El don de la gracia
Ahora y para siempre jamás, la gracia de Dios está al alcance de todos los de corazón quebrantado y espíritu contrito.
Presidente Monson, gracias… Lo queremos y sostenemos con todo nuestro corazón. Queridos hermanos, hermanas y amigos, les deseo una feliz Pascua de Resurrección. El domingo de Pascua de Resurrección celebramos el acontecimiento más anticipado y glorioso de la historia del mundo.
Es el día que lo cambió todo.
Ese día, mi vida cambió,
la vida de ustedes cambió;
el destino de todos los hijos de Dios cambió.
En ese día bendito, el Salvador de la humanidad, que había tomado sobre Sí las cadenas del pecado y la muerte que nos mantenían cautivos, rompió esas cadenas y nos libró.
Gracias al sacrificio de nuestro amado Redentor, la muerte no tiene aguijón, el sepulcro no tiene victoria1, Satanás no tiene poder perdurable y se “nos ha hecho nacer de nuevo a una esperanza viva, por la resurrección de Jesucristo”2.
Ciertamente, el apóstol Pablo estaba en lo correcto cuando dijo que podemos “[consolarnos] los unos a los otros con estas palabras”3.
La gracia de Dios
Hablamos con frecuencia de la expiación del Salvador, y ¡con razón!
En las palabras de Jacob, “¿por qué no hablar de la expiación de Cristo, y lograr un perfecto conocimiento de él?”4. Sin embargo, a medida que “hablamos de Cristo, nos regocijamos en Cristo, predicamos de Cristo, profetizamos de Cristo”5 en toda ocasión, nunca debemos perder nuestro sentido de asombro y profunda gratitud por el sacrificio eterno del Hijo de Dios.
La expiación del Salvador no puede convertirse en algo común y corriente en nuestra enseñanza, en nuestras conversaciones ni en nuestro corazón. Es sagrada y santa, porque fue gracias a ese “gran y postrer sacrificio” que Jesús el Cristo trajo “la salvación a cuantos crean en su nombre”6.
Me maravillo al pensar que el Hijo de Dios condescendiera a salvarnos con lo imperfectos, impuros, propensos a errar y desagradecidos que somos. He procurado comprender la expiación del Salvador con mi mente finita y la única explicación que hallo es ésta: Dios nos ama profunda, perfecta y eternamente. No alcanzo siquiera a estimar “la anchura, y la longitud, y la profundidad y la altura… [del] amor de Cristo”7.
Una poderosa expresión de ese amor es lo que las Escrituras denominan comúnmente la gracia de Dios: la asistencia divina y la investidura de fortaleza que nos permiten progresar desde nuestras limitaciones y defectos actuales hasta llegar a ser seres exaltados de “verdad y luz, hasta que [seamos] glorificados en la verdad y [sepamos] todas las cosas”8.
La gracia de Dios es algo maravilloso, pero a menudo se malentiende9. Aun así, debemos saber acerca de la gracia de Dios si pretendemos heredar lo que ha sido preparado para nosotros en Su reino eterno.
Con ese fin, me gustaría hablar acerca de la gracia; en particular, primero, de cómo la gracia abre las puertas del cielo, y segundo, de cómo abre las ventanas de los cielos.
Primero: La gracia abre las puertas del cielo
Por cuanto “todos [pecamos] y [estamos] destituidos de la gloria de Dios”10, y debido a que “ninguna cosa impura puede entrar en el reino de Dios”11, ninguno de nosotros es digno de volver a la presencia de Dios.
Aún si sirviésemos a Dios con toda nuestra alma, eso no sería suficiente; todavía seríamos “servidores inútiles”12. No podemos ganarnos el cielo por nosotros mismos, las exigencias de la justicia se interponen como una barrera que nos es imposible superar.
Pero no todo está perdido;
la gracia de Dios es nuestra gran y sempiterna esperanza.
Mediante el sacrificio de Jesucristo, el plan de misericordia apacigua las exigencias de la justicia13, “y [provee] a los hombres la manera de tener fe para arrepentimiento”14.
Aunque nuestros pecados sean rojos como el carmesí, pueden tornarse blancos como la nieve15. Gracias a que nuestro amado Salvador “se dio a sí mismo en rescate por todos”16, se ha proporcionado una entrada en Su reino eterno para nosotros17.
¡La puerta se ha abierto!
No obstante, la gracia de Dios no nos restaura simplemente a nuestro estado de inocencia anterior. Si la salvación sólo borrara nuestros errores y pecados, entonces la salvación, aunque maravillosa, no llevaría a efecto las aspiraciones del Padre respecto a nosotros. Su propósito es mucho más sublime: Él quiere que Sus hijos e hijas lleguen a ser como Él.
Con el don de la gracia de Dios, la senda del discipulado no nos lleva de vuelta a un estado anterior, nos eleva a uno superior.
¡Nos guía a alturas que apenas podemos comprender! Nos lleva a la exaltación en el reino celestial de nuestro Padre Celestial, donde, rodeados de nuestros seres queridos, recibiremos “de su plenitud y de su gloria”18. Todas las cosas serán nuestras, y nosotros seremos de Cristo19. En efecto, todo lo que el Padre tiene, nos será dado20.
Para poder heredar esa gloria, necesitamos algo más que una puerta abierta; debemos entrar por esta puerta con un corazón deseoso de un cambio —un cambio tan drástico que las Escrituras lo describen como “nacer otra vez; sí, nacer de Dios, ser cambiados de [nuestro] estado [mundano] y caído, a un estado de rectitud, siendo redimidos por Dios, [convirtiéndonos] en sus hijos e hijas”21.
Segundo: La gracia abre las ventanas de los cielos
Otro aspecto de la gracia de Dios es que abre las ventanas del cielo, por las cuales Dios derrama bendiciones de poder y fortaleza que nos habilitan para lograr lo que de otro modo no estaría a nuestro alcance. Es por medio de la asombrosa gracia de Dios que Sus hijos pueden vencer las acechanzas y los peligros del engañador, elevarse sobre el pecado y ser “[perfeccionados] en Cristo”22.
Si bien todos tenemos debilidades, podemos superarlas. En efecto, es por la gracia de Dios que las debilidades se tornarán en fortalezas23, si nos humillamos y tenemos fe.
A lo largo de la vida, la gracia de Dios nos concede bendiciones temporales y dones espirituales que aumentan nuestras habilidades y enriquecen nuestra vida. Su gracia nos refina y ayuda a alcanzar nuestro potencial.
¿Quién puede ser merecedor de ella?
En la Biblia leemos acerca de la visita de Cristo a la casa de Simón, el fariseo.
Por fuera, Simón parecía ser un hombre bueno y recto. Con regularidad se aseguraba de cumplir con sus obligaciones religiosas: guardaba la ley, pagaba sus diezmos, observaba el día de reposo, oraba diariamente e iba a la sinagoga.
Pero mientras Jesús estaba con Simón, llegó una mujer que lavó los pies del Salvador con sus lágrimas y ungió Sus pies con perfume.
A Simón no le agradó ese gesto de adoración, porque sabía que la mujer era pecadora. Simón pensó que si Jesús no lo sabía, seguramente Él no era un profeta, o no hubiera permitido que ella lo tocase.
Al percibir sus pensamientos, Jesús se volvió a Simón y le hizo una pregunta: “Un acreedor tenía dos deudores: Uno le debía quinientos denarios, y el otro cincuenta;
y no teniendo [ninguno de] ellos con qué pagar, perdonó a ambos. Di, pues, ¿cuál de éstos le amará más?”.
Simón respondió que era aquel a quien se le perdonó más.
Entonces, Jesús enseñó una profunda lección: “¿Ves esta mujer?… sus muchos pecados le son perdonados, porque amó mucho; pero al que se le perdona poco, poco ama”24.
¿A cuál de estas dos personas nos parecemos más?
¿Somos como Simón? ¿Nos sentimos seguros y cómodos con nuestras buenas obras y confiamos en nuestra propia justicia? ¿Somos, quizás, algo impacientes con quienes no viven según nuestras normas? ¿Estamos en piloto automático?, ¿actuamos por inercia: vamos a las reuniones, bostezamos en la Escuela Dominical y quizás revisamos el teléfono móvil durante la reunión sacramental?
¿O somos como la mujer, que pensaba que estaba completa e irremediablemente perdida a causa de sus pecados?
¿Amamos mucho?
¿Entendemos nuestra deuda con el Padre Celestial y rogamos con toda nuestra alma por la gracia de Dios?
Cuando nos arrodillamos a orar, ¿es para repasar los grandes éxitos de nuestra propia rectitud o para confesar nuestras faltas, suplicar la gracia de Dios y derramar lágrimas de gratitud por el asombroso plan de redención?25.
No podemos comprar la salvación con las monedas de la obediencia; es la sangre del Hijo de Dios lo que la compra26. Pensar que con nuestras buenas obras podemos pagar por la salvación es como comprar un pasaje de avión y pensar que somos dueños de la línea aérea; o pensar que por pagar el alquiler de nuestra casa, somos ahora los propietarios de todo el planeta.
Entonces, ¿por qué obedecer?
Si la gracia es un don de Dios, ¿por qué entonces es tan importante obedecer los mandamientos de Dios? ¿Para qué molestarnos en obedecerlos; o en arrepentirnos, si vamos al caso? ¿Por qué no sencillamente admitir que somos pecadores y dejar que Dios nos salve?
O, usando las palabras de Pablo, “¿continuaremos en el pecado para que abunde la gracia?”. La respuesta de Pablo es sencilla y clara: “¡De ninguna manera!”27.
Hermanos y hermanas, ¡obedecemos los mandamientos de Dios porque lo amamos!
El tratar de entender el don de la gracia de Dios con todo el corazón y la mente nos da aún mayor razón para amar y obedecer a nuestro Padre Celestial con mansedumbre y gratitud. El andar por la senda del discipulado nos refina y hace mejorar, nos ayuda a llegar a ser más como Él y nos conduce de regreso a Su presencia. “El Espíritu del Señor [nuestro Dios]” efectúa “un potente cambio en nosotros… que ya no tenemos más disposición a obrar mal, sino a hacer lo bueno continuamente”28.
De modo que nuestra obediencia a los mandamientos de Dios es el resultado natural de nuestro amor y gratitud perpetuos por la bondad de Dios. Esta forma de amor y gratitud genuinos entrelazará de manera milagrosa nuestras obras con la gracia de Dios. La virtud engalanará nuestros pensamientos incesantemente y nuestra confianza se fortalecerá en la presencia de Dios29.
Queridos hermanos y hermanas, vivir el Evangelio con fidelidad no es una carga; es un ejercicio de práctica gozoso; es la preparación para heredar la grandiosa gloria de las eternidades. Procuramos obedecer a nuestro Padre Celestial porque nuestro espíritu se hará más receptivo a los asuntos espirituales; se despliegan panoramas ante nosotros que no sabíamos que existían; y recibimos iluminación y entendimiento cuando hacemos la voluntad del Padre30.
La gracia es un don de Dios, y nuestro deseo de ser obediente a cada mandamiento de Dios es como extendemos nuestra mano mortal para recibir ese sagrado don de nuestro Padre Celestial.
Hacer cuanto podamos
El profeta Nefi hizo una importante contribución a nuestra comprensión de la gracia de Dios al declarar: “…trabajamos diligentemente… a fin de persuadir a nuestros hijos, así como a nuestros hermanos, a creer en Cristo y a reconciliarse con Dios; pues sabemos que es por la gracia por la que nos salvamos, después de hacer cuanto podamos”31.
Sin embargo, me pregunto si a veces malinterpretamos la frase “después de hacer cuanto podamos”. Debemos entender que “después de” no significa “debido a”.
No nos salvamos “debido a” que hacemos cuanto podamos. ¿Alguno de nosotros ha hecho todo lo que puede? ¿Espera Dios hasta que hayamos hecho todo el esfuerzo antes de intervenir en nuestra vida con Su gracia salvadora?
Muchas personas se sienten desalentadas porque fallan constantemente. Saben por experiencia propia que “el espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil”32. Ellos elevan su voz junto con Nefi para proclamar: “Mi alma se aflige a causa de mis iniquidades”33.
Tengo la certeza de que Nefi sabía que la gracia del Salvador nos permite vencer el pecado y nos faculta para ello34. Es por eso que Nefi trabajaba tan diligentemente a fin de persuadir a sus hijos y a sus hermanos a “creer en Cristo y a reconciliarse con Dios”35.
Después de todo, ¡esoes lo que podemos hacer! y ¡ésaes nuestra tarea en la mortalidad!
La gracia está al alcance de todos
Cuando pienso en lo que hizo el Salvador poco antes de ese primer domingo de Pascua, ¡deseo elevar mi voz en alabanzas al Más Alto Dios y a Su Hijo Jesucristo!
¡Las puertas del cielo están abiertas!
¡Las ventanas de los cielos están abiertas!
Ahora y para siempre jamás, la gracia de Dios está al alcance de todos los de corazón quebrantado y espíritu contrito36. Jesucristo ha despejado el camino a fin de que ascendamos a alturas incomprensibles para la mente mortal37.
Ruego que veamos con nuevos ojos y un nuevo corazón el significado eterno del sacrificio expiatorio del Salvador. Ruego que demostremos nuestro amor por Dios y nuestra gratitud por el don de la gracia infinita de Dios, guardando Sus mandamientos y andando gozosamente “en vida nueva”38. En el sagrado nombre de nuestro Maestro y Redentor, Jesucristo. Amén.