La parábola del sembrador
Depende de cada uno de nosotros el establecer las prioridades y el hacer aquello que cause que la tierra sea buena y la cosecha abundante.
Los temas de los discursos de la conferencia general no los asigna una autoridad terrenal, sino las impresiones del Espíritu. Muchos temas abordan las inquietudes terrenales que todos tenemos. Pero así como Jesús no enseñó la manera de superar las dificultades terrenales ni la opresión política de Su época, por lo general Él inspira a Sus siervos modernos a que hablen acerca de lo que nosotros debemos hacer para reformar nuestra vida personal a fin de prepararnos para regresar a nuestro hogar celestial. En este fin de semana de la Pascua de Resurrección, he sentido la impresión de hablar acerca de las bellas enseñanzas de una de las parábolas de Jesús que trascienden el tiempo.
La parábola del sembrador es una de las pocas parábolas que se encuentran en los tres evangelios sinópticos. Además, pertenece a un grupo aún más reducido de parábolas que Jesús explicó a Sus discípulos. La semilla que se sembró era “la palabra del reino” (Mateo 13:19), “la palabra” (Marcos 4:14) o “la palabra de Dios” (Lucas 8:11): las enseñanzas del Maestro y de Sus siervos.
Los diferentes tipos de terreno donde cayeron las semillas representan las maneras diferentes en que las personas recibimos y obedecemos esas enseñanzas. Así, las semillas que “[cayeron] junto al camino” (Marcos 4:4) no han alcanzado el terreno mortal donde pueden crecer; son como las enseñanzas que caen en un corazón endurecido o sin preparación. No diré nada más en cuanto a ellas. Mi mensaje concierne a aquellos que nos hemos comprometido a ser seguidores de Cristo. ¿Qué hacemos con las enseñanzas del Salvador en nuestra vida?
La parábola del sembrador nos advierte de las circunstancias y actitudes que podrían impedir que cualquiera que haya recibido la semilla del mensaje del Evangelio produzca una buena cosecha.
I. Terreno pedregoso: Sin raíz
Parte de la semilla “cayó en pedregales, donde no había mucha tierra; y brotó pronto, porque la tierra no era profunda. Pero cuando salió el sol, se quemó; y por cuanto no tenía raíz, se secó” (Marcos 4:5–6).
Jesús explicó que esto describe a “los que cuando han oído la palabra, en seguida la toman con gozo”, pero como “no tienen raíz en sí… cuando viene la tribulación o la persecución por causa de la palabra, en seguida [se ofenden]” (Marcos 4:16–17; según la Biblia en inglés).
¿Qué hace que los que escuchan la palabra “no [tengan] raíz en sí”? Ésta es la circunstancia de los nuevos miembros que sólo están convertidos a los misioneros, o a las muchas y atrayentes características de la Iglesia, o a los muchos y grandes beneficios de ser miembros. Al no estar arraigados en la palabra, se secan y marchitan cuando surge la oposición. Incluso quienes se han criado en la Iglesia —miembros desde hace mucho tiempo— pueden llegar a deslizarse hacia una situación en la que no tienen raíz en sí mismos. He conocido a algunos de ellos, miembros cuya conversión al evangelio de Jesucristo no es firme ni duradera. Si no estamos arraigados a las enseñanzas del Evangelio ni seguimos sus prácticas con regularidad, cualquiera de nosotros puede desarrollar un corazón de piedra, el cual es un pedregal para las semillas espirituales.
El alimento espiritual es necesario para la supervivencia espiritual, especialmente en un mundo que se está alejando de la creencia en Dios y de los términos absolutos de lo bueno y lo malo. En una era dominada por internet, que amplifica los mensajes que amenazan la fe, debemos exponernos más frecuentemente a la verdad espiritual con el fin de fortalecer nuestra fe y permanecer arraigados en el Evangelio.
Jóvenes, si esta enseñanza les resulta demasiado general, aquí tienen un ejemplo específico. Si cuando se reparten los emblemas de la Santa Cena ustedes están enviando textos, cuchicheando, jugando a videojuegos o haciendo cualquier otra cosa para negarse a ustedes mismos la nutrición espiritual esencial, estarán cortando sus raíces espirituales y colocándose en un terreno pedregoso. Ustedes mismos se están haciendo vulnerables a marchitarse cuando surjan tribulaciones como el aislamiento, la intimidación o el ridículo. Y esto también se aplica a los adultos.
Otro destructor potencial de las raíces espirituales —acelerado por la tecnología actual, aunque no exclusivo de ella— es el tener una visión del Evangelio o de la Iglesia como si se viera por el ojo de una cerradura. Esta perspectiva limitada se centra en una doctrina, práctica o defecto percibido en particular de un líder e ignora el panorama completo del plan del Evangelio y los frutos personales y colectivos de su cosecha. El presidente Gordon B. Hinckley realizó una descripción gráfica de uno de los aspectos de este “ver por el ojo de la cerradura”. Habló a un grupo de personas de BYU acerca de unos comentaristas políticos “sumamente indignados” en un noticiero reciente de aquella época. “Con mañas estudiadas derramaron el vinagre de la injuria y la ira… Sin duda”, concluyó, “no hay mejor época ni lugar para ser un sensacionalista avinagrado muy talentoso”1. A diferencia de ellos, para estar bien arraigados en el Evangelio, debemos ser moderados y mesurados con la crítica y procurar siempre la perspectiva más amplia de la majestuosa obra de Dios.
II. Espinos: Los afanes de este mundo y el engaño de las riquezas
Jesús enseñó que “otra parte cayó entre espinos; y crecieron los espinos y la ahogaron, y no dio fruto” (Marcos 4:7). Explicó que “éstos son los que son sembrados entre espinos, los que oyen la palabra, pero los afanes de este mundo, y el engaño de las riquezas, y las codicias de otras cosas entran y ahogan la palabra, y ésta se hace infructuosa” (Marcos 4:18–19). Se trata, sin duda, de una advertencia a la que todos debemos dar oído.
Me referiré primero al engaño de las riquezas, pues nos tientan a todos sin importar dónde nos encontremos en nuestra trayectoria espiritual o cuál sea el estado de nuestra conversión. Cuando las actitudes o las prioridades están fijas en la compra, el uso o la posesión de pertenencias, lo llamamos materialismo. Se ha dicho y escrito tanto acerca del materialismo que hay muy poco que agregar2. Quienes creen en lo que se conoce como la teología de la prosperidad padecen del engaño de las riquezas. La posesión de riqueza o grandes ingresos no es una señal de favor divino, ni su ausencia es un síntoma de desaprobación celestial. Cuando Jesús le dijo a un seguidor fiel que podía heredar la vida eterna si tan sólo daba a los pobres todo lo que poseía (véase Marcos 10:17–24), no estaba indicando que la posesión de riquezas era algo malo, sino la actitud de Su seguidor hacia éstas. Como bien sabemos, Jesús alabó al buen samaritano quien, para servir a su prójimo, se valió del mismo tipo de monedas que Judas recibió por traicionar al Salvador. No es el dinero la raíz de todos los males, sino el amor al dinero (véase 1 Timoteo 6:10).
En el Libro de Mormón se habla de una época en la que la Iglesia de Dios “empezó a detenerse en su progreso” (Alma 4:10) porque “los del pueblo de la iglesia empezaban a… fijar sus corazones en las riquezas y en las cosas vanas del mundo” (Alma 4:8). Quienquiera que tenga abundancia de cosas materiales está en peligro de quedar “adormecido” espiritualmente por las riquezas y otras cosas del mundo3. Ésta es una introducción pertinente a las siguientes enseñanzas del Salvador.
Los espinos más sutiles que ahogan el efecto de la palabra del Evangelio en la vida son las fuerzas mundanas que Jesús llamó “los afanes, y… las riquezas y… los placeres de esta vida” (Lucas 8:14). Son demasiado numerosos como para enumerarlos, pero bastará con unos ejemplos.
En cierta ocasión Jesús reprendió a Pedro, Su apóstol principal, diciéndole: “Me eres tropiezo, porque no [aprecias] lo que es de Dios, sino lo que es de los hombres” (Mateo 16:23; según la Biblia en inglés; véase también D. y C. 3:6–7; 58:39). Apreciar lo que es de los hombres implica anteponer los afanes de este mundo a las cosas de Dios en nuestras acciones, prioridades y manera de pensar.
Nos rendimos a los “placeres de esta vida” (1) cuando nos volvemos adictos, lo cual afecta al preciado y divino don del albedrío; (2) cuando nos seducen las distracciones triviales, lo cual nos aleja de lo que tiene importancia eterna; y (3) cuando adoptamos la mentalidad de tener derecho a todo, lo cual afecta al crecimiento personal necesario a fin de calificar para nuestro destino eterno.
Nos superan “los afanes… de esta vida” cuando nos paraliza el miedo al futuro, lo cual obstaculiza nuestro avance con fe, confiando en Dios y en Sus promesas. Hace veinticinco años mi estimado profesor de BYU, Hugh W. Nibley, habló del peligro de rendirse a los afanes del mundo. Durante una entrevista se le preguntó si la condición del mundo y nuestro deber de difundir el Evangelio hacían que se quisiera procurar alguna manera de “adaptar lo que hacemos en la Iglesia al mundo”4.
Su respuesta fue: “Ése ha sido siempre el quid de la cuestión con la Iglesia, ¿verdad? Uno debe estar dispuesto a ofender, a arriesgarse. Ahí es donde entra la fe… Se supone que nuestro compromiso es una prueba, se supone que es algo difícil y poco práctico ante los ojos del mundo”5.
Esta prioridad del Evangelio quedó afirmada en el campus de BYU hace unos meses con un estimado líder católico, Charles J. Chaput, Arzobispo de Filadelfia, quien, refiriéndose a las “preocupaciones que comparten la comunidad SUD y la católica”, tales como “el matrimonio y la familia, la naturaleza de nuestra sexualidad, la santidad de la vida humana y la urgencia de la libertad religiosa”, declaró lo siguiente:
“Deseo subrayar otra vez la importancia de verdaderamente vivir aquello que profesamos creer. Eso debe ser una prioridad no sólo en nuestra vida personal y familiar, sino en nuestras congregaciones, en nuestras decisiones políticas, en nuestros acuerdos comerciales, en el trato que dispensamos al pobre; es decir, en todo lo que hagamos”.
“He aquí el porqué”, prosiguió. “Aprendan de la experiencia del catolicismo. Los católicos creemos que nuestra vocación es ser la levadura de la sociedad. Pero existe una fina línea divisoria entre ser la levadura de la sociedad y ser digeridos por la sociedad”6.
Ciertamente, la advertencia del Salvador respecto a cuidarse de los afanes del mundo para que no ahoguen la palabra de Dios en nuestra vida nos insta a mantener nuestras prioridades fijas —o a fijar el corazón— en los mandamientos de Dios y los líderes de Su Iglesia.
Los ejemplos del Salvador podrían hacer que pensáramos en esta parábola como en la parábola de los tipos de tierra. La idoneidad de la tierra depende del corazón de cada uno de nosotros que queda expuesto a la semilla del Evangelio. Dependiendo de la propensión de cada uno a las enseñanzas espirituales, algunos corazones se han endurecido o no están preparados, otros se han tornado en piedra por el desuso y otros están fijos en las cosas del mundo.
III. Cayó en buena tierra y dio fruto
La parábola del sembrador concluye con la descripción que el Salvador hace de la semilla que “cayó en buena tierra y dio fruto” en diversas medidas (Mateo 13:8). ¿Cómo podemos prepararnos para ser esa buena tierra y para tener una cosecha así de buena?
Jesús explicó que la “buena tierra son los que con corazón bueno y recto retienen la palabra oída, y dan fruto con paciencia” (Lucas 8:15). Tenemos la semilla de la palabra del Evangelio y depende de cada uno de nosotros el establecer las prioridades y el hacer aquello que cause que la tierra sea buena y la cosecha abundante. Debemos procurar estar firmemente arraigados en el evangelio de Jesucristo y convertidos a él (véase Colosenses 2:6–7). Logramos esa conversión al orar, al leer las Escrituras, al prestar servicio y al participar de la Santa Cena con regularidad para tener siempre Su Espíritu con nosotros. También debemos procurar ese gran cambio de corazón (véase Alma 5:12–14) que reemplaza los malos deseos y las preocupaciones egoístas con el amor de Dios y el deseo de servirlo a Él y a Sus hijos.
Testifico de la verdad de estas cosas, y testifico de nuestro Salvador Jesucristo, cuyas enseñanzas indican el camino y cuya Expiación lo hace todo posible. En el nombre de Jesucristo. Amén.