“Permaneced en mí”
Para que el fruto del Evangelio florezca y bendiga nuestra vida, debemos ceñirnos con firmeza a Él, el Salvador de todos nosotros.
Cuando la Iglesia era aún joven, las Autoridades Generales a menudo rendían informe de sus misiones en la conferencia general. Comprendo que estamos en el año 2004 y no en 1904, pero quisiera en esta ocasión retornar a aquella práctica y referirme a algunas de las maravillosas experiencias que mi esposa y yo estamos viviendo en Latinoamérica. Al hacerlo, espero que puedan tener alguna aplicación para ustedes, dondequiera que vivan o presten servicio.
Ante todo, quisiera agradecer a cada uno de los misioneros que han servido a lo largo de las épocas en esta trascendental obra de los últimos días que se nos ha dado. El desarrollo alcanzado por el Evangelio restaurado es un milagro en todo el sentido de la palabra, e igualmente milagroso es que, en gran medida, ese desarrollo sea el producto de los esfuerzos de jóvenes de diecinueve años. Al ver a sus hijos e hijas, nietos y nietas (y en algunos casos a sus padres y abuelos) trabajar fielmente en Chile, he pensado en las decenas de miles de otros misioneros como ellos a quienes hemos conocido por todo el mundo. Esos jóvenes puros, transparentes y entusiastas que trabajan de dos en dos, se han transformado en un símbolo viviente de esta Iglesia en todas partes. Ellos mismos son el primer mensaje del Evangelio que reciben sus investigadores, y cuán magnífico es ese mensaje. Todos saben quiénes son, y los que les conocemos mejor somos quienes más les amamos.
Cuánto me gustaría que conocieran a una hermana argentina que fue llamada a servir con nosotros. Con el deseo de hacer todo lo posible por cubrir ella misma los gastos de la misión, vendió su violín, casi su único y ciertamente su más preciado bien material. Sencillamente dijo: “Dios me bendecirá con otro violín después que yo haya bendecido a Sus hijos con el Evangelio de Jesucristo”.
También me gustaría que conocieran al élder chileno que, lejos de su familia e internado en un colegio, se encontró un día un Libro de Mormón y empezó a leerlo esa misma tarde. Al igual que la experiencia que tuvo Parley P. Pratt, leyó insaciablemente toda la noche. Al amanecer del día siguiente, se sintió conmovido por una profunda sensación de paz y de renovada esperanza. Se propuso averiguar el origen de ese libro y quién había escrito aquellas bellas páginas. Trece meses después estaba sirviendo en una misión.
Cómo quisiera que conociesen al maravilloso joven oriundo de Bolivia, que llegó a la misión sin una chaqueta y pantalón que combinaran y con zapatos tres números más grandes. Era algo mayor que el promedio de los misioneros debido a que era el único que sostenía a su familia y le había llevado algo de tiempo ganar el dinero suficiente para su misión. Crió pollos y vendió huevos de puerta en puerta. Cuando su llamamiento finalmente llegó, su madre viuda tuvo que ser urgentemente operada de apendicitis. Nuestro joven amigo dio hasta el último centavo que tenía ahorrado para pagar la cirugía y la recuperación de su madre y después, sin decir nada a nadie, juntó ropa usada entre sus amigos y llegó al C.C.M. de Santiago como estaba previsto. Les aseguro que ahora su ropa combina, sus zapatos son del número debido y tanto él como su madre están sanos y salvos temporal y espiritualmente.
Y así siguen yendo, de los hogares de ustedes, a todo el mundo. Entre esa larga lista de dedicados siervos del Señor, se encuentra un creciente número de matrimonios mayores que hacen una aportación indispensable a esta obra. ¡Cuánto amamos y necesitamos a los matrimonios misioneros en prácticamente todas las misiones de esta Iglesia! Aquellos de ustedes que estén en condiciones de hacerlo, guarden sus palos de golf, no se preocupen por el mercado de valores, dense cuenta de que sus nietos seguirán siendo sus nietos cuando ustedes regresen ¡y vayan a una misión! Les prometemos que tendrán la experiencia más extraordinaria de su vida.
Quisiera contarles algo sobre los maravillosos miembros de la Iglesia. Recientemente fui asignado a participar en la reorganización de una estaca que se extendía por una amplia zona y sentí la inspiración del Señor de llamar a un cierto hombre como miembro de la presidencia de la estaca, quien, según se me había dicho, tenía una bicicleta, pero no un automóvil. Muchos líderes en la Iglesia no tienen automóvil, pero me preocupaba cómo podría afectar eso a aquel hermano en aquella estaca en particular. En mi desahuciado español, proseguí la entrevista y le pregunté: “Hermano, ¿no tiene un auto?”. Sin vacilar y con una sonrisa, me respondió: “No tengo un auto; pero yo tengo pies, yo tengo fe”. Entonces añadió que podía viajar en bus, ir en su bicicleta o caminar, “como los misioneros”, me dijo sonriendo, y así lo hace.
Hace apenas ocho semanas asistí a una conferencia de distrito de misión que se llevó a cabo en la Isla Grande de Chiloé, una localidad del sur de Chile a la que no llegan muchos visitantes. Imagínense la responsabilidad que sentí al dirigirme a esa bella gente cuando se me hizo notar que un hombre muy anciano que se hallaba sentado cerca de los asientos de delante de la capilla había salido de su casa a las cinco de la mañana y caminado cuatro horas para estar en su asiento a las nueve, aguardando una reunión que estaba programada para las once. Dijo que quería conseguir una buena ubicación. Le miré a los ojos, pensé en ocasiones de mi vida en que mi actitud había sido algo indiferente y me vinieron a la mente las palabras de Jesús, cuando dijo: “…ni aun en Israel he hallado tanta fe”1.
La Estaca Punta Arenas, Chile, es la estaca de la Iglesia que se encuentra en la parte más austral de nuestro planeta y sus límites más remotos están casi acariciando la Antártida. Los líderes de cualquier estaca que se organizara más al sur tendrían que ser pingüinos. Los santos de Punta Arenas tienen que cubrir un trayecto de ida y vuelta de casi 6.800 kilómetros en autobús para ir al Templo de Santiago. A un matrimonio, sólo los gastos de transporte pueden significarle hasta un veinte por ciento de sus ingresos anuales. En un autobús solamente hay capacidad para 50 personas, pero cada vez que hay una excursión, se congregan unas 250 para llevar a cabo un breve servicio con los viajeros temprano por la mañana antes de su partida.
Hagan una breve pausa y pregúntense cuándo fue la última vez que ustedes se congregaron en un estacionamiento con frío y viento extremos cerca del Estrecho de Magallanes sólo para cantar con quienes viajaban al templo, orar por ellos y alentarlos al partir, con la esperanza de que sus ahorros les permitieran ser parte de la próxima excursión. El viaje lleva 110 horas, 70 de ellas por caminos polvorientos y escabrosos de la Patagonia argentina. ¿Cómo se siente uno tras pasar 110 horas en un autobús? Sinceramente, no lo sé, pero sí sé que a algunos de nosotros nos cuesta ir al templo si vivimos a más de 110 kilómetros de distancia o si la sesión dura más de 110 minutos. Mientras seguimos enseñando a esos distantes Santos de los Últimos Días el principio del diezmo, orando con ellos y edificando cada vez más templos, tal vez el resto de nosotros podremos hacer más por disfrutar con regularidad de las bendiciones y de la maravilla del templo cuando tantos están cada vez más cerca de nosotros.
Y esto me lleva al último punto que quisiera tratar con ustedes. Hay muchas cosas que los miembros de la Iglesia relacionamos con el liderazgo visionario del presidente Gordon B. Hinckley, entre otras (tal vez en forma particular), la gran expansión en la construcción de templos. Pero me atrevo a decir que quienes estamos en este estrado, seguramente le recordaremos casi tan enfáticamente por su determinación de retener en actividad permanente a los conversos que se unen a la Iglesia. Ningún otro profeta de esta dispensación se ha referido a este asunto más directamente ni ha esperado más que cada uno de nosotros haga su parte para que ello suceda. En tono humorístico y golpeando la mesa delante de él, nos dijo a los Doce recientemente: “Hermanos, cuando mi vida llegue a su fin y esté terminando el servicio funerario, en el espíritu pasaré delante de cada uno de ustedes, les miraré directamente a los ojos y les preguntaré: ‘¿Qué tal les va con el asunto de la retención?’ ”.
Este asunto de la retención completa el círculo del servicio misional, uniendo la calidad perdurable de conversión que los misioneros se esfuerzan por lograr en sus investigadores con el mayor cometido y la devoción que se ve en los maravillosos miembros de la Iglesia.
Cristo dijo: “Yo soy la vid verdadera, y… vosotros los pámpanos”2. “Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el pámpano no puede llevar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí”3.
“Permaneced en mí” es un concepto comprensible y hermoso en la elegante versión del rey Santiago de la Biblia en inglés, pero el vocablo inglés que corresponde a “permanecer” ya no es una palabra que se emplee mucho. Personalmente, adquirí una apreciación aún más profunda de esta admonición del Señor al leer la traducción de ese pasaje en otro idioma. En español, dice “permaneced en mí”. Al igual que el verbo inglés “abide”, el verbo “permanecer” equivale a quedarse en un determinado lugar o mantener una determinada posición y hasta un gringo como yo comprende que en este contexto significa “quedarse, pero quedarse para siempre”. Tal es el llamado del mensaje del Evangelio para los chilenos y para todo otro pueblo del mundo. Vengan, pero vengan para quedarse; vengan con convicción y perseverancia; vengan y quédense permanentemente, por el bien de ustedes mismos y por el bien de todas las generaciones que les seguirán, y nos ayudaremos los unos a los otros a ser fuertes hasta el fin.
Mi maravilloso presidente de misión nos enseñó en su primer mensaje a los misioneros: “Quien levanta un palo por un extremo, también levanta el otro”4. Y así es como se supone que debe ser cuando nos unimos a ésta, la Iglesia verdadera y viviente del Dios verdadero y viviente. Cuando nos unimos a La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, subimos a bordo del Buen Buque Sión y empezamos a navegar a dondequiera que éste vaya hasta llegar al puerto del Milenio. Permanecemos en el buque en días de tempestad y también de calma, bajo lluvia y sol, pues ése es el único camino hacia la tierra prometida. Esta Iglesia es el medio por el cual el Señor expone Sus doctrinas, ordenanzas y convenios de importancia crucial, y otorga las llaves que son esenciales para la exaltación; y nadie puede ser plenamente fiel al Evangelio de Jesucristo sin esforzarse por ser fiel en la Iglesia, la cual es su manifestación institucional en la tierra. Tanto a los nuevos conversos como a los miembros de muchos años, afirmamos con el mismo espíritu con el que Nefi hizo su última exhortación: “…habéis entrado por la puerta… [pero] ahora bien… después de haber entrado en esta estrecha y angosta senda, quisiera preguntar si ya quedó hecho todo… os digo que no… debéis seguir adelante con firmeza en Cristo… y [si] perseveráis hasta el fin, he aquí… Tendréis la vida eterna”5.
Jesús dijo: “…separados de mí nada podéis hacer”6. Testifico que ésa es la verdad de Dios. Cristo es todo para nosotros, y debemos “permanecer” en Él permanentemente, de continuo, firmemente, para siempre. Para que el fruto del Evangelio florezca y bendiga nuestra vida, debemos ceñirnos con firmeza a Él, el Salvador de todos nosotros, así como a Su Iglesia, que lleva Su santo nombre. Él es la vid que es nuestra fuente verdadera de fortaleza y la única fuente de vida eterna. En Él no sólo perseveraremos, sino que también prevaleceremos y triunfaremos en esta santa causa que nunca nos fallará. Que nunca le fallemos a ella ni a Él, ruego en el sagrado y santo nombre de Jesucristo. Amén.