“Vengan a mí con íntegro propósito de corazón, y yo los [sanaré]”
Nuestro Salvador es el Príncipe de Paz, el Gran Sanador, el Único que realmente puede limpiarnos del aguijón del pecado.
Esta noche me gustaría compartir un mensaje de consuelo y alivio con cualquiera que se sienta solo o abandonado, que haya perdido la paz mental o el ánimo, o que sienta que ha desaprovechado su última oportunidad. La sanación y la paz completas se pueden encontrar a los pies del Salvador.
Cuando era un niño de siete años y vivía en la Península Arábiga, mis padres constantemente me decían que siempre me pusiera los zapatos, y yo entendía por qué. Sabía que los zapatos me protegerían los pies de los muchos peligros que hay en el desierto, como las víboras, los escorpiones y las espinas. Una mañana, tras haber acampado durante la noche en el desierto, quería ir a explorar, pero no quería tomarme la molestia de ponerme los zapatos. Mi justificación era que sólo iba a caminar un poco y que me quedaría cerca del campamento. Así que en vez de zapatos, me puse chanclas. Me dije a mí mismo que, en cierta manera, las chanclas eran zapatos. Y además, ¿qué podría pasar?.
Al caminar por la arena fresca con mis chanclas sentí algo como una espina que se me clavaba en el arco del pie. Bajé la vista y vi, no una espina, sino un escorpión. Mientras me dí cuenta de que era un escorpión y de lo que había sucedido, el dolor de la picadura había comenzado a subirme por la pierna. Me agarré la parte superior de la pierna para tratar de detener el ascenso del punzante dolor y pedí auxilio. Mis padres vinieron corriendo desde el campamento.
Mientras mi padre golpeaba al escorpión con una pala, un amigo adulto que estaba acampando con nosotros heroicamente trató de succionarme el veneno del pie. En ese momento pensé que iba a morir. Lloré mientras mis padres me subieron al auto y cruzaron el desierto a toda velocidad hacia el hospital más cercano que estaba a unas dos horas de distancia. El dolor que tenía en la pierna era insoportable, y durante todo el camino supuse que me estaba muriendo.
Sin embargo, cuando al fin llegamos al hospital, el doctor nos aseguró que sólo los bebés y los que estaban gravemente desnutridos corrían peligro por la picadura de ese tipo de escorpión. Me puso un anestésico que me durmió la pierna y me quitó el dolor. En un plazo de veinticuatro horas ya no sentía ningún efecto de la picadura del escorpión, pero había aprendido una gran lección.
Yo sabía que cuando mis padres me decían que me pusiera zapatos, no se referían a las chanclas; tenía la edad suficiente para saber que las chanclas no brindaban la misma protección que un par de zapatos. Pero esa mañana en el desierto hice caso omiso de lo que sabía que era correcto; pasé por alto lo que mis padres me habían enseñado repetidas veces. Había sido perezoso y un poco rebelde, y pagué el precio por ello.
Al dirigirme a ustedes, valientes jóvenes, a sus padres, maestros, líderes y amigos, rindo tributo a todos los que se están esforzando diligentemente por llegar a ser lo que el Señor necesita y desea que lleguen a ser. Y testifico, por mi propia experiencia como niño y como hombre, que el hacer caso omiso de lo que sabemos que es correcto, ya sea por pereza o rebelión, siempre trae consecuencias no deseadas y espiritualmente dañinas. No, al final el escorpión no puso en riesgo mi vida, pero nos causó gran dolor y angustia tanto a mí como a mis padres. Cuando se trata de la forma en que vivimos el Evangelio, no debemos responder con pereza ni rebelión.
Como miembros de la Iglesia de Jesucristo, y como poseedores del sacerdocio, conocemos los mandamientos y las normas que hemos convenido cumplir. Cuando elegimos otra senda de aquella que sabemos que es correcta, según lo que nos han enseñado nuestros padres y líderes, y nos lo ha confirmado el Espíritu Santo en el corazón, es como salir a la arena del desierto con chanclas en vez de zapatos. Entonces intentamos justificar nuestro comportamiento perezoso o rebelde. Nos decimos a nosotros mismos que en realidad no estamos haciendo nada malo, que en verdad no importa, y que nada realmente tan malo va a pasar por soltarnos sólo un poco de la barra de hierro. Quizá nos consolemos pensando que todos los demás lo hacen —o aun cosas peores— y que de todas formas no nos va a afectar de forma negativa. De alguna manera nos convencemos de que somos la excepción a la regla y, por tanto, somos inmunes a las consecuencias de romperla. Rehusamos, a veces deliberadamente, a ser “obedientes con exactitud”1, como dice en Predicad Mi Evangelio, y retenemos del Señor una porción de nuestro corazón. Entonces algo nos pica.
Las Escrituras nos enseñan que “el Señor requiere el corazón”2, y se nos manda amar al Señor y servirle con “todo [el] corazón”3. La promesa es que podremos “[aparecer] sin culpa ante Dios en el último día” y regresar a Su presencia4.
Los anti-nefi-lehitas del Libro de Mormón abandonaron sus armas de guerra y las enterraron profundamente en la tierra, e hicieron convenio de no tomarlas nunca más en contra de sus hermanos. Pero hicieron más que eso: “…se convirtieron en un pueblo justo” porque “abandonaron las armas de su rebelión de modo que no pugnaron más en contra de Dios”5. Su conversión fue tan completa y profunda que “nunca más se desviaron”6.
Pero antes de su conversión, recuerden su situación: vivían en lo que las Escrituras llaman “rebelión manifiesta contra Dios”7. Sus corazones rebeldes los sentenciaron a vivir “en un estado que es contrario a la naturaleza de la felicidad” porque habían “obrado en contra de la naturaleza de Dios”8.
Cuando abandonaron sus armas de rebelión, se hicieron merecedores de la sanación y la paz del Señor, y nosotros también podemos serlo. El Salvador asegura: “…si no se obstina su corazón ni se endurece su cerviz en contra de mí, serán convertidos y yo los sanaré”9. Ustedes y yo podemos aceptar Su invitación: “[Vuelvan y arrepiéntanse], y vengan a mí con íntegro propósito de corazón, y yo los [sanaré]”10.
Comparen esta milagrosa sanación con lo que sucede “cuando intentamos encubrir nuestros pecados, o satisfacer nuestro orgullo, [o] nuestra vana ambición… los cielos se retiran, el Espíritu del Señor es ofendido” y se nos deja solos “para dar coces contra el aguijón… y combatir contra Dios”11.
Hermanos, sólo hallaremos la sanación y el alivio cuando nos pongamos a los pies del Gran Médico, nuestro Salvador Jesucristo. Debemos abandonar nuestras armas de rebelión (y cada uno sabemos cuáles son). Debemos abandonar el pecado, la vanidad y el orgullo. Debemos hacer a un lado nuestros deseos de seguir al mundo y de ser respetados y alabados por el mundo. Debemos dejar de combatir contra Dios y, por el contrario, darle todo nuestro corazón, sin retener nada. Entonces nos podrá sanar. Entonces nos podrá limpiar del venenoso aguijón del pecado.
“Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él”12.
El president James E. Faust enseñó:
“Cuando la obediencia se convierte en nuestra meta, no es más una irritación; en lugar de ser una piedra de tropiezo, se convierte en una roca de progreso …
“… La obediencia conduce a la verdadera libertad. Cuanto más obedecemos la verdad revelada, más libres llegamos a ser”13.
La semana pasada, conocí a un hombre de 92 años que había participado en muchas de las campañas importantes de la Segunda Guerra Mundial. Había sobrevivido a tres lesiones, una de las cuales fue causada por la explosión de una mina en el jeep en el que iba, que mató al conductor. Aprendió que para sobrevivir en un campo de minas, se debe seguir exactamente la trayectoria del vehículo que va al frente. Cualquier desviación hacia la derecha o hacia la izquierda podría ser fatal, como de hecho lo fue.
Nuestros profetas y apóstoles, líderes y padres, continuamente nos señalan la trayectoria que debemos seguir si hemos de evitar una explosión destructiva para nuestra alma. Ellos conocen la senda segura de donde las minas (o escorpiones) ya se han eliminado, e incansablemente nos invitan a seguirlos. Hay tantas trampas devastadoras que nos tientan a alejarnos de la trayectoria. El desviarse hacia las drogas, el alcohol, la pornografía o el comportamiento inmoral, ya sea en internet o en un videojuego, nos llevará directamente a una explosión. El apartarse a la derecha o a la izquierda de la trayectoria segura que tenemos al frente, ya sea por pereza o rebelión, puede ser mortal para nuestra vida espiritual. No hay excepciones a esta regla.
Si nos hemos apartado de la trayectoria, podemos cambiar, regresar y recuperar el gozo y la paz interior. Descubriremos que regresar a la trayectoria a la que se le han quitado las minas nos brinda un alivio enorme.
Nadie puede encontrar paz en un campo minado.
Nuestro Salvador es el Príncipe de Paz, el Gran Sanador, el Único que realmente puede limpiarnos del aguijón del pecado y el veneno del orgullo, y hacer que nuestro corazón rebelde se torne en un corazón convertido y de convenios. Su expiación es infinita y nos incluye a todos.
La invitación que dio a los nefitas, cuando les ministró como el Cristo resucitado, sigue en vigencia para ustedes y para mí: “¿Tenéis enfermos entre vosotros? Traedlos aquí. ¿Tenéis cojos, o ciegos, o lisiados, o mutilados, o leprosos, o atrofiados, o sordos, o quienes estén afligidos de manera alguna? Traedlos aquí y yo los sanaré”14.
Ninguno de ustedes ha desperdiciado su última oportunidad. Pueden cambiar, pueden regresar, pueden reclamar misericordia. Vuélvanse al Único que los puede sanar, y encontrarán paz. En el nombre de Jesucristo. Amén.