La casa en el huracán
Basado en experiencias de la autora
El viento rugía y las palmeras se mecían para cuando el auto de la abuela llegó a casa de Ana Luisa. “Agarren sus cosas, niñas, y vayan adentro”, dijo la abuela. “Voy a buscar unas piedras para ponerlas detrás de los neumáticos del auto”.
“¿Por qué?”, preguntó Rebecca.
“Para que el viento no se lo lleve”, respondió la abuela.
Rebecca y Sarah se miraron la una a la otra, con ojos de asombro.
Las niñas no recordaban el último huracán que había pasado por Puerto Rico hacía ocho años, cuando Sarah tenía dos años de edad y Rebecca sólo uno, pero sabían que el río Arecibo había inundado el vecindario donde vivían y que había destruido muchas casas. Ahora se acercaba el huracán George y los noticieros advertían que ese huracán tal vez fuera aún peor.
“Niñas, ¿están listas para el huracán George?”, preguntó Ana Luisa cuando entraron por la puerta de enfrente.
“El hermano Soto fue a nuestra casa esta mañana y cubrió todas las ventanas con madera. La abuela dice que tenemos que orar para que todo salga bien”, contestó Sarah.
“Así es”, dijo Ana Luisa. “Nuestro Padre Celestial nos protegerá”.
Ana Luisa era una amiga de su nueva iglesia. Aunque las niñas estaban preocupadas, las palabras consoladoras de Ana Luisa y el familiar aroma de arroz y frijoles que se respiraba en su cálido hogar las hizo sentir mejor.
Las misioneras, que apenas hacía tres meses le habían enseñado el Evangelio a la abuela y a las niñas, también iban a pasar la noche en la casa de Ana Luisa. “Va a ser divertido”, dijo la hermana Lewis, una de las misioneras, “como si fuera una fiesta, sólo que con muy mal tiempo”.
Por un rato, fue como una fiesta: cenaron, luego comieron galletitas y escucharon la radio. De vez en cuando oían ruidos fuertes afuera. Rebecca y Sarah se preguntaban si el viento se habría llevado el auto de la abuela, pero afuera estaba demasiado oscuro y no podían ver.
Más tarde, las luces parpadearon y se fue la electricidad. Rebecca hizo una cara divertida bajo la luz de la linterna, y la abuela dijo: “Probablemente ahora sea un buen momento para acostarnos”.
Luego de que se pusieron los pijamas, la abuela llamó a Sarah y a Rebecca a la sala. “Vamos a decir una oración”, dijo la abuela. La hermana Lewis le pidió a nuestro Padre Celestial que las protegiera durante el huracán y que protegiera el hogar de Sarah y de Rebecca. El oír a la hermana Lewis orar hizo que las niñas se sintieran mejor.
* * *
A la mañana siguiente, cuando Sarah abrió las rejillas de metal de la ventana, la calle donde vivía Ana Luisa parecía algo de otro mundo; el automóvil de la abuela aún estaba allí, pero había árboles caídos y en el césped había hojas de metal de los techos de las casas; las palomas caminaban en vano por la acera, demasiado pesadas con el agua de la lluvia para poder volar. Sarah le preguntó nerviosamente a Rebecca: “Si la calle de Ana Luisa quedó así, ¿cómo piensas que quedó la nuestra?”.
Temprano por la mañana la abuela había ido a ver cómo estaría su casa; por fin regresó alrededor del mediodía. “El vecindario está inundado”, dijo. “Ni siquiera pude acercarme a nuestra calle”.
Rebecca quería llorar. Sarah preguntó: “¿Qué haremos ahora, abuela?”.
“Si a Ana Luisa le parece bien, nos quedaremos aquí unos días; tal vez para entonces baje el nivel del agua y podamos irnos a casa”.
* * *
Todos los de la Iglesia querían ayudar a la abuela, a Rebecca y a Sarah. Ana Luisa les hizo de cenar y las misioneras les habían llevado ropa que la familia de la hermana Lewis había enviado. Incluso el obispo Espinosa había ido a darle una bendición a la abuela cuando se había sentido enferma; pero era difícil no estar en su propia casa, y aún más difícil no saber si la casa aún estaría en pie.
Por fin, después de ocho días, despejaron las calles del vecindario. Aseguradas con los cinturones de seguridad en el asiento de atrás del auto de la abuela, Sarah y Rebecca sentían una mezcla de emoción y de miedo en el estómago. Al ir en el auto, vieron casas sin paredes, derribadas por el viento; vieron abandonadas a un lado del camino mesas quebradas, colchones empapados y refrigeradores llenos de lodo.
“¿Y qué pasará si nuestra casa ya no está?”, preguntó Rebecca.
“Entonces nuestro Padre Celestial nos ayudará a encontrar una nueva”, contestó la abuela.
Por las calles del vecindario aún corría el pesado y negro lodazal, de modo que tenían que viajar muy despacio. Por fin, la abuela dio vuelta a la esquina para entrar en la calle donde vivían.
“¡Ahí está!”, gritó Rebecca. “¡Nuestra casa todavía está allí!”
“Hay un hoyo en el techo”, dijo Sarah.
Por dentro, todo olía a humedad. Las niñas apoyaron los colchones contra la pared para orearlos y ayudaron a la abuela a secar el agua que había entrado por el hoyo del techo. “¿Podemos quedarnos aquí esta noche, abuela?”, preguntó Rebecca.
“No creo que sea buena idea. Tendremos que esperar unas noches más hasta que reparen el techo”.
Rebecca suspiró y se dejó caer sobre el sofá húmedo. “Quisiera que pudiéramos quedarnos”.
“Yo estoy contenta de que la casa todavía esté aquí”, comentó Sarah.
“Nuestro Padre Celestial escuchó nuestras oraciones”, dijo la abuela. Luego, mirando por la puerta, señaló hacia la calle: “Y creo que aún sigue escuchando”.
Afuera, se estacionó frente a la casa un camión grande con una grúa, del que se bajaron el obispo Espinosa y el hermano Soto, junto con otros hermanos del barrio.
“¿Necesita ayuda?”, exclamó el obispo. “¿Tal vez a alguien que le componga el techo?”
Sarah y Rebecca se tomaron de las manos y dieron gritos de alegría. “¿Quiere decir que nos podemos quedar, abuela? ¿Podemos dormir aquí esta noche?”
La abuela sonrió y asintió con la cabeza. “Niñas, bienvenidas a casa”.
Melody Warnick es miembro del Barrio Ames, Estaca Ames, Iowa.
“La protección prometida a los siervos fieles… es tan real hoy como lo fue en los tiempos bíblicos”.
Élder Dallin H. Oaks, del Quórum de los Doce Apóstoles, “Historias bíblicas y protección personal”, Liahona, enero de 1993, pág. 43.