La grandiosidad de Dios
Con palabras y con hechos, Jesús intentaba revelarnos y darnos a conocer la verdadera naturaleza de Su Padre, nuestro Padre Celestial.
Entre los muchos propósitos magníficos de la vida y del ministerio del Señor Jesucristo, a menudo se pasa por alto un aspecto grandioso de esa misión. Sus seguidores no lo comprendieron plenamente en esa época, y muchos de la cristiandad moderna tampoco lo comprenden, pero el Salvador mismo lo mencionó repetida y enfáticamente. La gran verdad es que en todo lo que Jesús vino a hacer y a decir, incluso Su sufrimiento y sacrificio expiatorio, y en eso especialmente, Él nos estaba enseñando quién es y cómo es Dios nuestro Padre Eterno, cuán intensamente se dedica a Sus Hijos en toda época y en toda nación. Con palabras y con hechos, Jesús intentaba revelarnos y darnos a conocer la verdadera naturaleza de Su Padre, nuestro Padre Celestial.
En parte, hizo eso porque en aquel entonces, como ahora, todos debemos conocer a Dios más a fondo para amarle con más fuerza y obedecerle más completamente. Como se declara en el Antiguo y en el Nuevo Testamento: “El primer mandamiento de todos es… amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente y con todas tus fuerzas. Este es el [primero y grande] mandamiento”1.
Con razón, entonces, el profeta José Smith enseñó: “El primer principio del Evangelio es conocer con certeza el carácter de Dios… Quiero que todos ustedes le conozcan”, dijo él, “y se familiaricen con Él2… Debemos tener el concepto correcto de Sus… perfecciones y atributos… una admiración de la excelencia de [Su] carácter”3. Por tanto, la primera frase de la declaración de nuestra fe es: “Nosotros creemos en Dios el Eterno Padre”4. Y así lo hizo Jesús, enfáticamente. Aun al reconocer Su propia función singular en el plan divino, el Salvador insistió, al iniciar su súplica con estas palabras: “Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero”5.
Después de que generaciones de profetas habían intentado enseñar a la familia del hombre la voluntad y el camino de Dios, por lo general con poco éxito, Él, en Su máximo esfuerzo por permitirnos conocerle, envió a la tierra a Su Hijo Unigénito y Perfecto, creado a Su imagen y semejanza, para que sirviera entre mortales y viviera los rigores de la vida cotidiana.
Venir a la tierra con tal responsabilidad, ocupando el lugar de Elohim —hablando como Él hablaría, juzgando y sirviendo, amando y amonestando, soportando y perdonando como Él lo haría— es un deber de proporciones tan asombrosas que ustedes y yo no podemos comprenderlo. Pero con la lealtad y la determinación característicos de un hijo divino, Jesús podía comprenderlo y lo llevó a cabo. Luego, cuando comenzó a recibir las alabanzas y los honores, humildemente dirigió todo el encomio hacia el Padre.
“El Padre… hace las obras”, dijo con fervor. “No puede el Hijo hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; porque todo lo que el Padre hace, también lo hace el Hijo igualmente”6. En otra ocasión dijo: “Yo hablo lo que he visto cerca del Padre… Nada hago por mí mismo, sino que según me enseñó el Padre… He descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió”7.
Esta mañana yo hago mi propia declaración sincera de Dios nuestro Padre Eterno, porque algunos del mundo moderno padecen de un penoso concepto erróneo acerca de Él. Entre éstos existe la tendencia a sentirse distantes del Padre, incluso alejados de Él si es que creen en Él; y, si creen, mucha gente de nuestros días dice que tal vez se sentirían cómodos entre los brazos de Jesús, pero les incomoda pensar en el severo encuentro con Dios8. Por la mala interpretación (y en algunos casos la mala traducción) de la Biblia, piensan que Dios el Padre y Jesucristo Su Hijo obran en formas muy diferentes, a pesar del hecho de que tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento el Hijo de Dios es uno y el mismo, actuando siempre bajo la dirección del Padre, que es el mismo “ayer, hoy y para siempre”9.
Al meditar en esas ideas erróneas, comprendemos que una de las contribuciones extraordinarias del Libro de Mormón es el concepto perfectamente compatible que todo ese majestuoso libro encierra sobre la divinidad. En él no existe una brecha como la que hay entre Malaquías y Mateo, no hay ninguna pausa mientras se efectúan cambios teológicos; tampoco existe ninguna mala interpretación del Dios que obra con urgencia, con amor y fidelidad en cada página de ese registro, el cual comienza en épocas del Antiguo Testamento y termina en épocas del Nuevo Testamento. Sí, en un esfuerzo por devolver la Biblia al mundo y el concepto correcto de la Deidad correspondiente, lo que tenemos en el Libro de Mormón es una perspectiva uniforme de Dios en toda Su gloria y bondad, en toda Su riqueza y complejidad, que quedan demostradas de manera especial, una vez más, mediante una aparición personal de Su Hijo Unigénito Jesucristo descrita en dicho libro.
Cuán agradecidos estamos por todas las Escrituras, en especial las de la Restauración, que nos enseñan la majestuosidad de cada uno de los miembros de la Trinidad. Cómo nos encantaría, por ejemplo, que todo el mundo recibiera y aceptara el concepto del Padre que se describe en forma tan conmovedora en la Perla de Gran Precio.
Allí, en medio de una gran visión del género humano que el cielo abrió ante su vista, Enoc, observando las bendiciones y las dificultades de la vida terrenal, dirige su mirada al Padre y se asombra al verlo llorar. Él dice maravillado y con asombro a ese Ser más poderoso del universo: “¿Cómo es posible que tú llores…? eres justo [y] misericordioso y benévolo; …la paz… es la habitación de tu trono; y la misericordia irá delante de tu faz y no tendrá fin; ¿cómo es posible que llores?”
Al contemplar los acontecimientos de casi cualquier época, Dios responde: “He allí a éstos, tus hermanos; son la obra de mis propias manos,… les di… mandamientos, que se amen el uno al otro, y que me prefieran a mí, su Padre, mas he aquí, no tienen afecto y aborrecen su propia sangre… Por tanto, ¿no han de llorar los cielos, viendo que éstos han de sufrir?”10.
Esa sola escena fascinante enseña más acerca de la verdadera naturaleza de Dios que cualquier disertación teológica. También nos ayuda a entender más enfáticamente ese momento intenso de la alegoría del olivo en el Libro de Mormón, cuando, después de cavar y abonar, de regar y de quitar la maleza, de podar, de transplantar e injertar, el gran Señor de la viña deja de lado la pala y las podaderas y llora, implorando al que desee escucharlo: “¿Qué más pude haber hecho por mi viña?”11.
¡Qué imagen tan indeleble de la participación de Dios en nuestra vida! ¡Qué angustia del Padre cuando Sus hijos no lo escogen ni a Él ni al Evangelio de Dios12 que Él envió! ¡Qué fácil amar a Quien tanto nos ama!
Claro que el alejamiento por tantos siglos de la creencia en un Padre tan perfecto y amoroso se ha acrecentado con los credos humanos de generaciones erradas que describen a Dios como un ser desconocido y no conocible, sin forma ni pasiones, esquivo, intangible, que está en todas partes y en ninguna parte al mismo tiempo. Eso ciertamente no describe al Ser que vemos a través de los ojos de estos profetas; ni tampoco concuerda con el Jesús de Nazaret vivo y encarnado, que fue y está en “el resplandor de su gloria, y la imagen misma de su [Padre]”13.
En ese sentido, Jesús no vino a mejorar la opinión que Dios tiene del hombre, sino a mejorar la opinión que el hombre tiene de Dios, y a suplicar a los hombres que amen a su Padre Celestial como Él siempre les ha amado y les amará. Ellos tuvieron la oportunidad de comprender el plan de Dios, el poder de Dios, la santidad de Dios, sí, incluso la ira y el juicio de Dios, pero no comprendieron plenamente el amor de Dios y la gran profundidad de Su devoción a Sus hijos, sino hasta que Cristo vino.
Al alimentar al hambriento, sanar al enfermo, reprender la hipocresía, suplicar por fe, Cristo nos demostraba cómo es el Padre, que es “misericordioso y lleno de gracia, tardo en airarse, sufrido y lleno de bondad”14. Con Su vida, y especialmente con Su muerte, Cristo declaraba: “La compasión que les estoy demostrando es de Dios, así como mía”. En la manifestación que el Hijo perfecto hizo del amor de Su Padre perfecto, en el sufrimiento y pesar que sentían mutuamente por los pecados y dolores de todos nosotros, percibimos el verdadero significado de la declaración: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna. Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él”15.
Este día doy mi testimonio personal de un Dios personal y viviente que conoce nuestro nombre, escucha y contesta oraciones y nos ama eternamente como hijos de Su espíritu. Testifico que entre las grandes y complejas tareas inherentes al universo, Él desea nuestra felicidad y seguridad individuales por encima de todo otro asunto divino. Somos creados a Su propia imagen y semejanza16, y Jesús de Nazaret, Su Hijo Unigénito en la carne, vino a la tierra como la perfecta manifestación terrenal de Su grandiosidad. Además del testimonio de los antiguos, también tenemos el milagro moderno de Palmyra: la aparición de Dios el Padre y de Su Hijo Amado, el Salvador del mundo, al joven profeta José Smith. Testifico de esa aparición y, en las palabras de ese profeta, yo también declaro: “Nuestro Padre Celestial es más liberal en sus conceptos y más extenso en sus misericordias y bendiciones de lo que estamos dispuestos a creer o recibir… Dios no tolera el pecado (en el más mínimo grado), pero… cuanto más nos acerquemos a nuestro Padre Celestial, tanto más habrá en nosotros la disposición de sentir misericordia hacia las almas que están pereciendo; sentiremos el deseo de llevarlas sobre nuestros hombros y echar sus pecados a nuestras espaldas”17.
Doy testimonio de un Dios que tiene hombros como esos. Y en el espíritu del santo apostolado, digo como dijo un apóstol de la antigüedad: “En esto consiste el amor; no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados. Amados, si Dios nos ha amado así, debemos también nosotros amarnos unos a otros”18 y amarlo a Él para siempre, lo ruego en el sagrado nombre de Jesucristo. Amén.