2006
Cómo crear un hogar en el que se comparta el Evangelio
Mayo de 2006


Cómo crear un hogar en el que se comparta el Evangelio

Tener un hogar en el que se comparte el Evangelio es la manera más fácil y eficaz de darlo a conocer.

Queridos hermanos y hermanas, hace sólo unas semanas me operaron para sustituirme ambas rodillas. Así es que decir que siento gratitud por encontrarme aquí de pie ante ustedes no son palabras dichas a la ligera. El período de recuperación me ha hecho recordar lo bendecidos que somos por saber acerca de la Expiación del Señor Jesucristo. Me siento abrumado al pensar en el dolor y el sufrimiento que Él padeció por nosotros en Getsemaní y en la cruz. Cómo fue capaz de soportarlo escapa a mi capacidad de comprensión; pero le doy las gracias por ello, y lo amo más profundamente de lo que las palabras me permiten expresar.

También estoy agradecido al presidente Hinckley por haberme dado el privilegio de acompañarlo al lugar donde nació el profeta José Smith. Gracias a José Smith, se nos ha dado mucho. Si no fuera por la Restauración, no conoceríamos la verdadera naturaleza de Dios, nuestro Padre Celestial, ni nuestra naturaleza divina como hijos Suyos; no comprenderíamos la naturaleza eterna de nuestra existencia ni sabríamos que la familia puede estar junta para siempre.

Tampoco seríamos conscientes de que Dios continúa comunicándose con Sus profetas en la actualidad, a partir de aquella maravillosa Primera Visión en la que el Padre y el Hijo aparecieron al profeta José Smith. Ni albergaríamos la tranquilizadora certeza de que en la actualidad nos guía un profeta, el presidente Gordon B. Hinckley.

Sin la Restauración, probablemente aceptaríamos la idea de que la totalidad de la palabra de Dios se encuentra en la Biblia. Aunque ésta es un valioso y extraordinario volumen de Escrituras, no sabríamos del Libro de Mormón ni de otras Escrituras de los últimos días cuyas verdades eternas nos ayudan a acercarnos a nuestro Padre Celestial y al Salvador.

Sin la restauración, no tendríamos las bendiciones de las ordenanzas del sacerdocio que son válidas en esta vida y en la eternidad; desconoceríamos las condiciones del arrepentimiento y no entenderíamos la realidad de la Resurrección. No tendríamos la compañía constante del Espíritu Santo.

Cuando comprendemos plenamente la gran bendición que es para nosotros el Evangelio de Jesucristo, cuando aceptamos y abrazamos estas verdades eternas y les permitimos penetrar profundamente en nuestro corazón y alma, experimentamos “un poderoso cambio” en el corazón (Alma 5:14), y somos llenos de amor y gratitud. Como escribió el profeta Alma, sentimos deseos de “cantar la canción del amor que redime” (Alma 5:26) para todos los que quieran escucharla.

“¡Oh, si fuera yo un ángel”, dijo Alma, “y se me concediera el deseo de mi corazón, para salir y hablar con la trompeta de Dios, con una voz que estremeciera la tierra, y proclamar el arrepentimiento a todo pueblo!

“Sí, declararía yo a toda alma… el plan de redención: Que deben arrepentirse y venir a nuestro Dios, para que no haya más dolor sobre toda la superficie de la tierra” (Alma 29:1–2).

Eso mismo deberíamos sentir nosotros, hermanos y hermanas. Nuestro amor por el Señor y la gratitud que sentimos por la restauración del Evangelio son toda la motivación que precisamos para compartir lo que nos da tanto gozo y felicidad. Es lo más natural del mundo y, sin embargo, somos demasiados los que dudamos a la hora de expresar nuestro testimonio a otras personas.

Por todo el mundo, nuestros misioneros responden a ese gozo de dar a conocer el Evangelio, nacido del testimonio. Muchos de ellos, cuando entran en el CCM, llevan sus propios ejemplares subrayados de la guía misional Predicad Mi Evangelio. Me complace informarles que, por utilizar esa guía, está aumentando cada vez más su capacidad de enseñar con sus propias palabras por el poder del Espíritu Santo y de adaptar mejor sus lecciones a las necesidades de las personas a las que enseñan. Como resultado, están ejerciendo una influencia mucho más significativa en muchas personas.

Pero, hablando con franqueza, lo que ellos necesitan ahora es tener más gente a quien enseñar. La experiencia ha demostrado que las situaciones más favorables para la enseñanza se producen cuando nuestros miembros participan en el proceso de encontrar personas y enseñarles. Esto no es nada nuevo; ya lo han escuchado antes. Algunos de ustedes quizá incluso se sientan culpables por no ayudar lo suficiente a los misioneros.

Hoy les invito a tranquilizarse, a dejar de lado sus preocupaciones y a concentrarse más bien en el amor que tienen por el Señor, en su testimonio de la realidad eterna de Él, y en la gratitud que sienten por todo lo que Él ha hecho por ustedes. Si les motivan realmente el amor, el testimonio y la gratitud, harán de forma muy natural todo lo que puedan por ayudar al Señor a “llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna” de los hijos de nuestro Padre (Moisés 1:39). De hecho, sería imposible impedirles que hicieran eso.

El Salvador mismo nos mostró el camino cuando invitó a Sus discípulos, diciéndoles: “Venid y ved. Fueron y vieron donde moraba, y se quedaron con él…” (Juan 1:39). ¿Por qué creen que Él hizo eso? El registro sagrado no nos explica Su razonamiento, pero estoy seguro de que no tenía nada que ver con comodidades ni conveniencia. Como siempre, Él estaba enseñando. ¿Y qué mejor manera de enseñar a Sus seguidores que invitarles a visitarlo para que pudieran ver y experimentar por sí mismos Su extraordinario mensaje?

De forma similar, nuestro hogar puede ser un lugar en el que se comparta el Evangelio cuando vayan a nuestra casa personas a las que conocemos y queremos, y allí experimenten de cerca el Evangelio en palabra y acción. Es posible darlo a conocer sin enseñar una lección formal. Nuestra familia puede ser la lección y el espíritu que irradie nuestro hogar puede ser el mensaje.

El hecho de tener un hogar en el que se comparta el Evangelio no sólo será una bendición para los que entren en nuestra casa, sino que también lo será para los que vivan en su interior. Al vivir en esa clase de hogar, nuestro testimonio se fortalece y aumenta nuestra comprensión del Evangelio. Doctrina y Convenios enseña que podemos recibir el perdón de nuestros pecados si ayudamos a otra persona a arrepentirse (véase D. y C. 62:3). Sentimos gozo al ayudar a los demás a venir a Cristo y a sentir el poder redentor de Su amor (D. y C. 18:14–16). Nuestras familias son bendecidas al crecer el testimonio y la fe de padres e hijos.

En un hogar en el que se comparte el Evangelio oramos para recibir guía nosotros mismos y oramos por el bienestar físico y espiritual de los demás. Oramos por las personas a las que los misioneros estén enseñando, por nuestros conocidos y por aquellos que no sean de nuestra fe. En los hogares en los que se compartía el Evangelio en la época de Alma, las personas se unían “en ayuno y ferviente oración por el bien de las almas de aquellos que no conocían a Dios” (Alma 6:6).

Tener un hogar en el que se comparte el Evangelio es la manera más fácil y eficaz de darlo a conocer a los demás. Y no estoy hablando sólo de los hogares tradicionales formados por dos padres y sus hijos. Los estudiantes universitarios pueden crear un hogar en el que se comparta el Evangelio al adornar las paredes de su apartamento con láminas o fotografías que sugieran intereses espirituales en lugar de representar las cosas del mundo. Los matrimonios mayores y los miembros solteros son un ejemplo de un hogar así cuando dan la bienvenida a los nuevos vecinos y los invitan a asistir con ellos a la Iglesia y a visitarlos en su casa.

Un hogar en el que se comparte el Evangelio es aquel en el que a los niños del vecindario les encanta jugar, convirtiendo en algo natural el invitarlos, a ellos y a su familia, a asistir a la Iglesia, a una noche de hogar o a cualquier otra actividad. Los adolescentes que van de visita a un hogar como ése se sienten cómodos al hacer preguntas o participar en oraciones con la familia.

Un hogar en el que se comparte el Evangelio es un hogar muy común y corriente; no siempre está inmaculado y los niños no siempre se portan a la perfección, pero es un lugar en el que resulta evidente que los miembros de la familia se aman mutuamente y en el que aquellos que lo visitan sienten el Espíritu del Señor.

Al referirnos a lo que es esa clase de hogar, quizás sea también útil enumerar algunos de los aspectos de lo que no es un hogar en el que se comparta el Evangelio.

Ese hogar no es un programa, es un modo de vida. Crear ese tipo de hogar implica invitar a nuestros amigos y vecinos a participar en la corriente cotidiana de actividades de la familia y de la Iglesia. Al invitar a nuestros amigos a acompañarnos a dichas actividades, ellos también sentirán el Espíritu.

Crear un hogar en el que se comparta el Evangelio no significa dedicar un tiempo excesivo para conocer y cultivar amistades con las cuales compartamos del Evangelio. Esos amigos vendrán a nosotros de forma natural, y si desde el principio somos sinceros en cuanto al ser miembros de la Iglesia, podremos intercalar fácilmente conversaciones sobre el Evangelio en nuestra relación con menos riesgo de malentendidos. Los amigos y conocidos aceptarán que eso es parte de quiénes somos y se sentirán libres de hacer preguntas.

El hecho de que tengamos un hogar en el que se comparta el Evangelio no depende de que las personas se unan o no a la Iglesia como resultado de nuestro contacto con ellas. Nosotros tenemos la oportunidad y la responsabilidad de preocuparnos, hablar, testificar e invitar, y entonces dejar que las personas decidan por sí mismas. Somos bendecidos al invitarlos a reflexionar sobre la Restauración, sean cuales sean los resultados. Al menos, tendremos una relación grata con una persona de otra religión y podremos seguir disfrutando de su amistad.

En ese tipo de hogar, no sólo oramos por la salud, la seguridad y el éxito de nuestros misioneros por todo el mundo, sino que también oramos por nuestras propias experiencias y oportunidades misionales, y para estar preparados para actuar siguiendo esas impresiones cuando las recibamos. Y yo les hago esta promesa: las recibirán.

Hace más de veinte años sugerí que la clave del éxito en la obra entre miembros y misioneros es el ejercicio de la fe. Una manera de demostrar su fe en el Señor y en Sus promesas es orar con el fin de fijar una fecha en la cual tener preparada a una persona para reunirse con los misioneros. He recibido cientos de cartas de miembros que ejercieron su fe de esa sencilla manera. Incluso las familias a las que no se les ocurría nadie a quien dar a conocer el Evangelio, fijaron una fecha, oraron y después hablaron con muchas personas más. El Señor es el Buen Pastor y conoce a Sus ovejas, las que han sido preparadas para escuchar Su voz. Él nos guiará cuando busquemos Su ayuda para hablar con los demás de Su Evangelio.

A una hermana de Francia se le preguntó cuál era el secreto de su éxito, a lo que contestó: “Simplemente comparto mi felicidad. Trato a todo el mundo como si ya fuera miembro de la Iglesia. Si me encuentro a alguien esperando en la fila, inicio una conversación y le cuento lo mucho que he disfrutado las reuniones del domingo en la Iglesia. Cuando mis compañeros de trabajo me preguntan: ‘¿Qué has hecho este fin de semana?’, no salto del sábado por la noche al lunes por la mañana. Les digo que fui a la Iglesia, de qué se habló allí y les cuento mis experiencias con los santos. Hablo de cómo vivo, de lo que pienso y de cómo me siento”.

En un hogar en el que se comparte el Evangelio, los esfuerzos misionales de cada uno son tema de los consejos y de las conversaciones familiares. Una familia fiel se reunió en consejo para hablar de la importancia de que cada miembro de la familia fuera un buen ejemplo. Más tarde, el entrenador de uno de los hijos en la escuela secundaria, que no era miembro, hizo un donativo a la Iglesia. ¿Por qué? Porque le impresionó aquel muchacho que tuvo el valor de hablar y decirles a sus compañeros de equipo que no usaran un lenguaje vulgar. Hay miles de experiencias que se podrían contar de personas que se han unido a la Iglesia por el espíritu y la actitud que percibieron en los miembros que pertenecen a hogares en los que se comparte el Evangelio.

Las publicaciones o los DVD de la Iglesia son una forma de presentarla a nuevas amistades. Las personas que no son miembros de la Iglesia también han agradecido as invitaciones a escuchar un discurso de un miembro de la familia en la reunión sacramental, a asistir a un bautismo de un familiar o a visitar un centro de reuniones. De todos los indicadores que tenemos se desprende que lo más eficaz que podemos hacer es invitar a nuestros amigos a “veni[r] y ve[r]”, a que nos acompañen a una reunión sacramental. Muchas personas no saben que son bienvenidas a adorar al Señor con nosotros.

Por supuesto, todos apoyamos a los líderes del barrio y les ayudamos para que en él funcione con eficacia el plan misional. Sea cual sea nuestro llamamiento en la Iglesia, colaboramos con los líderes del sacerdocio y de las organizaciones auxiliares para ayudar a los misioneros, dar la bienvenida a los visitantes y animarlos a participar, y hermanar a los nuevos miembros. Pueden pedir a los misioneros que les muestren sus agendas con el fin de encontrar formas de ayudarles más eficazmente a cumplir sus metas. Al trabajar juntos, el espíritu de nuestro hogar en el que se da a conocer el Evangelio inundará nuestras capillas, nuestras aulas y salones culturales.

Testifico que si hacemos algunas de estas cosas sencillas, el Señor nos guiará para encontrar a miles de los hijos de nuestro Padre Celestial que estén listos para que se les enseñe el Evangelio. Nuestro amor por el Señor, la gratitud que sentimos por Su sacrificio expiatorio y Su misión de ayudar a todos a venir a Él deben proporcionarnos toda la motivación necesaria para tener éxito en compartir el Evangelio.

Que el Señor los bendiga, hermanos y hermanas, con más fe y confianza en Él para salir y anunciar la restauración del Evangelio de Jesucristo a los habitantes del mundo, es mi humilde oración, en el nombre de Jesucristo. Amén.