Portador de dos nombres
Para poder representar al Salvador, tuve que reconciliarme con mi padre.
Un año después de unirme a la Iglesia, tuve el deseo de servir en una misión de tiempo completo. Durante mi entrevista con el obispo para llenar mi solicitud, me preguntó lo siguiente: “¿Tienes problemas con alguna persona que aún no hayas resuelto?”.
Respondí que no, porque me dije a mí mismo que no los tenía, haciendo caso omiso de los malos sentimientos que existían entre mi padre y yo. Me declaré digno y listo para servir.
Los días sucesivos resultaron extremadamente dolorosos. La idea de que tendría que reconciliarme con mi padre invadió amargamente mi alma. Mi padre nunca se preocupó por sus hijos. Todos habíamos llegado al punto en que ya no le dirigíamos la palabra, y si alguna vez me preguntaban por él, respondía sin ningún remordimiento: “Está muerto”.
No veía la razón de intentar reconciliarme con alguien que no se tomaría el tiempo para escucharme. En mi opinión, yo no era injusto con él. Por el contrario, pensaba que él era quien debía venir a mí y pedirme perdón. No obstante, la idea de que tenía que ir a hablar con mi padre seguía atormentándome.
Una tarde fui a visitarlo. Vivía a unos 360 km de distancia. La primera hora en la que hablamos estuvo marcada por insultos, acusaciones mutuas y palabras sumamente hirientes. A pesar de nuestras palabras cargadas de enojo, mi intención de lograr la reconciliación era muy firme. Con la ayuda del Espíritu de Dios, después de cinco horas, conseguimos finalmente terminar en una nota positiva.
Tras derramar muchas lágrimas, mi padre y yo pudimos abrazarnos, felices por haber logrado comprender finalmente la esencia del problema que nos había mantenido tan irritados el uno con el otro durante tanto tiempo. Al final, mi padre tomó un vaso de agua caliente y, mientras hablaba, derramó lentamente su contenido, siguiendo una costumbre africana que simboliza la reconciliación. En seguida me dio su bendición después de repasar todo lo que había sucedido en el pasado y comprometerse a arrepentirse de sus errores.
Me siento muy agradecido a mi Padre Celestial, que me inspiró a tener la clase de conversación que nos condujo a un arrepentimiento mutuo. Como misionero de la Misión Costa de Marfil Abidján, me sentí orgulloso de llevar una placa con dos nombres inscritos en ella: Lagoua, el apellido de mi padre, y Jesucristo, el nombre de mi Salvador.