Tocando para Betsy
Empujando la última caja para meterla en la parte posterior de la camioneta, cerré la puerta de un portazo y miré el reloj. Todo transcurría según lo programado. Había corregido la última tanda de exámenes y había cargado todo lo necesario en el auto. Si emprendía el viaje de inmediato, sólo tendría que recorrer en la oscuridad la última hora, más o menos, de mi trayecto hacia Louisville, Kentucky.
Las últimas dos semanas en South Bend, Indiana, habían sido largas y aburridísimas. Mi esposo, Mark, estudiante de Derecho, ya había comenzado sus prácticas de verano en Louisville. Pero yo trabajaba como profesora de enseñanza secundaria en South Bend y tuve que esperar dos semanas más para terminar el año escolar antes de reunirme con él.
Contenta por ir en camino, conduje a alta velocidad; sin embargo, cuando llevaba aproximadamente una hora de viaje y me faltaban cuatro para llegar, comencé a pensar en Sara y en su hija, Betsy. Nos habíamos conocido en la Sociedad de Socorro hacía nueve meses. Poniéndose de pie atrás del salón, con su hijita en brazos, se presentó diciendo: “Hola, me llamo Sara; vengo de Utah. Y ésta es Betsy, y viene del cielo”. Me eché a reír; me cayó muy bien a partir de ese momento. Al igual que yo, tenía un esposo que era estudiante de Derecho y me dio mucho gusto cuando la llamaron para que fuera mi maestra visitante.
Cerca de un mes antes de mi partida, a Betsy le había dado un ataque epiléptico. Los exámenes revelaron un tumor cerebral grande que parecía prácticamente inoperable, pero los médicos insistían en que Betsy no tendría ninguna posibilidad de sobrevivir sin esa operación.
Me sentí muy triste por Sara. Junto con las demás personas de nuestro barrio y nuestra estaca, habíamos ayunado y orado para pedir un milagro. Betsy fue sometida a una intervención quirúrgica cerebral que sorprendió a los médicos, que no esperaban sobreviviera a la operación. Aún así, sólo se le había extirpado parte del tumor y se recuperaba con lentitud. Entretanto, los padres de Betsy enfrentaban decisiones imposibles sobre la manera de tratar el resto del tumor sin dañarle su frágil cuerpecito.
La operación se había llevado a cabo en Indianápolis, que quedaba a mitad del camino de mi trayecto a Louisville. Sara todavía estaba allí con Betsy, mientras que su esposo había regresado a South Bend para presentar los exámenes que había suspendido.
Miré el reloj y pensé en las innumerables razones que tenía para pasar de largo, sin detenerme, pero ninguna de ellas logró callar la voz interior que me decía que tenía que parar. Así que salí de la autopista y llamé al hospital desde un teléfono público. Pasaron mi llamada a la sala donde se encontraba Betsy, y Sara contestó. Se notaba en su voz que se alegraba de que la hubiera llamado. Me dijo que le encantaría que pasara a verla. En ese momento sentí la paz y el alivio de haber seguido los susurros del Espíritu.
Mientras me dirigía hacia el hospital, me di cuenta de que había metido mi violín en el asiento de atrás, entre una maleta y una caja de libros. Con cierto remordimiento, me acordé de que hacía semanas que no lo había tocado, aunque había estudiado violín desde que tenía tres años. La música siempre había constituido una fuente de felicidad para mí.
Me vino a la mente la idea de llevar el violín y de tocar para Betsy. En circunstancias normales, nunca habría considerado cosa semejante. Me parecía un poco arrogante llegar con mi violín sin avisar y exponer a todos los que estaban cerca a un recital improvisado. Sin embargo, no tardé en reconocer que el sentimiento que acompañaba a esa idea era el mismo Espíritu que me había impulsado a hacer la visita.
Cuando llegué, Sara estaba cansada pero contenta de verme. Betsy tenía un tubo grande en la cabeza y otro en la garganta. Mientras miraba su cuerpecito y después sus ojos, me preguntaba cuánto dolor habría sufrido y cuánto más tendría que soportar.
A Sara le ilusionó mucho ver que había llevado mi violín. Durante más de una hora, toqué himnos, canciones de la Primaria, música clásica y cualquier cosa que me pedía y que sabía tocarla de oído. Mientras tocaba, Betsy me miraba fijamente, con los ojos abiertos de par en par. Sara me dijo repetidas veces que nunca había visto a Betsy tan despierta desde la operación y me pedía que siguiera tocando. Varios pacientes —niños con sus padres— se detuvieron por allí un momento y escucharon la música.
El tiempo pasó con rapidez sin que me diera cuenta. Cuando me puse al pie de la cama para tocar “Soy un hijo de Dios” (Himnos, Nº 196), me conmovió la intensidad del amor del Padre Celestial por esa niñita enferma. Mientras tocaba, sabía que Él amaba a Betsy con ternura y que deseaba que encontrara alivio de su dolor mediante la música.
Al salir del hospital en la oscuridad aquella noche para reanudar mi viaje hacia Louisville, recordé las palabras de mi bendición patriarcal, en las que hacía tiempo no había pensado. Se me había bendecido con talento musical y se esperaba que lo cultivara para llevar gozo a los demás.
Por conducto de Betsy, recordé el propósito que tiene el Señor al otorgarnos dones: “…todos estos dones vienen de Dios, para el beneficio de los hijos de Dios” (D. y C. 46:26). Al escuchar al Espíritu, se me dio la oportunidad de compartir mi talento como lo había dispuesto el Señor y de percibir la inmensa compasión que tiene por Sus hijos.