La orientación familiar con el hermano Skinner
Me bauticé cuando era adolescente, pero al poco tiempo dejé de ir a las reuniones. Los tres años que pasé en el ejército no hicieron nada para restaurar mi salud espiritual. Sin embargo, poco después de que se me dio de baja, la amable pero insistente influencia del Espíritu del Señor me guió a regresar a la actividad en mi barrio, y yo obedecí.
Aunque no entendía mucho, el quórum de élderes me acogió sin vacilar y me puso a trabajar como compañero de orientación familiar de Burniss Skinner, segundo consejero del obispado, bajo cuya amorosa tutela sentí cómo mi testimonio comenzaba a echar raíces.
Algunas de las familias que se nos habían asignado tenían problemas económicos, hijos adolescentes, enfermedades crónicas, la soledad o la falta de actividad en la Iglesia. Otras ejemplificaban la paz procedente del vivir el Evangelio. Entre esas familias se destacaban de manera especial Hazel y John Peterson. Su hijo, Mike, había sido amigo mío en la escuela secundaria, así como uno de los jóvenes que había jugado un papel decisivo en mi conversión. Cuando era un joven investigador, los misioneros me enseñaron las charlas en casa de ellos, una casa a la que ahora regresaba como maestro orientador.
El hermano Skinner ministraba con agrado y paciencia y enseñaba con el gran amor que sentía por todas las personas de las casas que visitábamos. Sus palabras y gestos de consuelo, bendición, cuidado y consejo permanecen en mi corazón como lecciones del amor del Salvador. Las visitas de orientación familiar con el hermano Skinner no eran una carga sino un grandísimo privilegio y honor.
En el plazo de un año, había avanzado en el sacerdocio, me sellé en el templo con mi amada esposa y nos mudamos lejos del hermano Skinner y nuestras familias de orientación familiar. Tras completar mis estudios universitarios de abogacía, pasé 20 años como militar, durante los cuales llevé a mi familia a vivir en cuatro países de tres continentes. Mas nunca olvidé al hermano Skinner y, mientras servía en diferentes barrios y ramas, traté de emular su compasión y dedicación.
Después de jubilarme de las fuerzas aéreas, volví a mi ciudad natal y proseguí con la práctica del derecho. En aquellos 20 años se habían reorganizado los barrios con límites geográficos totalmente diferentes, pero sentía que debía visitar a la hermana Hazel Peterson, que había vivido sola desde que su esposo había muerto de cáncer.
Sin embargo, pasaron seis meses y aún no la había visitado. Una mañana de invierno, mientras manejaba mi auto hacia mi despacho, la imagen de la hermana Peterson me pasó por la mente. Al pasar por la salida más próxima a su casa, traté de olvidar ese sentimiento, pero al llegar a la próxima salida me encontré saliendo de la autovía y girando en dirección a la casa de la hermana. Así como el Espíritu me había compelido a regresar a la actividad hacía casi 25 años, ahora me susurraba apaciblemente que debía ver a la hermana a la que había visitado como maestro orientador.
Llamé a la puerta de la casa y aguardé. Después de unos minutos, empecé a preguntarme un tanto avergonzado si tal vez ella habría salido. Volví a llamar y pasaron otros minutos. Finalmente, la ventana que había arriba de la puerta vibró, se abrió y la hermana Peterson me miró. Los años habían emblanquecido su cabello por completo y parecía pequeña y delgada. En su rostro se dibujaba una mueca de dolor. A pesar de sus esfuerzos por respirar, comenzó a sollozar cuando me reconoció. “Ah, Kevin”, dijo. “Qué alegría que esté aquí. La artritis me está matando y necesito una bendición del sacerdocio. Gracias por aguardar; por favor, pase”. Pero antes de dejar la ventana, agregó: “Creí que se trataba de Burniss”.
Me extrañó oír el nombre de Burniss. “¿Se refiere al hermano Skinner?”, le pregunté. “Aún vive por aquí?”.
“No”, respondió. “Vive a unos 65 kilómetros al norte, pero aún trabaja cerca y tengo el teléfono de su trabajo. Le llamé hace 20 minutos y le pedí que viniera a darme una bendición. No tardará en llegar”.
Un automóvil se detuvo en la entrada y de él se bajó el hermano Skinner, mucho más canoso pero conservando el mismo porte complacido y la bondadosa sonrisa de su rostro. Nos dimos la mano y 20 años de distancia se desvanecieron en ese instante. Entramos en la casa de la hermana Peterson, el lugar donde tantos años atrás el hermano Skinner contribuyó a mi aprendizaje espiritual. Ungí la cabeza de la hermana Peterson con aceite consagrado y el hermano Skinner pronunció la bendición. Volvíamos a estar juntos, compañeros en una llamada inesperada a servir procedente del Señor mismo.
Kevin Probasco es miembro del Barrio Glen Eagle, Estaca Syracuse Oeste, Utah.