El matrimonio y la familia: Nuestra sagrada responsabilidad
En una sociedad en la que a menudo se evade el matrimonio, se evita la paternidad y se degrada a las familias, tenemos la responsabilidad de honrar nuestro matrimonio, de educar a nuestros hijos y de fortalecer nuestras familias.
Poco después de casarme, mis tres hermanos y yo, nos encontramos en la oficina de mi padre para realizar una reunión de negocios. Al terminar nuestra reunión y disponernos a salir, nuestro padre se detuvo, nos miró y dijo: “Muchachos, no están tratando a sus esposas como deberían hacerlo, deben demostrarles más bondad y respeto”. Las palabras de mi padre me llegaron al alma.
Hoy somos testigos de un ataque sin fin al matrimonio y a la familia. Ellos parecen ser los principales blancos del adversario para el menosprecio y la destrucción. En una sociedad en la que a menudo se evade el matrimonio, se evita la paternidad y se degrada a las familias, tenemos la responsabilidad de honrar nuestro matrimonio, de educar a nuestros hijos y de fortalecer nuestras familias.
Honrar el matrimonio requiere que los cónyuges se amen, se respeten y sean leales el uno hacia el otro. Se nos ha dado la sagrada instrucción de “amarás a tu esposa con todo tu corazón, y te allegarás a ella y a ninguna otra” (D. y C. 42:22).
El profeta Malaquías enseñó: “… Porque Jehová ha atestiguado entre ti y la mujer de tu juventud, contra la cual has sido desleal, siendo ella tu compañera, y la mujer de tu pacto… Guardaos… y no seáis desleales con la mujer de vuestra juventud” (Malaquías 2:14–15). En verdad, es un privilegio pasar la vida junto a la mujer de nuestra juventud, guardar los convenios, adquirir sabiduría y compartir amor ahora y en toda la eternidad.
Me acuerdo de la expresión: “Cuando la satisfacción o la seguridad de la otra persona llega a ser tan significativa como la satisfacción o la seguridad personal, entonces existe el amor” (Harry Stack Sullivan, Conceptions of Modern Psychiatry, 1940, pág. 42–43).
Se supone que el matrimonio es, y debe ser, una relación amorosa, vinculante y armoniosa entre un hombre y una mujer. Cuando los cónyuges entienden que a la familia la decretó Dios y que el matrimonio puede estar lleno de promesas y bendiciones que se extienden hasta las eternidades, la separación y el divorcio rara vez se llegarán a considerar en un hogar Santo de los Últimos Días. Las parejas se darán cuenta de que las ordenanzas y los convenios sagrados realizados en la Casa del Señor les proporcionarán los medios para regresar a la presencia de Dios.
A los padres se les ha dado el sagrado deber de “cri[ar] [a los hijos] en disciplina… del Señor” (Efesios 6:4). “El primer mandamiento que Dios les dio a Adán y a Eva tenía que ver con el potencial que, como esposo y esposa, tenían de ser padres” (“La Familia: Una proclamación para el mundo”, Liahona, octubre de 1998, pág. 24). Entonces nuestra responsabilidad no sólo es el bienestar de nuestro cónyuge sino que se extiende al cuidado atento de nuestros hijos, porque “… herencia de Jehová son los hijos” (Salmos 127:3). Podemos escoger educar así a nuestros hijos y “[enseñarles]… a orar y a andar rectamente delante del Señor” (D. y C. 68:28). Como padres, debemos considerar a nuestros hijos como dones de Dios y debemos comprometernos para hacer de nuestro hogar un lugar para amar, enseñar y educar a nuestros hijos e hijas.
El presidente Thomas S. Monson nos recuerda: “El manto de liderazgo no es la capa de la comodidad sino el peso de la responsabilidad… La juventud necesita menos críticos y más ejemplos buenos. Dentro de cien años no tendrá ninguna importancia el tipo de casa en la que hayamos vivido, cuánto dinero hayamos tenido en la cuenta de ahorros ni la apariencia de nuestra ropa, pero el mundo quizá sea un poco mejor por la influencia que hayamos tenido en la vida de un niño” (“En pos de la vida plena”, Liahona, agosto de 1988, pág. 7).
Aunque a veces nos sintamos cansados, impacientes o muy ocupados para atender a nuestros hijos, nunca debemos olvidar el infinito valor de lo que tenemos en nuestro hogar: nuestros hijos e hijas. Lo que tengamos que hacer, ya sea una cita de negocios o un nuevo auto, es de poco valor comparado con el valor de una alma joven.
John Gunther, un padre que perdió a su hijo a causa de cáncer al cerebro, nos instó: quienes todavía tengan “hijos e hijas, abrácenlos con una mayor sensación de dicha por tenerlos con ustedes” (Death Be Not Proud, 1949, pág. 259).
El presidente Harold B. Lee contó que el gran educador, Horace Mann, “quien era el orador en la dedicación de una escuela para varones, dijo en su discurso: ‘Si esta escuela, que ha costado tantos millones, logra salvar a un solo muchacho, ha valido la pena todo ese gasto’. Después de la reunión uno de sus amigos se le acercó y le dijo: ‘Parece que te dejaste llevar por el entusiasmo, ¿no?… Dijiste que si esta escuela que ha costado miles de dólares logra salvar a un solo muchacho, ¿habrá valido la pena el costo? No creo que hayas querido decir realmente eso’ ”. Horace Mann lo miró y dijo: ‘Sí, amigo. Si ese joven fuera tu hijo, ¿no crees que se justificaría?’ ” (Véase “Un paladín de la juventud”, élder Vaughn J. Featherstone, Liahona, enero de 1988, pág. 26).
El amar, proteger y educar a nuestros hijos están entre las cosas más sagradas y eternamente importantes que hagamos. Las posesiones materiales se desvanecerán, la película o la canción más popular de hoy será irrelevante mañana, pero un hijo o una hija es eterno.
“… la familia es la parte central del plan del Creador para el destino eterno de Sus hijos” (“La Familia: Una proclamación para el mundo”). Por lo tanto, los padres y los hijos deben trabajar en forma unida para fortalecer las relaciones familiares, cultivándolas todos los días.
Tengo un hermano que trabajaba en una gran universidad y que nos contó acerca de un atleta, destacado corredor de vallas, que era ciego. Rex le preguntó: “¿Nunca te caes?”, a lo que el atleta respondió: “Tengo que ser exacto. Mido antes de saltar. Una vez no lo hice y casi me mato”. Luego el joven habló de las incontables horas que su padre le dedicó durante muchos años para enseñarle, ayudarle y mostrarle cómo saltar vallas, hasta que llegó a ser uno de los mejores.
¿Cómo iba a fallar ese joven con un equipo como ése, el de un padre y un hijo?
Jóvenes y jovencitas, ustedes pueden ser una gran influencia positiva en sus hogares al ayudar a lograr objetivos familiares dignos. Nunca olvidaré la noche de hogar hace años, en la que se colocó el nombre de cada integrante de la familia en un sombrero. El nombre que se escogía sería el “amigo secreto” durante la semana. Ya se imaginarán el amor que llenó mi corazón cuando llegué a casa al martes siguiente después del trabajo para limpiar el garaje, tal como lo había prometido, y lo encontré ya barrido. Había una nota pegada en la puerta del garaje que decía: “Espero que hayas tenido un buen día, tu amigo secreto”. Y el viernes por la noche al sacar la colcha de la cama descubrí una barra de mi dulce favorito, envuelta cuidadosamente en papel blanco, con una nota que decía: “¡Papá, te quiero mucho! Gracias, tu amigo secreto”. Luego ocurrió algo mejor. Cuando regresé a casa tarde un domingo, después de asistir a una reunión vespertina, encontré en mi lugar de la mesa del comedor una servilleta hermosamente colocada, y escrito en ella: “SUPER PAPÁ” con letras grandes, y entre paréntesis: “Tu amigo secreto”. Realicen su noche de hogar, porque allí se enseña el Evangelio, se obtiene un testimonio y se fortalece a la familia.
Aunque el adversario busque destruir los elementos claves necesarios para un matrimonio feliz y una familia recta, permítanme asegurarles que el Evangelio de Jesucristo provee las herramientas y enseñanzas necesarias para combatir y vencer al agresor en esta guerra. Si tan sólo honramos nuestro matrimonio impartiendo más amor y abnegación a nuestro cónyuge; educamos a nuestros hijos con delicada persuasión y con el mejor maestro, el cual es el ejemplo, y fortalecemos la espiritualidad de nuestra familia por medio de la noche de hogar constante, y la oración y el estudio de las Escrituras, les testifico que el Salvador viviente, Jesucristo, nos guiará y nos dará la victoria en nuestros esfuerzos por alcanzar la unidad familiar eterna. Lo testifico en el nombre de Jesucristo. Amén.