La necesidad de más bondad
¿Por qué razón habremos de ser tan crueles e hirientes con los demás? ¿Por qué no extendemos nuestra amistad a todos los que nos rodean?
Es difícil hablar después del hermano Monson. Tiene un gran sentido del humor y a la vez una gran sinceridad.
Gracias, mis hermanos, por su fe y por sus oraciones, las agradezco profundamente.
Al envejecer, el hombre adquiere un modo de ser más suave y bondadoso. Últimamente he pensado mucho en eso.
Me he puesto a pensar por qué hay tanto odio en el mundo; nos encontramos en medio de guerras terribles donde se pierden vidas y se infligen heridas atroces. En lo que respecta a nosotros, hay mucha envidia, orgullo, arrogancia y críticas continuas; padres que pierden los estribos por cosas pequeñas y triviales, y que hacen llorar a sus esposas y que sus hijos tengan miedo.
El fantasma del racismo ha vuelto a aparecer. Me dicen que lo hay incluso entre los miembros de la Iglesia. No me explico cómo puede ser. Pensaba que todos sentíamos gozo por la revelación que se dio al presidente Kimball en 1978. Yo me encontraba en el templo en el momento en que eso sucedió. No hubo ninguna duda en mi mente o en la de mis colegas de que lo que se reveló fue la intención y la voluntad del Señor.
Ahora me dicen que a veces se oyen entre nosotros comentarios racistas y denigrantes. Les recuerdo que nadie que haga comentarios ofensivos en cuanto a las personas de otra raza se puede considerar un verdadero discípulo de Cristo, ni tampoco puede considerar que esté en armonía con las enseñanzas de la Iglesia de Cristo. ¿Cómo puede un poseedor del Sacerdocio de Melquisedec suponer con arrogancia que él tiene derecho al sacerdocio, mientras que otro que vive una vida recta, pero cuya piel es de diferente color, no tiene ese derecho?
A lo largo de mi servicio como miembro de la Primera Presidencia he reconocido y hablado varias veces sobre la diversidad de nuestra sociedad; está a nuestro alrededor, y debemos esforzarnos por dar cabida a esa diversidad.
Reconozcamos que cada uno de nosotros es un hijo o una hija de nuestro Padre Celestial que ama a todos Sus hijos.
Hermanos, no hay cabida para el odio racial entre el sacerdocio de esta Iglesia. Si entre los que me estén escuchando hay alguien que esté predispuesto a esta práctica, vaya ante el Señor, pida perdón y deje de hacerlo.
De vez en cuando recibo cartas en las que las personas que las escriben sugieren asuntos que piensan que se deberían tratar en la conferencia. Recibí una de ellas el otro día, de una mujer que dice que su primer matrimonio terminó en divorcio. Después conoció a un hombre que parecía ser una persona muy amable y considerada. Sin embargo, poco después de casarse, ella descubrió que las finanzas de él eran un desastre; tenía muy pocos recursos, pero aún así, renunció a su empleo y rehusó trabajar, lo que la obligó a ella a buscar trabajo para mantener a la familia.
Han pasado los años y él sigue sin trabajo. Ella prosigue a hablar de otros dos hombres que están yendo por el mismo camino, negándose a trabajar, mientras que las esposas tienen que pasar largas horas haciéndolo para suministrar lo necesario para el hogar.
Pablo le dijo a Timoteo: “porque si alguno no provee para los suyos, y mayormente para los de su casa, ha negado la fe, y es peor que un incrédulo” (1 Timoteo 5:8). Ésas son palabras muy fuertes.
En la revelación moderna, el Señor ha dicho:
“Las mujeres tienen el derecho de recibir sostén de sus maridos hasta que éstos mueran…
“Todos los niños tienen el derecho de recibir el sostén de sus padres hasta que sean mayores de edad” (D. y C. 83:2, 4).
Desde los primeros días de esta Iglesia se ha considerado al marido como el sostén de la familia. No creo que a un hombre se le pueda considerar como un buen miembro de la Iglesia si se niega a trabajar para mantener a su familia cuando es físicamente capaz de hacerlo.
Ahora bien, previamente mencioné que no sabía por qué había tanto conflicto, odio y amargura en el mundo. Naturalmente, sé que todo esto es la obra del adversario; él influye en nosotros por separado. Él destruye a los hombres fuertes, y lo ha hecho desde el momento en que se organizó esta Iglesia. El presidente Wilford Woodruff dijo lo siguiente:
“He visto a Oliver Cowdery hablar con tal poder que parecía que hacía temblar la tierra bajo sus pies; nunca oí a un hombre dar un testimonio más fuerte que él cuando lo hacía con la influencia del Espíritu. Pero desde el momento en que abandonó el reino de Dios, su fuerza desapareció… La perdió, como Sansón en brazos de Dalila; perdió la fuerza y el testimonio que había tenido, y nunca los recuperó totalmente en la carne, a pesar de que murió siendo [miembro] de la Iglesia” (Enseñanzas de los Presidentes de la Iglesia: Wilford Woodruff, pág. 108).
Tengo permiso para contarles el relato de un jovencito que se crió en nuestra comunidad; no era miembro de la Iglesia; tanto él como sus padres eran miembros activos de otra religión.
Recuerda que cuando era pequeño, algunos de sus amigos Santos de los Últimos Días lo ridiculizaban, lo hacían sentir incómodo y le tomaban el pelo.
Literalmente, llegó a odiar a la Iglesia y a sus miembros, ya que no veía nada bueno en ninguno de ellos.
Un día, su padre se quedó sin trabajo y tuvieron que mudarse. En ese nuevo lugar, el joven pudo inscribirse en la universidad a los diecisiete años. Allí, por primera vez en su vida, sintió la calidez de los amigos; uno de ellos era Richard, quien lo invitó a unirse al club del que él era presidente. El joven escribe: “Por primera vez en la vida alguien deseaba mi compañía; yo no sabía cómo comportarme, pero, por fortuna, me uní… Fue un sentimiento maravilloso, el sentimiento de tener un amigo. Toda mi vida había orado para tener uno, y ahora, después de diecisiete años, Dios había contestado esa oración”.
A los diecinueve años, él y Richard fueron compañeros de tienda de campaña en su trabajo de verano. Él se fijó que Richard leía un libro todas las noches. Le preguntó qué era lo que leía, a lo que respondió que era el Libro de Mormón. Él añade: “Rápidamente cambié el tema de conversación y me fui a acostar. Después de todo, ese libro era el que me había arruinado la niñez. Intenté olvidarlo, pero durante una semana, no me fue posible conciliar el sueño. ¿Por qué lo leía todas las noches? No tardé en sentirme muy mal por todas las preguntas que acudían a mi mente, de modo que una noche le pregunté qué había en ese libro que fuera tan importante. ¿Qué había en él? Él me alcanzó el libro, y yo rápidamente le dije que no quería tocarlo, que sólo quería saber lo que había en él. Empezó a leer donde había quedado; leyó sobre Jesús y en cuanto a una aparición en las Américas. Me hallaba sumamente sorprendido, porque no pensaba que los mormones creyeran en Jesús”.
Richard lo invitó a cantar con él en el coro de la conferencia de estaca. Llegó el día y se inició la conferencia. “El élder Gary J. Coleman, del Primer Quórum de los Setenta, era el orador invitado. Durante la conferencia me enteré de que él también [era converso]. Cuando se terminó, Richard me llevó del brazo para ir a hablar con él. Por fin accedí y, al acercarme, él se volvió y me sonrió; yo me presenté y le dije que no era miembro de la Iglesia y que sólo había ido a cantar en el coro. Él sonrió y dijo que le daba gusto que estuviera allí, y comentó que le había gustado la música. Le pregunté cómo sabía que la Iglesia era verdadera. Me dio una corta versión de su testimonio y me preguntó si había leído el Libro de Mormón. Le dije que no. Me prometió que la primera vez que lo leyera sentiría el Espíritu”.
En otra ocasión, este joven y su amigo iban viajando; Richard le dio un Libro de Mormón y le pidió que lo leyera en voz alta, lo cual hizo, y de pronto se sintió conmovido por la inspiración del Espíritu Santo.
Pasó el tiempo y su fe aumentó. Accedió a bautizarse, a lo cual sus padres se opusieron, pero él siguió adelante y se hizo miembro de esta Iglesia.
Su testimonio se sigue fortaleciendo. Hace sólo unas semanas se casó con una bella jovencita Santo de los Últimos Días por esta vida y por la eternidad en el Templo de Salt Lake. El élder Gary J. Coleman efectuó el sellamiento.
Ése es el fin de ese relato, pero de él se aprenden grandes enseñanzas; una de ellas es la manera vergonzosa como lo trataron sus jóvenes compañeros mormones.
Otra, es la forma en que lo trató su nuevo amigo Richard; fue una experiencia totalmente opuesta a la anterior, y la que lo llevó a su conversión y bautismo, pese a que parecía ser imposible.
Esa clase de milagro puede ocurrir y ocurrirá cuando haya bondad, respeto y amor. ¿Por qué razón habremos de ser tan crueles e hirientes con los demás? ¿Por qué no extendemos nuestra amistad a todos los que nos rodean? ¿Por qué hay tanta amargura y hostilidad? Eso no es parte del Evangelio de Jesucristo.
Todos tropezamos de vez en cuando; todos cometemos errores. Parafraseo las palabras de Jesús, en la oración del Señor: “Y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores” (véase Mateo 6:12).
William W. Phelps, un allegado del profeta José Smith, lo traicionó en 1838, lo que llevó al encarcelamiento del Profeta en Misuri. Al reconocer la maldad de lo que había hecho, le escribió al Profeta para pedirle perdón. El Profeta le contestó, en parte, de la siguiente manera:
“Es cierto que hemos sufrido mucho por motivo de su conducta. El vaso de hiel, que ya era más de lo que podía beber un ser mortal, ciertamente rebosó cuando usted se volvió contra nosotros.
“Sin embargo, la copa ha sido bebida, se ha hecho la voluntad de nuestro Padre y todos estamos con vida, por lo que damos gracias al Señor…
“Creyendo que su confesión es sincera y su arrepentimiento genuino, me dará gusto una vez más estrechar su mano diestra en señal de nuestra confraternidad, y me regocijaré por el regreso del pródigo.
“Fue leída su carta a los miembros de la Iglesia el domingo pasado, y después de pedir su parecer, unánimemente se aprobó que William W. Phelps fuese recibido dentro de la confraternidad.
“ ‘Adelante, querido hermano, la guerra ya ha pasado,
“ ‘Amigos fuimos, y de nuevo lo seremos’ ” (véase Enseñanzas del Profeta José Smith, págs. 197–198).
Hermanos, es ese espíritu, como expresó el Profeta, el que debemos cultivar en nuestra vida. No debemos sentirnos satisfechos; somos miembros de la Iglesia de nuestro Señor; tenemos una obligación para con Él, al igual que para con nosotros mismos y los demás. Este viejo y pecaminoso mundo necesita hombres de fortaleza, hombres de virtud, hombres de fe y rectitud, hombres que estén dispuestos a perdonar y a olvidar.
Ahora bien, para terminar, me complace destacar que los ejemplos y los relatos que he mencionado no representan las acciones y la actitud de la gran mayoría de nuestros miembros. Veo a mi alrededor una maravillosa demostración de amor y de preocupación hacia los demás.
Hace una semana, este recinto estaba lleno de bellas jovencitas que se esfuerzan por vivir el Evangelio; ellas son generosas las unas con las otras y tratan de fortalecerse mutuamente. Ellas son un honor para sus padres y para los hogares de donde proceden; ellas casi son mujeres hechas y derechas, y llevarán a lo largo de su vida los ideales que hoy les brindan ánimo.
Piensen en todo el bien que llevan a cabo las mujeres de la Sociedad de Socorro. La influencia de sus actividades benevolentes se extiende por todo el mundo. Las mujeres procuran dar de su tiempo, de su cuidado amoroso y de sus recursos para ayudar a los enfermos y a los necesitados.
Piensen en el programa de bienestar que tiene voluntarios que suministran alimento, ropa y otros artículos necesarios a los afligidos.
Piensen en el largo alcance de las labores humanitarias que van más allá de los miembros de la Iglesia a las naciones más pobres de la tierra. El azote del sarampión se está eliminando de muchas regiones por medio de las contribuciones de esta Iglesia.
Observen la labor del Fondo Perpetuo para la Educación al sacar a miles del fango de la pobreza hacia la luz del conocimiento y la prosperidad.
Podría seguir recordándoles en cuanto a los enormes esfuerzos que hace la buena gente de esta Iglesia por bendecirse unos a otros, con una labor que se extiende por el mundo hacia los pobres y afligidos de la tierra.
No hay límite para el bien que podemos hacer, para la influencia que podemos surtir en los demás. No hagamos hincapié en la crítica ni en lo negativo. Oremos para tener fuerza; oremos para tener la capacidad y el deseo de ayudar a los demás.
En las palabras del Señor a Josué, hermanos: esfuércense y sean valientes; no teman ni desmayen, porque Jehová su Dios estará con ustedes dondequiera que vayan (véase Josué 1:9).
En el nombre del Señor Jesucristo. Amén.