fundación de esta tierra.

¡Éste es el plan y la fe de nuestro Padre!

Testifico que la doctrina del Evangelio restaurado de Jesucristo es la fe de nuestro Padre Celestial. Es Su verdad revelada a Sus siervos los profetas desde los días de nuestro padre Adán hasta el presente. El Padre y el Hijo aparecieron ante José Smith para restaurar la fe de nuestro Padre en esta tierra, para que nunca más fuera quitada de ella. Dios desea que todos Sus hijos la reciban, sean cuales sean sus orígenes, su cultura o tradición. La religión verdadera no debe originarse en lo que complace al hombre o en lo que se ajusta a las tradiciones de los antepasados, sino más bien en lo que complace a Dios, nuestro Padre Eterno.

La revelación continua es un rasgo fundamental de esta fe; la primera oración de José Smith es un poderoso testimonio de ello. La revelación es una constante guía que nos mantiene siempre fieles a la voluntad y a la fe de nuestro Padre Celestial.

Él ama a Sus hijos, y escucha las oraciones de los humildes y sinceros de toda nación, lengua y pueblo. Él concede luz a quienes lo buscan y honran, y están dispuestos a obedecer Sus mandamientos. Proclamamos con regocijo que la fe de nuestro Padre está en la tierra actualmente.

Invitamos a todos los de este hermoso planeta a gustar de Su doctrina y averiguar si no es dulce, buena y preciosa. Pedimos a los de corazón sincero que averigüen cuál es la doctrina y pregunten a su Padre Celestial si es verdadera o no; y al hacerlo, todos pueden descubrir la fe de su Padre, abrazarla y andar en ella, una fe que los salvará8.

Ese es nuestro mensaje al mundo.

Expreso mi solemne testimonio de la realidad de Dios el Padre; de Su Hijo Jesucristo; del Espíritu Santo y de los profetas vivientes que poseen las llaves, las cuales han venido en una sucesión continua desde José Smith hasta Thomas S. Monson en la actualidad. En el nombre de Jesucristo. Amén.

  1. D. y C. 81:5.

  2. Hechos 10:38.

  3. Hymns, Nº 84.

  4. Artículos de Fe 1:11.

  5. Véase Apocalipsis 12:7–9.

  6. Artículos de Fe 1:1.

  7. Artículos de Fe 1:3.

  8. Véase Mateo 9:22.