La verdad sobre mi familia
Unas semanas antes de empezar la escuela, estaba en la entrada de casa con mis amigos Grace y Ron, cuando la conversación se tornó hacia lo mucho que a Grace le desagradaba su padre. El tema no era nuevo para ella.
“Siempre me avergüenza en público por el solo hecho de estar allí. Resulta tan molesto cuando siempre…”. Y siguió hablando de los defectos de su padre y de cómo no estaba a la altura de sus expectativas.
Ron decidió tomar las riendas de la conversación al hablar de su familia y de que creía que su madre no pasaba tiempo suficiente en casa, que no le gustaba cómo se vestía. No creía que él debiera tener una hora para llegar a casa ni que su padre debiera gritar tanto.
Todo ese tiempo yo estuve sentado en la entrada, esperando que me preguntaran lo que no me gustaba de mi familia. No podía decir que no la amaba. El habernos mudado cinco veces en mi vida había afianzado mis lazos con mi hermano y mi hermana. Dependíamos unos de otros y nos apoyábamos los unos a los otros. Esa cercanía era algo de lo que mi madre estaba muy orgullosa.
Entonces Grace dijo: “¿Y qué hay de tu familia, Scott?”.
No dije nada por un minuto. Estaba escogiendo las palabras con cuidado, sabiendo que las cosas que dijera representarían aquello en lo que creía. Cuando finalmente hablé, sentí cómo el Espíritu guiaba mis palabras. No hubo interrupciones por parte de ellos mientras hablaba de lo mucho que mi familia significa para mí y que esperaba pasar la eternidad con ellos. Les animé a ser más pacientes con sus familias y les dije que se centraran en lo que es en verdad importante en la vida.
Entré corriendo en casa para tomar mi copia de la proclamación sobre la familia que redactó la Primera Presidencia y el Quórum de los Doce Apóstoles y les leí el séptimo párrafo, el que se centra principalmente en las cualidades en las que debemos basar nuestras relaciones familiares: “Hay más posibilidades de lograr la felicidad en la vida familiar cuando se basa en las enseñanzas del Señor Jesucristo. Los matrimonios y las familias que logran tener éxito se establecen y mantienen sobre los principios de la fe, la oración, el arrepentimiento, el perdón, el respeto, el amor, la compasión, el trabajo y las actividades recreativas edificantes” ( Liahona , octubre de 1998, pág. 24).
Tras leerles esto, dije: “Esto es lo que cree mi familia, esto es lo que queremos ser y es aquello por lo que nos esforzamos. Sé que si soy capaz de hacer todo esto, seré capaz de presentarme ante Dios, sin miedo, el Día del Juicio con mi familia, sabiendo que vamos a vivir juntos para siempre”.
No supe cuán bien habían aceptado mis amigos esta información porque ambos guardaron silencio. Simplemente nos quedamos allí un rato, sentados, meditando en lo que había dicho.
Más tarde pasaron por mi mente miles de pensamientos. Me sentía orgulloso de haber compartido con mis amigos las enseñanzas de la Iglesia sobre la familia, pues servía de preparación para servir en una futura misión, pero, ¿lo estaba haciendo correctamente? Y, ¿qué pensarían ellos si intentara explicarles más del Evangelio?
Al prepararme para ir a la cama, abrí las Escrituras por la sección 4 de Doctrina y Convenios, pues allí se nos dice que si servimos al Señor en la obra misional “con todo [nuestro] corazón, alma, mente y fuerza”, entonces apareceremos “sin culpa ante Dios en el último día” (D. y C. 4:2).
Por supuesto que mis amigos y yo aún tenemos nuestros desacuerdos, pero me di cuenta de que nadie pierde jamás un verdadero amigo por el hecho de hablar con ellos de religión y de creencias. Aunque Grace y Ron no se unieron a la Iglesia, hemos conservado nuestra amistad. Me sentí bien al explicarles mis creencias y no importó que no cambiaran al instante su manera de pensar sobre las familias o la religión. Sé que hay cientos de relatos sobre el valor de la perseverancia en el servicio misional, y puede que el mío termine siendo uno de ellos.
Scott Bean es miembro del Barrio Elkhorn, Estaca Omaha, Nebraska.