Rescatado dos veces
Cuando era niño, mi padre me salvó la vida. Aunque no recuerdo lo que pasó, la experiencia se ha contado muchas veces en mi familia.
Cuando ocurrió, yo tenía dos años y mi hermano cuatro; estábamos con nuestro padre, que se hallaba dando de comer al ganado en la granja que teníamos. Él no se había fijado en que nosotros nos habíamos alejado sino hasta que vio a mi hermano que corría hacia él, aterrado y sin aliento; apenas podía hablar y hasta le costó decir: “¡Rolfe se cayó…! ¡Rolfe se cayó…!” Felizmente, mi padre se dio cuenta de inmediato de que mi hermano estaba tratando de decirle que me había caído en el canal de riego.
Papá corrió hasta el canal donde yo me había resbalado por un costado y había caído en la corriente; él corrió junto a la zanja y cuando vio mi suéter rojo en medio de aquella agua mortífera, saltó al canal y me sacó. Después de administrarme primeros auxilios, se quedó tranquilo al ver que respiraba otra vez.
Siempre estaré en deuda con mi hermano por haber tenido la presencia de ánimo de correr a llamar a papá; y estaré por siempre agradecido a mi padre y a sus prestas acciones que me salvaron la vida.
Salvado del peligro espiritual
Más adelante, mi padre volvió a salvarme; esa vez no se trataba de ningún peligro físico sino que mi vida espiritual estaba en dificultades.
En la escuela secundaria participaba en los deportes, mayormente fútbol y béisbol. Durante mi último año, al final de la temporada, fui elegido para jugar en un partido de béisbol en el que participarían sólo los equipos estelares; después de ese partido, casi al fin del año escolar, me invitaron a jugar en un equipo local; no era un equipo profesional, ni siquiera semi-profesional, pero me halagó el hecho de que me invitaran a participar. El único problema era que la mayoría de los partidos iban a jugarse los domingos por la tarde.
El esfuerzo por justificarme me convenció plenamente: Pensé que podría jugar porque las reuniones de la Iglesia eran por la mañana, lo que me permitiría asistir a mis reuniones y enseñar la clase de la Escuela Dominical antes de ir a los partidos, que eran cada domingo por la tarde.
Con esa idea, fui a hablar con mi padre y le conté la invitación que me habían hecho para jugar al béisbol, explicándole lo que pensaba hacer. Aunque en esa época él era presidente de estaca, se refrenó sabiamente de decirme que renunciara a mis deseos de jugar al béisbol, como podría haberlo hecho. En cambio, me dijo sencillamente: “Bueno, cuando tomes la decisión final, ten en cuenta el impacto que puede tener en los alumnos de tu clase de la Escuela Dominical”.
No era necesario que me dijera nada más. En ese momento, la respuesta se me presentó completamente clara: rechacé la invitación a jugar en aquel equipo y no he jugado ni un partido de béisbol desde entonces. En lugar de eso, disfruté jugar en equipos de la Iglesia muchos años, sin tener que jugar nunca los domingos.
Agradecí la forma en que mi padre me ayudó a tomar aquella decisión difícil; lo hizo de tal manera que me permitió ver la importancia de mi elección y comprender que las decisiones que tomo pueden también influir grandemente en otras personas. Aquélla en particular me preparó para otra que tuve que tomar más adelante con respecto a cumplir una misión.
Mi adiós al fútbol
Siempre había planeado cumplir una misión cuando tuviera veinte años, la edad en que se llamaba a los misioneros en esa época. Después de jugar al fútbol durante dos temporadas en la Universidad Utah State, se me presentó una decisión difícil. Sabía que en esos días eran muy pocos los ex misioneros que pudieran jugar al fútbol después de la misión. Yo me había esforzado mucho por ese deporte y me encantaba jugar, por lo que decidí retrasar la misión unos meses, a fin de poder jugar una temporada más, y después salir a la misión. Pero al terminar esa temporada, me había ganado la posición de “quarterback” para el año siguiente.
El entrenador se quedó sorprendido y desilusionado al saber que, después de todo lo que me había afanado por el fútbol, me disponía a abandonarlo. Me animó a quedarme y jugar en lo que sería mi último año; no podía entender cómo era posible que dejara de lado esa oportunidad. Escuché sus comentarios y su razonamiento, pero le dije que no podía esperar otro año para salir a la misión; temía que si lo hacía, perdería mi oportunidad de ser misionero. Así que, después de todos mis empeños en el fútbol, me despedí del equipo y partí para Gran Bretaña a servir al Señor.
Nunca me he arrepentido de esa decisión. Aprendí tantas cosas en la misión. El ver a la gente abrazar el Evangelio fue una experiencia increíble que dio forma a mi vida en muchos aspectos importantes. La misión me ayudó a ser la persona que soy ahora y tuvo en mí una influencia mucho mayor que la que hubiera tenido jamás el fútbol.
Al final resultó que, cuando regresé de la misión, tuve ocasión de jugar al fútbol otra vez; aunque fue algo inesperado, jugué en ese último año y logré más de lo que creo que hubiera logrado antes de la misión. Se me presentaron oportunidades extraordinarias que probablemente no habrían surgido si hubiera decidido posponer o dejar de lado la misión.
La decisión que tomé después de terminar la secundaria de guardar sagrado el día de reposo, en lugar de jugar al béisbol, estableció la norma que me hizo dejar de lado el fútbol para cumplir una misión. Despedirme del béisbol y del fútbol fue difícil, pero estoy agradecido de haber decidido hacerlo. Esas decisiones establecieron mi orden de prioridad en la vida desde temprano y me condujeron a contraer matrimonio en el templo y a la felicidad en esta vida.
Agradezco a mi padre que me haya salvado la vida dos veces: primero, de las turbias aguas del canal de riego, y después, de las aguas de tentación de ambiciones mundanas.