Hasta que encontrara la verdad
Desde que tenía 11 años tenía el deseo de leer la Biblia; pero en el hogar en el que me crié, la Biblia se consideraba algo tan sagrado que siempre estaba en un armario bajo llave. Cuando cumplí 13 años y mi hermano 12, nos fuimos a vivir al hermoso país de Canadá. Entre los 16 y los 20 años, asistí a dos iglesias cristianas; éstas utilizaban la Biblia para enseñar principios correctos pero, al seguir investigando, aprendí algo acerca de los miembros: no se llevaban muy bien entre sí. Dejé de asistir a esas iglesias durante tres años.
Cuando tenía 23 años, conocí a un joven en una discoteca. Unos meses después me casé con él y poco más tarde tuvimos nuestro primer hijo. Todo parecía irnos bien en casa; él trabajaba mucho, siempre regresaba temprano del trabajo y me ayudaba con las tareas domésticas. Yo me sentía muy feliz y tranquila en mi hogar, y me olvidé completamente de Dios.
De pronto, mi esposo comenzó a salir a discotecas con sus amigos. Esos amigos también querían frecuentar bares. En el espacio de tan sólo unos meses, mi esposo se había convertido en borracho y juerguista, así que terminé por abandonar mi trabajo y dejarlo a él. Poco después de nuestra separación, descubrí que estaba esperando un segundo bebé. Me sentía tan triste y desesperada que no lograba encontrar paz alguna. Me iba a la cama llorando y despertaba llorando, pero gracias a una buena amiga mía, comencé a asistir de nuevo a una iglesia cristina.
Esta vez me tomé las cosas de Dios más en serio; incluso me fijé la meta de investigar más iglesias. Antes de ir a la iglesia, me arrodillaba y le pedía al Padre Celestial que me diera más sabiduría a fin de saber escoger el bien y rechazar el mal.
Comencé a frecuentar otras iglesias aparte de mi iglesia cristiana habitual, pero a menudo me confundían sus diferentes doctrinas. Cuánto más aumentaba la confusión, más intensamente oraba. Parecía que cada vez que iba a una iglesia, sentía que faltaba algo, pero no sabía lo que era. Por esa razón, me fijé la meta de seguir investigando otras iglesias y no detenerme hasta que encontrara la verdad.
Un día fui a ver a mi hermano y a su esposa. Al marcharme, ya había oscurecido y la parada del autobús estaba bastante lejos a pie. Era marzo de 1992 y hacía mucho frío y viento. Mi bebito se puso muy inquieto en mis brazos, y muchas veces me fui caminando de espaldas para que el viento me azotara a mí y no al niño.
Me sentí muy triste por el frío que estaba pasando, caminando con mi bebé, mientras que mi ex marido se había quedado con nuestro vehículo. Comencé a pensar en lo cruel que la vida había sido conmigo y a sentir una gran carga en el corazón. Empecé a llorar como una niña. Miré a mi alrededor y, como estaba sola, grité en voz alta: “Padre Celestial, ayúdame a encontrar la luz”.
Por fin llegué a la parada, y cuando llegó el autobús, me senté en el asiento del frente, como de costumbre. Al mirar a mi izquierda, vi a dos jóvenes con camisa blanca y corbata. Uno de ellos se me acercó y me dijo en un español bastante limitado: “¿Usted también habla español?”.
“Sí, por supuesto”, le respondí.
“¿Desea recibir el Evangelio de Jesucristo?”, me preguntó.
Esas palabras me parecieron maravillosas. El Evangelio de Jesucristo. Había investigado varias iglesias, pero en ninguna de ellas había oído esa hermosa expresión. Siempre había oído la palabra, el Evangelio o las buenas nuevas, así que con mucho gusto les di mi dirección y número de teléfono.
Comencé a recibir las charlas de los misioneros, y en junio de 1992 fui bautizada y confirmada. Nunca olvidaré aquel día especial. Antes de entrar en las aguas bautismales sentía una gran carga, como si tuviera los pies llenos de plomo, pero cuando salí del agua, sentí como si estuviera volando, y cuando los misioneros me impusieron las manos sobre la cabeza y me confirieron el don del Espíritu Santo, entró en mi cuerpo un sentimiento de calidez y sentí una paz que nunca antes había experimentado. Las lágrimas me empezaron a rodar por las mejillas. Para mi sorpresa, me di cuenta de que no estaba llorando de dolor ni de tristeza, sino por el gran gozo y la gran paz que sentía en mi corazón.
Unos meses después de mi bautismo se me llamó a servir en la guardería, y después como maestra de la Primaria. Un año más tarde, recibí la investidura; también en la iglesia conocí a un hombre maravilloso. En septiembre de 1994 nos sellamos en el Templo de Toronto, Canadá. Tres años más tarde, el Señor nos bendijo con un hermoso hijo.
Sigo prestando servicio en los llamamientos de la Iglesia y comparto mi testimonio del Evangelio con todos mis seres queridos. Sé que el Evangelio de Jesucristo procede de los cielos con toda su gloria y que mediante este Evangelio podemos transformarnos si somos obedientes a los mandamientos del Señor.