Por tanto, calmaron sus temores
A diferencia de temor del mundo, que crea alarma y ansiedad, el temor del Señor es una fuente de paz, seguridad y confianza.
Recuerdo vívidamente una experiencia que tuve cuando era niño. Un día, mientras jugaba con mis amigos, sin querer rompí una ventana en una tienda cerca de nuestra casa. Al romperse el vidrio y sonar la alarma de seguridad, un temor paralizante me llenó el corazón y la mente. Me di cuenta inmediatamente de que estaba condenado a pasar el resto de mi vida en la cárcel. Finalmente, mis padres me convencieron de que saliera de mi escondite debajo de la cama, y me ayudaron a reparar los daños causados al dueño de la tienda. Afortunadamente, mi sentencia de ir a la cárcel quedó conmutada.
El temor que sentí ese día fue abrumador y real. Sin duda habrán experimentado sentimientos de temor mucho más grandes después de enterarse de un desafío personal de salud, de que un miembro de la familia está en dificultad o peligro, o al observar acontecimientos perturbadores en el mundo. En tales casos, la angustiosa emoción del miedo surge debido a un peligro inminente, incertidumbre o dolor, así como a causa de experiencias que son inesperadas, a veces repentinas y que probablemente produzcan un resultado negativo.
En nuestra vida diaria, los interminables informes de violencia criminal, hambre, guerras, corrupción, terrorismo, valores en declive, enfermedades y fuerzas destructivas de la naturaleza pueden engendrar temor y aprensión. Ciertamente vivimos en la época de la cual el Señor dijo: “Y en ese día… toda la tierra estará en conmoción, y desmayará el corazón de los hombres” (D. y C. 45: 26).
Mi objetivo es describir la manera en que se disipa el miedo, mediante un conocimiento correcto del Señor Jesucristo y la fe en Él. Sinceramente ruego que el Espíritu Santo nos bendiga a cada uno de nosotros al considerar juntos este importante tema.
Temor mortal
Al oír la voz de Dios después de participar del fruto prohibido, Adán y Eva se escondieron en el Jardín de Edén. Dios llamó a Adán y le preguntó: “¿Dónde estás? Y [Adán] respondió: Oí tu voz… y tuve miedo” (Génesis 3:9–10). Particularmente, uno de los primeros efectos de la caída fue que Adán y Eva sintieron temor. Esa poderosa emoción es un elemento importante de nuestra existencia terrenal.
Un ejemplo del Libro de Mormón resalta el poder del conocimiento del Señor (véanse 2 Pedro 1:2–8; Alma 23:5–6) para disipar el temor y brindar paz, aun al enfrentarnos a grandes adversidades.
En la tierra de Helam, el pueblo de Alma estaba atemorizado por el avance del ejército lamanita.
“Pero salió Alma y fue entre ellos, y los exhortó a que no temieran, sino que se acordaran del Señor su Dios, y él los libraría.
“Por tanto, calmaron sus temores” (Mosíah 23:27–28).
Observen que Alma no calmó los temores de la gente. Más bien, Alma aconsejó a los creyentes que recordaran al Señor y la liberación que sólo Él podía dar (véase 2 Nefi 2:8); y el conocimiento del cuidado protector del Salvador permitió que la gente calmara sus temores.
El conocimiento correcto del Señor y la fe en Él, nos dan la fuerza para calmar nuestros temores, porque Jesucristo es la única fuente de paz duradera. Él declaró: “Aprende de mí y escucha mis palabras; camina en la mansedumbre de mi Espíritu, y en mí tendrás paz” (D. y C. 19:23).
El Maestro también explicó: “… el que hiciere obras justas recibirá su galardón, sí, la paz en este mundo y la vida eterna en el mundo venidero” (D. y C. 59: 23).
La confianza en Cristo y el confiar en sus méritos, misericordia y gracia conducen, por medio de Su expiación, a la esperanza en la Resurrección y la vida eterna (véase Moroni 7:41). Esa fe y esa esperanza traen a nuestra vida la dulce paz de conciencia que todos anhelamos. El poder de la Expiación hace posible el arrepentimiento y apacigua la desesperanza causada por el pecado; también nos fortalece para ver y hacer lo bueno, y llegar a ser buenos, en formas que jamás reconoceríamos o lograríamos con nuestra limitada capacidad mortal. En verdad, una de las grandes bendiciones del discipulado devoto es “la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento” (Filipenses 4:7).
La paz que Cristo da nos permite ver la vida terrenal a través de la preciada perspectiva de la eternidad y otorga una firmeza espiritual (véase Colosenses 1:23) que nos ayuda a mantener un enfoque constante en nuestro destino celestial. Por lo tanto, podemos ser bendecidos para calmar nuestros temores porque Su doctrina nos brinda propósito y dirección en todos los aspectos de la vida. Sus ordenanzas y convenios dan fortaleza y consuelo en los momentos buenos y malos; y Su autoridad del sacerdocio brinda la seguridad de que las cosas que más importan pueden perdurar tanto en esta vida como en la eternidad.
Sin embargo, ¿podemos calmar los temores que tan fácilmente y con frecuencia nos acosan en nuestro mundo contemporáneo? La respuesta a esta pregunta es un sí inequívoco. Tres principios básicos son fundamentales para recibir esa bendición en nuestra vida: (1) acudir a Cristo, (2) edificar sobre el fundamento de Cristo y (3) seguir adelante con fe en Cristo.
Acudir a Cristo
El consejo que Alma dio a su hijo Helamán se aplica precisamente a cada uno de nosotros hoy en día: “… sí, asegúrate de acudir a Dios para que vivas” (Alma 37:47). Debemos acudir al Salvador y tener nuestro enfoque firmemente centrado en Él en todo momento y en todo lugar.
Recuerden a los apóstoles del Señor que estaban en la barca azotada por las olas en el medio del mar. Jesús fue a ellos, andando sobre el agua; sin embargo, al no reconocerlo, dieron voces de miedo.
“Jesús les habló, diciendo: ¡Tened ánimo! ¡Yo soy, no tengáis miedo!
“Entonces le respondió Pedro y dijo: Señor, si eres tú, manda que yo vaya a ti sobre las aguas”.
“Y él dijo: Ven” (Mateo 14:27–29).
Entonces, Pedro caminó sobre el agua hacia Jesús.
“ Mas al ver el viento fuerte, tuvo miedo y, comenzando a hundirse, dio voces, diciendo: ¡Señor, sálvame!
“Y al momento Jesús, extendiendo la mano, le sujetó y le dijo: ¡Oh hombre de poca fe! ¿Por qué dudaste?” (Mateo 14:30–31).
Puedo ver a Pedro respondiendo con fervor y de inmediato a la invitación del Salvador. Con los ojos fijos en Jesús, salió de la barca y, milagrosamente, anduvo sobre las aguas. Sólo cuando su mirada se desvió, por causa del viento y las olas, fue cuando tuvo miedo y empezó a hundirse.
Podemos ser bendecidos para vencer nuestros temores y fortalecer nuestra fe al seguir las instrucciones del Señor: “Elevad hacia mí todo pensamiento; no dudéis; no temáis” (D. y C. 6:36).
Edificar sobre el fundamento de Cristo
Helamán amonestó a sus hijos Nefi y Lehi: “…recordad, hijos míos, recordad que es sobre la roca de nuestro Redentor, el cual es Cristo, el Hijo de Dios, donde debéis establecer vuestro fundamento, para que cuando el diablo lance sus impetuosos vientos, sí, sus dardos en el torbellino, sí, cuando todo su granizo y furiosa tormenta os azoten, esto no tenga ningún poder para arrastraros al abismo de miseria y angustia sin fin, a causa de la roca sobre la cual estáis edificados, que es un fundamento seguro, un fundamento sobre el cual, si los hombres edifican, no caerán” (Helamán 5:12).
Las ordenanzas y los convenios son aquellas piezas fundamentales que utilizamos para construir nuestra vida sobre el fundamento de Cristo y de Su expiación. Estamos ligados de manera segura al Salvador y con Él a medida que dignamente recibimos las ordenanzas y concertamos convenios, recordamos y honramos fielmente esos sagrados compromisos y hacemos lo mejor que podemos para vivir de acuerdo con las obligaciones que hemos aceptado. Ese vínculo es la fuente de fortaleza espiritual y la estabilidad en todas las épocas de nuestra vida.
Podemos ser bendecidos para calmar nuestros temores al establecer firmemente nuestros deseos y hechos sobre el fundamento seguro del Salvador por medio de nuestras ordenanzas y convenios.
Seguir adelante con fe en Cristo
Nefi declaró: “Por tanto, debéis seguir adelante con firmeza en Cristo, teniendo un fulgor perfecto de esperanza y amor por Dios y por todos los hombres. Por tanto, si marcháis adelante, deleitándoos en la palabra de Cristo, y perseveráis hasta el fin, he aquí, así dice el Padre: Tendréis la vida eterna” (2 Nefi 31:20).
La perseverancia disciplinada que se describe en este versículo es el resultado del entendimiento y la visión espirituales, la perseverancia, la paciencia y la gracia de Dios. Ejercer la fe en el sagrado nombre de Jesucristo, sometiéndonos con mansedumbre a Su voluntad y a Su tiempo en la vida, y reconocer con humildad Su mano en todo, producen las cosas apacibles del reino de Dios que traen gozo y la vida eterna (véase D. y C. 42:61). Aun al enfrentarnos a las dificultades e incertidumbres del futuro, podemos perseverar con buen ánimo y vivir “quieta y reposadamente en toda piedad y honestidad” (1 Timoteo 2:2).
Podemos ser bendecidos para calmar nuestros temores al recibir la fortaleza que proviene de aprender y vivir los principios del Evangelio, y con resolución seguir adelante en la senda de los convenios.
El temor del Señor
Diferente y a la vez relacionado con los temores que a menudo experimentamos es lo que las Escrituras describen como “temor” (Hebreos 12:28) o “el temor de Jehová” (Job 28; Proverbios 16:6; Isaías 11:2–3). A diferencia de temor del mundo, que crea alarma y ansiedad, el temor del Señor es una fuente de paz, seguridad y confianza.
Pero, ¿cómo puede algo relacionado con el temor ser edificante o espiritualmente útil?
El justo temor que intento describir abarca un profundo sentimiento de reverencia, respeto y asombro por el Señor Jesucristo (véanse Salmos 33:8; 96:4), la obediencia a Sus mandamientos (véanse Deuteronomio 5:29; 8:6; 10:12; 13:4; Salmos 112:1) y la expectativa de que el Juicio Final y la justicia están en Su mano. Por lo tanto, el temor del Señor surge de una correcta comprensión de la naturaleza divina y la misión de Jesucristo, la disposición de someter nuestra voluntad a Su voluntad y el conocimiento de que todo hombre y mujer tendrán que rendir cuentas de sus propios pecados en el Día del Juicio (véase D. y C. 101:78; Artículos de Fe 1:2).
Como certifican las Escrituras, el temor del Señor “es el principio de la sabiduría” (Proverbios 1:7), “la enseñanza de sabiduría” (Proverbios 15:33), una “firme confianza” (Proverbios 14:26) y un “manantial de vida” (Proverbios 14:27).
Fíjense que el temor del Señor está inseparablemente ligado a un entendimiento del Juicio Final y la responsabilidad individual de nuestros deseos, pensamientos, palabras y hechos (véase Mosíah 4:30). El temor del Señor no es una aprensión renuente a presentarnos ante Él para ser juzgados; no creo que tengamos miedo de Él en absoluto. Más bien, es la expectativa de estar en Su presencia y afrontar las cosas como realmente son en cuanto a nosotros mismos y tener “un conocimiento perfecto” (2 Nefi 9:14; véase también Alma 11:43) de todas nuestras justificaciones, pretextos y auto-decepciones. Al final, quedaremos sin excusa.
Todos los que han vivido o que vivirán sobre la Tierra “serán llevados a comparecer ante el Tribunal de Dios, para ser juzgados por él según sus obras, ya fueren buenas o malas” (Mosíah 16:10). Si nuestros deseos han sido hacia la rectitud y nuestras obras buenas, entonces el tribunal será placentero (véanse Jacob 6:13; Enós 1:27; Moroni 10:34); y en el postrer día seremos “recompensados en rectitud” (Alma 41:6).
Por el contrario, si nuestros deseos han sido para mal y nuestras obras malas, entonces el día del juicio será causa de pavor. “[No] nos atreveremos a mirar a nuestro Dios, sino que nos daríamos por felices si pudiéramos mandar a las piedras y montañas que cayesen sobre nosotros, para que nos escondiesen de su presencia” (Alma 12:14); y en el postrer día recibiremos nuestra “recompensa de maldad” (Alma 41:5).
Como se resume en Eclesiastés:
“Teme a Dios y guarda sus mandamientos, porque esto es el todo del hombre.
“Porque Dios traerá toda obra a juicio, junto con toda cosa oculta, buena o mala” (Eclesiastés 12:13–14).
Mis queridos hermanos y hermanas, el temor del Señor disipa los temores terrenales; incluso atenúa la preocupación inquietante de que nunca podemos ser lo suficientemente buenos espiritualmente y que nunca estaremos a la altura de los requisitos y las expectativas del Señor. En verdad, no podemos ser lo suficientemente buenos ni estar a esa altura, si confiamos únicamente en nuestra propia capacidad y rendimiento. Nuestras obras y deseos por sí solos no nos salvan ni pueden hacerlo. “Después de hacer cuanto podamos” (2 Nefi 25:23), somos sanados sólo mediante la misericordia y gracia disponibles por medio del infinito y eterno sacrificio expiatorio del Salvador (véase Alma 34:10, 14). Ciertamente, “creemos que por la Expiación de Cristo, todo el género humano puede salvarse, mediante la obediencia a las leyes y ordenanzas del Evangelio” (Artículos de Fe 1:3).
El temor del Señor es amarlo y confiar en Él. A medida que tememos a Dios más plenamente, lo amamos más perfectamente; y “el amor perfecto desecha todo temor” (Moroni 8:16). Les prometo que la brillante luz del temor del Señor ahuyentará las oscuras tinieblas de los temores terrenales (véase D. y C. 50:25) a medida que acudamos al Salvador, edifiquemos sobre Él como nuestro fundamento y sigamos adelante en Su senda de convenios con un compromiso consagrado.
Testimonio y promesa
Amo y venero al Señor. Su poder y paz son reales. Él es nuestro Redentor y testifico que Él vive; y gracias a Él, nuestro corazón ya no tiene por qué turbarse ni tener miedo (véase Juan 14:27), y seremos bendecidos para calmar nuestros temores. De ello doy testimonio, en el sagrado y santo nombre del Señor Jesucristo. Amén.