A causa de vuestra fe
Mi agradecimiento a todos ustedes maravillosos miembros de la Iglesia… por probar cada día de su vida que el amor puro de Cristo “nunca deja de ser”.
Presidente Monson, todos los miembros de la Iglesia de todo el mundo se unen a este maravilloso coro en ese gran himno, y decimos “Te damos, Señor, nuestras gracias”. Gracias por su vida, su ejemplo, y por ese mensaje de bienvenida a otra conferencia general de la Iglesia. Lo amamos, lo admiramos y lo apoyamos. De hecho, en la sesión de esta tarde tendremos una oportunidad más formal de levantar la mano en un voto de sostenimiento, no sólo para el presidente Monson, sino también para todos los demás oficiales generales de la Iglesia. Ya que mi nombre se incluirá en esa lista, me atreveré a hablar en nombre de todos agradeciéndoles de antemano esas manos levantadas. Ninguno de nosotros podría servir sin sus oraciones y sin su apoyo. Su lealtad y su amor significa más para nosotros de los que jamás nos sea posible expresar.
Siguiendo con el tema, mi mensaje hoy es para decirles que nosotros los apoyamos a ustedes; que les retribuimos a ustedes esas mismas oraciones sinceras y expresiones de amor. Todos sabemos que hay llaves, convenios y responsabilidades especiales que se dan a los oficiales que presiden la Iglesia, pero también sabemos que la Iglesia recibe una fuerza incomparable, una vitalidad única y verdadera, de la fe y devoción de cada miembro de esta Iglesia, quienquiera que sea. No importa en qué país viva, lo joven o inadecuado que se sienta, la edad que tenga o lo limitado que se considere, yo testifico que Dios lo ama individualmente, usted es clave en el propósito de Su obra, y los oficiales presidentes de Su Iglesia lo aprecian y oran por usted. El valor personal, el esplendor sagrado de cada uno de ustedes es la razón por la cual hay un plan de salvación y exaltación. Contrario a lo que se dice usualmente, esto sí tiene que ver con ustedes. No, no se vuelvan para ver a la persona que está sentada a su lado; ¡les estoy hablando a ustedes!
He tenido dificultad para encontrar una manera apropiada de decirles cuánto los ama Dios y cuán agradecidos estamos por ustedes los que nos encontramos en este estrado. Estoy tratando de ser la voz de los ángeles del cielo para agradecerles cada cosa buena que han hecho, cada palabra amable que han dicho, cada sacrificio que han hecho por ofrecer a alguien —el que fuere— la hermosura y las bendiciones del evangelio de Jesucristo.
Estoy agradecido por las líderes de las Mujeres Jóvenes que van a los campamentos y que sin champú, duchas ni maquillaje hacen que las reuniones de testimonio llenas de humo sean algunas de las experiencias espirituales más profundas que esas jovencitas —o esas líderes— tendrán en la vida. Estoy agradecido por todas las mujeres de la Iglesia que en mi vida han sido tan firmes como el Monte Sinaí y tan compasivas como el Monte de las Bienaventuranzas. Era sólo un pequeño acolchado, realmente pequeño, para que en su viaje de regreso al hogar celestial mi hermanito, que había fallecido, estuviese tan abrigado y cómodo como las hermanas de la Sociedad de Socorro querían que lo estuviera. La comida que prepararon para mi familia después del servicio, de forma voluntaria, sin que dijéramos una palabra, fue recibida con agradecimiento. Sonrían, si quieren, por nuestras tradiciones, pero de algún modo, las mujeres de esta iglesia, con frecuencia no valoradas, siempre están allí cuando hay manos caídas o rodillas debilitadas1. Parecen comprender de forma instintiva la divinidad de la declaración de Cristo: “…en cuanto lo hicisteis a uno de éstos, mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis”2.
Lo mismo sucede con los hermanos del sacerdocio. Pienso, por ejemplo, en los líderes de nuestros hombres jóvenes que, dependiendo del clima y del continente, caminan 80 kilómetros por terreno escabroso, o cavan cuevas de hielo —y duermen en ellas— en lo que tienen que ser las noches más largas de la experiencia humana. Estoy agradecido por los recuerdos de mi propio grupo de sumos sacerdotes que hace unos años se turnó para dormir en el sillón reclinable de la habitación de un miembro agonizante del quórum para que su anciana y débil esposa pudiera dormir un poco en las últimas semanas de la vida de su amado esposo. Estoy agradecido por el ejército de maestros, oficiales, asesores y secretarios de la Iglesia, sin mencionar a los que constantemente colocan y guardan sillas. Por los patriarcas ordenados, los músicos, los historiadores de familia, las parejas ancianas con osteoporosis que van al templo a las 5:00 de la mañana con pequeñas maletas casi más grandes que ellos. Estoy agradecido por padres abnegados quienes, tal vez la vida entera, cuidan a un hijo discapacitado, a veces con más de una incapacidad, o con más de un hijo. Estoy agradecido por hijos que juntos, más adelante en la vida cuidan de sus padres ancianos.
Y a la casi perfecta hermana anciana que como disculpándose susurró hace poco: “Nunca he sido una líder de nada en la Iglesia; creo que sólo he sido una ayudante”. Yo digo: “Querida hermana: Dios la bendiga a usted y todos los ‘ayudantes’ en el reino”. Algunos de nosotros, que somoslíderes, esperamos algún día tener la misma posición ante Dios que ustedes ya han alcanzado.
Con demasiada frecuencia no he expresado agradecimiento por la fe y la bondad de esas personas en mi vida. El presidente James E. Faust se paró en este púlpito hace trece años y dijo: “Recuerdo que cuando era pequeño… mi abuela… cocinaba deliciosas comidas en la cocina de leña. Cuando se vaciaba la caja de los leños, la abuela, sin decir palabra, la llevaba afuera hasta el montón de maderos de cedro, la llenaba y volvía a la casa con la pesada caja. Yo era tan insensible… que me quedaba allí sentado mientras mi querida abuela iba en busca de la leña”. Entonces, con su voz partida por la emoción, dijo: “Me avergüenzo de mí mismo y he lamentado aquella omisión durante toda mi vida. Espero pedirle perdón… algún día”3.
Si un hombre tan perfecto como pienso que el presidente Faust era pudo reconocer su descuido juvenil, yo no puedo hacer menos que admitir algo similar y rendir hoy día un homenaje largamente merecido.
Cuando fui llamado a servir en una misión, en la época de Matusalén, no había costos misionales de igualación financiera. Cada uno tenía que pagar el costo completo de la misión a la que se le enviara. Algunas misiones eran muy caras, y resultó que la mía era una de ellas.
Tal como alentamos a que los misioneros lo hagan, yo había ahorrado dinero y vendido mis pertenencias personales para hacerme cargo de mis gastos lo mejor posible. Pensé que tenía suficiente dinero, pero no estaba seguro cuánto tendría para los últimos meses de mi misión. Aun con eso en mente, lleno de felicidad dejé a mi familia para la experiencia más grande que alguien podía esperar tener. Me encantó la misión, estoy seguro que más que a ningún otro joven antes o después de eso.
Regresé a casa justo cuando llamaron a mis padres para que ellos sirvieran en una misión. ¿Qué iba a hacer ahora? ¿Cómo iba a pagar los estudios universitarios? ¿Cómo podría pagar un alquiler y la comida? ¿Y cómo iba a realizar el gran sueño de mi vida, casarme con la increíblemente perfecta Patricia Terry? No me da vergüenza admitir que estaba desalentado y asustado.
Vacilante, fui al banco local y le pregunté al gerente, un amigo de la familia, cuánto dinero había en mi cuenta. Parecía sorprendido y me dijo: “Pero, Jeff, tienes todo en la cuenta. ¿No te dijeron? Tus padres querían hacer lo poco que pudieran para ayudarte a comenzar de nuevo cuando volvieses a casa. No sacaron ni un centavo durante tu misión; creí que tú lo sabías”.
Bueno, no lo sabía. Lo que sí sé es que mi padre, un contador o “contable” autodidacta, como los llamaban en nuestro pequeño pueblo, con muy pocos clientes, tal vez nunca usó un traje nuevo, ni una camisa nueva ni un par de zapatos nuevos durante dos años para que su hijo pudiese tener esas cosas en su misión. Más aún, lo que no sabía, pero que supe después, es que mi madre, que no había trabajado nunca fuera de casa durante su vida de casada, aceptó un trabajo en una tienda para poder pagar los gastos de mi misión. Y nunca me hicieron saber ni una palabra de todo eso durante mi misión; nunca me dijeron nada al respecto. ¿Cuántos padres en esta Iglesia han hecho lo que hizo mi padre? ¿Y cuántas madres, en estos difíciles tiempos económicos, todavía están haciendo lo que mi madre hizo?
Hace 34 años que murió mi padre, así que, igual que el presidente Faust, tendré que esperar para agradecerle debidamente en el otro lado del velo. Pero mi dulce madre, que cumple 95 años la semana que viene, felizmente está mirando esta transmisión hoy en su casa en St. George, así que no es demasiado tarde para agradecerle. A ustedes, mamá y papá, y a todas las madres y los padres, y las familias y las fieles personas en todas partes, gracias por sacrificarse por sus hijos (¡y por los hijos de otras personas!), por querer darles ventajas que ustedes no tuvieron, por querer tanto darles la vida más feliz que pudieran proporcionarles.
Gracias a todos ustedes, maravillosos miembros de la Iglesia ---y a las innumerables buenas personas que no son de nuestra fe--- por demostrar cada día de su vida que el amor puro de Cristo “nunca deja de ser”4. Ninguno es insignificante, en parte porque hacen que el evangelio de Jesucristo sea lo que es ---un recordatorio viviente de Su gracia y misericordia, una manifestación privada pero poderosa en pequeñas aldeas y grandes ciudades del bien que Él hizo y de la vida que Él dio llevando paz y salvación a otras personas. Nos sentimos honrados, más de lo que pueda expresar, por ser parte con ustedes de esta sagrada causa.
Como Jesús dijo a los nefitas, así digo yo hoy:
“…a causa de vuestra fe… es completo mi gozo.
“Y cuando hubo dicho estas palabras, lloró”5.
Hermanos y hermanas, al ver su ejemplo, prometo renovar mi determinación de ser mejor, de ser más fiel, más bondadoso y devoto, más caritativo y leal como es nuestro Padre Celestial y como muchos de ustedes ya son. Esto lo suplico en el nombre de nuestro Gran Ejemplo en todas las cosas, sí, el nombre del Señor Jesucristo. Amén.