El Señor tu Dios te sostendrá de la mano
Si… caminamos llevados de la mano por Él en Sus senderos, seguiremos adelante con fe, y jamás nos sentiremos solos.
En los ojos y en los corazones de muchas personas del mundo actual hay indicios de duda, de miedo y desesperanza. Gran parte de la inseguridad del mundo se ha filtrado a nuestros hogares y a nuestras vidas personales. Sin importar la edad que tengamos o las circunstancias en las que estemos, todos tenemos la necesidad de saber que tenemos poder en el presente y esperanza en el futuro.
Escuchen las palabras de Mormón: “¿No sabéis que estáis en las manos de Dios? ¿No sabéis que él tiene todo poder…?” (Mormón 5:23).
Las manos son una de las partes simbólicamente expresivas del cuerpo. En hebreo, el término yad, que se utiliza con más frecuencia para decir “mano”, también tiene un significado metafórico de poder, fortaleza y vigor (véase William Wilson, Old Testament Word Studies, pág. 205). Por ende, las manos representan poder y fortaleza.
La mano extendida de nuestro profeta viviente, el presidente Gordon B. Hinckley, fortalece, eleva e inspira a todas las personas en todo el mundo.
El estar en las manos de Dios parece sugerir que no sólo estamos bajo Su constante cuidado, sino que también estamos bajo la guardia y protección de Su poder maravilloso.
A lo largo de las Escrituras se hace referencia a la mano del Señor, y Su ayuda divina se manifiesta una y otra vez. Sus poderosas manos crearon mundos, pero aun así, fueron tan suaves como para bendecir a los pequeñitos.
Consideren las palabras que utilizó Juan para describir al Salvador resucitado y glorioso: “Cuando le vi… él puso su diestra sobre mí, diciéndome: No temas; yo soy… el que vivo, y estuve muerto; mas he aquí que vivo por los siglos de los siglos…” (Apocalipsis 1:17–18). Cuando Él posa Su mano sobre nosotros, podemos, al igual que Juan, vivir en Él.
Hace veinticuatro años, nuestro hijito recién nacido luchaba por su vida en la unidad de cuidados intensivos de un hospital. Debido a su nacimiento prematuro, los pulmones aún no estaban completamente desarrollados, lo cual causaba que cada respiro se convirtiera en una lucha desesperada. Aunque era muy pequeñito, tenía muchas ansias de vivir. Siendo padres jóvenes e inexpertos, mi valerosa y siempre fiel esposa Jan y yo oramos para que el Señor extendiera Su mano y de alguna forma ayudara a nuestro bebé a seguir respirando. Al meter mi mano temblorosa en el pequeño hueco de la incubadora, me sentí inadecuado e impotente. Tomé la pequeña pero perfecta manita de nuestro recién nacido, y sentí una poderosa conexión espiritual que jamás olvidaré. Para darle una bendición, le coloqué dos dedos de cada una de mis manos en la diminuta cabecita.
Con toda sinceridad deseábamos su bienestar, pero sabíamos que su experiencia terrenal estaba en manos del Señor, no en las nuestras ni en las del equipo médico que lo atendía. Entonces me di cuenta con humildad de que mis manos temblorosas tenían poder y autoridad muy superiores a los míos. Mis dedos, posados sobre su cabeza, simbolizaban las manos y el poder de Dios sobre nuestro hijo. Tras la bendición, en un momento de paz emocional, mi compañera eterna y yo nos miramos a través de la incubadora y sentimos el espíritu de una esperanza y un consuelo renovados a raíz de la fe en el Señor Jesucristo y en el efecto personal de Su expiación. Fue un testimonio poderoso del amor de Jesucristo por un hijo que acababa de salir de Su presencia. Nos sentimos luego más preparados para aceptar Su voluntad en cuanto a nuestro hijo, ya que realmente sentimos que habíamos colocado nuestras manos en las del Salvador. Fue como si las propias manos del Salvador hubieran suplido la ayuda respiratoria esencial que le permitió a nuestro hijo respirar y recibir sustento. Con cada aliento y con cada mejoría adicional, expresamos agradecimiento devoto. Hoy en día, nuestro hijo saludable, y nosotros, sus padres en deuda, seguimos estando muy agradecidos a las manos dispuestas del Salvador.
Junto con las divinas promesas de levantarse en la mañana de la primera resurrección para heredar “tronos, reinos, principados, potestades y dominios”, también se encuentran las promesas adicionales de “toda altura y toda profundidad” (D. y C. 132:19). En el gran plan de felicidad se incluye una especie de montaña rusa que nos lleva de momentos desafiantes a momentos de suprema dicha. Sí, todos atravesamos momentos de dificultades y angustias, y a veces, son tan difíciles de sobrellevar que sentimos el deseo de darnos por vencidos. Hay ocasiones en que damos pasos inseguros, en que nos sentimos desalentados e incluso buscamos ayuda desesperados.
El élder Holland nos recuerda que el “símbolo de la copa que no puede pasar representa una copa que nos llega a nosotros al igual que al Salvador. Nos llega con mucha menos fuerza, en mucho menor grado, pero nos llega con suficiente frecuencia para enseñarnos que debemos obedecer” (Trusting Jesus, págs. 42–43).
Todos tenemos la necesidad de saber que podemos seguir adelante en la fortaleza del Señor. Podemos colocar nuestra mano en la de Él, y sentiremos que Su presencia alentadora nos eleva a alturas que no podríamos lograr por nosotros mismos.
Cuando un padre angustiado llevó a Jesús a su hijo sumamente enfermo, Marcos registra lo siguiente: “…Jesús, tomándole de la mano, le enderezó; y se levantó” (Marcos 9:27).
Debemos confiar en el Señor. Si nos entregamos a Él plenamente, nuestras cargas nos serán quitadas y nuestros corazones serán consolados.
Hace poco, el élder Scott brindó este consejo: “[Confía] en Dios… no importa cuán difícil sea la circunstancia… Tu tranquilidad, tu convicción en las respuestas sobre problemas desconcertantes y tu gozo final dependen de tu confianza en el Padre Celestial y en Su Hijo Jesucristo” (“El poder sustentador de la fe en tiempos de incertidumbre y de pruebas”, Liahona, mayo de 2003, págs. 76–78).
¿Cómo aprendemos a confiar? ¿Cómo aprendemos a extender la mano y a conectarnos al consuelo que el Señor ofrece?
El Señor le dio instrucciones claras a José Smith: “Aprende de mí y escucha mis palabras; camina en la mansedumbre de mi Espíritu, y en mí tendrás paz… Ora siempre, y derramaré mi Espíritu sobre ti…” (D. y C. 19:23, 38).
He aquí cuatro claves:
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Aprender
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Escuchar
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Procurar obtener el espíritu
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Orar siempre
El Señor proporcionará sustento y apoyo si estamos dispuestos a abrir la puerta y aceptar Su mano de ayuda divina.
El presidente Thomas S. Monson nos hace recordar la mano del Salvador que siempre está dispuesta a rescatar: “Adoradas son las manos que salvan, sí, las manos de Jesús el Cristo, el Hijo de Dios, el Redentor de la humanidad. Con Su mano llama a la puerta de nuestro entendimiento” (véase “Esas preciosas manos”, Liahona, marzo de 1991, pág. 6).
Recientemente nuestra hija y nuestro yerno se preparaban para disfrutar de una velada juntos; se encontraban tan apurados para alistarse y darle unas últimas instrucciones a la niñera que apenas cuando estaban junto a la puerta y a punto de salir advirtieron el semblante triste de uno de los hijos y las lágrimas en los ojos de otro. Se dieron cuenta de que los hijos estaban preocupados porque papi y mami se iban a ir. Así que los padres reunieron a sus cuatro preciados hijos a su alrededor, y el papá les pidió que le mostraran las manos. Las ocho manitas quedaron extendidas frente a ellos. La mamá y el papá procedieron a besar cada mano y a decir a los niños que en cualquier momento que los extrañaran, o que estuvieran asustados o que necesitaran sentir amor, podían llevarse las manos a las mejillas y sentir la presencia de mami y papi. Se quedaron muy contentos, y cuando nuestra hija y nuestro yerno salieron, vieron a sus cuatro hijitos parados cerca de la ventana, sonriendo y con las manos en las mejillas.
Confiaban en sus padres; sabían que se los quería.
Así como los pequeñitos confían, cada uno de nosotros debe tener la misma confianza sin reservas que tiene un niño. Debemos recordar que somos hijos e hijas de Dios y que nos ama mucho… Si realmente comprendemos quienes somos, tendremos una fuente inagotable de esperanza y consuelo.
Jamás podremos llegar a la meta final de “la carrera que tenemos por delante” (Hebreos12:1) sin colocar nuestra mano en las del Señor.
Hace algunos años, nuestra única hija decidió competir en una maratón. Junto con algunas amigas, se preparó y se esforzó con mucho afán. Se trataba de una carrera difícil en la que varias veces tuvo deseos de darse por vencida, pero siguió adelante, concentrándose en un paso a la vez. Al acercarse a la mitad del trayecto, escuchó a alguien que a sus espaldas le gritaba: “Ciego pasando a mano izquierda”.
Miró hacia su lado, y vio a un señor ciego que la pasaba sin soltar la mano de otro señor. Ambos competían en la carrera. Cuando la pasaron, ella vio con cuanta firmeza el ciego se aferraba a la mano de su amigo.
Abrumada con su propio dolor físico, se sintió fortalecida al ver a esos dos caballeros que corrían tomados de la mano. El que veía iba motivado por su amigo ciego, y el que sufría de ceguera dependía del estar aferrado a la mano de su amigo. Nuestra hija entendía que el ciego jamás podría llegar a la meta final por sí solo. Se sintió inspirada por la confianza del ciego y el dedicado afecto del amigo.
De igual manera, el Salvador ha extendido Su mano a cada uno para que no tengamos que correr solos. “Para quienes de vez en cuando se tambalean o se tropiezan, Él está presente a fin de hacer que recuperen el equilibrio y se fortalezcan” (Trusting Jesus, pág. 43). Al acercarnos a la meta final, Él estará allí para salvarnos, y es por todo esto que dio Su vida.
Piensen en las heridas de Sus manos. Sus manos gastadas, sí, aun Sus manos de carne desgarrada y sacrificio físico, son las que dan a nuestras propias manos mayor poder y dirección.
El Cristo herido es el que nos guía a través de los momentos difíciles. Es el que nos sostiene cuando necesitamos más aire para respirar o una dirección en la que andar o, incluso, más valor para seguir adelante.
Si guardamos los mandamientos de Dios y caminamos llevados de la mano por Él en Sus senderos, seguiremos adelante con fe, y jamás nos sentiremos solos.
Confíen en Su promesa de vida eterna, y permitan que la paz y la esperanza les acompañen.
Cuando nos conectamos al Autor de Paz, a Su amor perfecto y redentor, podemos llegar a experimentar la veracidad de la promesa del Señor: “…yo Jehová soy tu Dios, quien te sostiene de tu mano derecha, y te dice: No temas, yo te ayudo” (Isaías 41:13).
Testifico de Jesucristo, nuestro Redentor y Salvador viviente.
Testifico que Él vive y nos extiende Su amorosa mano a cada uno. En el nombre de Jesucristo. Amén.