Nuestra nueva vida misional
Después de jubilarme, mi esposa y yo llevábamos una vida cómoda. Disfrutábamos de trabajar en el templo, de cumplir nuestras asignaciones en el barrio y en la estaca y de visitar a nuestros hijos, nietos y madres viudas. Parecía que las cosas no podían ir mejor.
Pero algo empezó a avivar nuestro interior: había llegado el momento de considerar seriamente servir en una misión, y lo sabíamos. Al poco tiempo, decidimos que serviríamos, pero lo pensamos prudente redactar una lista de cosas que había que hacer antes de enviar las solicitudes misionales. Redactamos diligentemente la lista y empezamos a cumplir con lo escrito en ella.
Pasaron dos meses y descubrimos que la lista de tareas se había agrandado. “No importa”, pensamos. “Nos esforzaremos más para acortarla”. Pero no fue así. Nos dimos cuenta de que aunque todavía teníamos el deseo de servir en una misión, el temor a lo desconocido hacía que añadiéramos más cosas a la lista de las que podíamos completar.
Una mañana, poco después de la última revisión de la lista de tareas, me hallaba estudiando Jesús el Cristo , del élder James E. Talmage (1862–1933), y un pasaje me conmovió profundamente: “Cuán fácil es hallar disculpas; brotan tan espontánea y abundantemente como las hierbas al lado del camino. Cuando el samaritano pasó por allí y vio el lamentable estado del herido, no halló ninguna excusa, porque no la necesitaba” (1975, pág. 456).
Considerablemente emocionado, me apresuré hasta la cocina y compartí esas palabras con mi esposa, las cuales también tuvieron un gran impacto en ella. No había duda alguna sobre el paso que tomaríamos.
Hicimos pedazos nuestra lista de tareas, o, como ahora la llamamos, la lista de excusas, y comenzamos el proceso para ser llamados como misioneros.
Una vez hecho esto, las cosas empezaron a resolverse rápidamente, y al poco tiempo nos hallábamos disfrutando aún más de la vida al servir en la Misión Singapur. Se nos había asignado capacitar a los nuevos líderes de las ramas de la Iglesia, primero en Sri Lanka y luego en Malasia. Descubrimos que nuestra familia podía arreglárselas bien sin nosotros y nos dimos cuenta de cuánto se nos necesitaba como misioneros mayores.
Dos noches antes de regresar de nuestra misión, los miembros de las dos ramas en las que habíamos estado trabajando en Malasia nos invitaron a lo que resultó ser una fiesta sorpresa de despedida. Jamás podremos olvidar cuando salimos del centro de reuniones y nos rodearon los miembros; cada uno sostenía una linterna china y cantaba en chino “Para siempre Dios esté con vos” ( Himnos Nº 152). Hasta el día de hoy aún no puedo hablar de esa experiencia sin llorar. Cuán agradecidos estamos por no dejar que nuestra lista de excusas —o temores— nos alejara de esta experiencia invalorable.
Robert A. Hague es miembro del Barrio Yakima 2, Estaca Selah, Washington.