¡Yo sé que vive mi Señor!
A causa de que nuestro Salvador falleció en el Calvario, la muerte no tiene poder sobre ninguno de nosotros.
Hace poco, estuve mirando algunos álbumes de fotos familiares. Acudieron a mi mente preciados recuerdos mientras pasaba imagen tras imagen de seres queridos reunidos en excursiones familiares, cumpleaños, reuniones y aniversarios. Desde que se tomaron las fotografías, algunos de esos amados familiares han partido de esta vida y pensé en las palabras del Señor: “Viviréis juntos en amor, al grado de que lloraréis por los que mueran”1. Extraño a cada uno de los que ya se han ido de nuestro círculo familiar.
Aunque difícil y dolorosa, la muerte es una parte esencial de nuestra experiencia terrenal. Iniciamos nuestra jornada aquí, dejamos nuestra existencia preterrenal y vinimos a esta tierra. El poeta Wordsworth ilustró esa jornada en su inspirada oda a la inmortalidad. Escribió:
Un sueño y un olvido sólo es el nacimiento;
El alma nuestra, la estrella de la vida,
en otra esfera ha sido constituida
y procede de un lejano firmamento.
No viene el alma en completo olvido
ni de todas las cosas despojada,
pues al salir de Dios, que fue nuestra morada,
con destellos celestiales se ha vestido2.
La vida sigue su curso. La juventud es la continuación de la infancia, y la madurez llega de manera casi imperceptible. Al escudriñar y meditar en el propósito y en los problemas de la vida, tarde o temprano todos afrontamos el interrogante de la duración de nuestra existencia y de nuestra vida sempiterna. Esos interrogantes se vuelven más apremiantes cuando un ser querido se va de esta vida, o cuando hacemos frente al tener que dejar a quienes amamos.
En esos momentos, reflexionamos en la pregunta universal que mejor expresó Job en la antigüedad, cuando siglos atrás preguntó: “Si el hombre muriere, ¿volverá a vivir?”3.
Hoy, como siempre, la voz del escéptico desafía la palabra de Dios, y cada uno debe escoger a quién oír. Clarence Darrow, famoso abogado y agnóstico, declaró: “Ninguna vida es de gran valor… y cada muerte es [tan sólo una] pequeña pérdida”4. Schopenhauer, el filósofo y pesimista alemán, escribió: “Desear la inmortalidad es desear la perpetuación eterna de un gran error”5. A sus palabras se suman las de las nuevas generaciones, cuyos hombres insensatos crucifican nuevamente a Cristo, ya que modifican Sus milagros, dudan de Su divinidad y rechazan Su resurrección.
En su libro God and My Neighbor [Dios y mi prójimo], Robert Blatchford atacó con vigor las creencias cristianas que gozan de aceptación, tales como Cristo, la oración y la inmortalidad, y aseguró con osadía: “Afirmo haber demostrado de un modo tan pleno y decisivo todo lo que me propuse, que ningún cristiano, no obstante su grandeza y su capacidad, puede rebatir ni redargüir mis argumentos”6. Este hombre se rodeó de un muro de escepticismo hasta que ocurrió algo sorprendente: ese muro de pronto se desmoronó, dejándolo desprotegido e indefenso. Lentamente empezó a volver a la fe que había despreciado y ridiculizado. ¿Qué fue lo que produjo ese profundo cambio en su actitud? La muerte de su esposa. Con corazón quebrantado, entró en el cuarto donde reposaban los restos mortales de su esposa y volvió a contemplar aquel rostro que tanto había amado. Salió y le dijo a un amigo: “Es ella, y al mismo tiempo no lo es; todo está cambiado. Había algo que ahora no está; no es la misma. ¿Qué puede faltar si no es el alma?”.
Más tarde, escribió: “La muerte no es lo que algunos imaginan. Es sólo como irse a otra habitación. Allí hallaremos… a los preciados hombres y mujeres, y a los dulces pequeños que hemos amado y perdido”7.
Frente al escepticismo del mundo de hoy en cuanto a la divinidad de Cristo, buscamos un punto de referencia, una fuente fidedigna, incluso el testimonio de un testigo ocular. Esteban, en los tiempos bíblicos, condenado a la muerte cruel de un mártir, alzó la vista al cielo y clamó: “Veo los cielos abiertos, y al Hijo del Hombre que está a la diestra de Dios”8.
¿A quién no convence el conmovedor testimonio de Pablo a los Corintios? Él declaró: “Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras; y… apareció a Cefas, y después a los doce… y”, agregó, “al último de todos… me apareció a mí”9.
En nuestra dispensación, ese mismo testimonio lo expresó con fuerza el profeta José Smith, cuando él y Sidney Rigdon testificaron: “Y ahora, después de los muchos testimonios que se han dado de él, éste es el testimonio, el último de todos, que nosotros damos de él: ¡Que vive!”10.
Ése es el conocimiento que sostiene; ésa es la verdad que consuela; ésa es la seguridad que saca de las tinieblas a la luz a aquellos que se encuentran doblegados por el dolor.
La nochebuena de 1997 conocí a una familia excepcional. Cada uno de sus miembros tenía un testimonio inquebrantable de la veracidad y de la realidad de la resurrección. La familia consistía de la madre, el padre y cuatro hijos. Cada uno de los hijos, tres niños y una niña, había nacido con un raro tipo de distrofia muscular, por lo que todos eran jovencitos discapacitados. A Mark, que tenía 16 años, se le había practicado una intervención en la columna vertebral, con el fin de que pudiera moverse con mayor libertad. Los otros dos varones, Christopher, de 13 años, y Jason, de 10, pronto iban a viajar a California para someterse a una operación similar. La única hija, Shanna, tenía cinco años y era una niña preciosa. Todos los niños eran inteligentes y de mucha fe, y era evidente que sus padres, Bill y Sherry, estaban orgullosos de cada uno de ellos. Conversamos por unos momentos, y el espíritu especial de esa familia invadió toda mi oficina y mi corazón. El padre y yo bendijimos a los hijos que iban a ser operados y luego ambos padres preguntaron si la pequeña Shanna podría cantarme una canción. Su padre mencionó que ella padecía de capacidad pulmonar limitada y que tal vez le resultara difícil hacerlo, pero que iba a intentarlo. Con el acompañamiento de un casete grabado, con voz clara y hermosa, y sin desentonar ni una nota, la pequeña cantó sobre un futuro brillante:
En aquel hermoso día con el que soñé
hay un mundo que me gustaría ver.
Es un lugar bonito donde sale el sol
y en el cielo brilla para mí.
Si en esta preciosa mañana de invierno
mi deseo se hiciera realidad,
aquel hermoso día con el que soñé
sería éste que se halla ante mi faz11.
Al terminar de cantar, todos estábamos visiblemente emocionados. La espiritualidad de aquella visita marcó el tono de la Navidad de aquel año.
Seguí en contacto con la familia, y cuando el hijo mayor, Mark, cumplió 19 años, se hicieron los preparativos para que sirviera en una misión especial en las Oficinas Generales de la Iglesia. Con el tiempo, los otros dos hermanos también tuvieron la oportunidad de servir en esa misma clase de misión.
Hace casi un año, Christopher, que ya tenía 22, sucumbió a la enfermedad que afligía a cada uno de sus hermanos. El pasado septiembre me comunicaron que la pequeña Shanna, que ya había cumplido 14 años, también había fallecido. Durante el funeral, se le rindieron hermosos tributos. Apoyándose en el púlpito, Mark y Jason, hermanos de Shanna, compartieron emotivas experiencias familiares. La madre de ella cantó en dúo un hermoso número musical, y el padre y el abuelo ofrecieron sermones conmovedores. Aunque tenían el corazón destrozado, cada uno compartió un poderoso y profundo testimonio de la realidad de la resurrección y de la seguridad de que Shanna aún vive, al igual que su hermano Christopher, y que ambos esperan una gloriosa reunión con su amada familia.
Cuando llegó el momento de que yo dirigiera unas palabras, relaté la visita que la familia me había hecho en mi despacho hacía unos nueve años y hablé de la encantadora canción que Shanna interpretó en aquella ocasión. Concluí con este pensamiento: “A causa de que nuestro Salvador falleció en el Calvario, la muerte no tiene poder sobre ninguno de nosotros. Shanna vive; está sana y se encuentra bien. Para ella, aquel día hermoso sobre el cual cantó en aquella nochebuena especial de 1997, el día con el que ella soñaba, se halla ahora ante su faz”.
Mis hermanos y hermanas, reímos, lloramos, trabajamos, jugamos, amamos y vivimos; y luego morimos. La muerte es nuestro legado universal y todos debemos cruzar su umbral. La muerte reclama al anciano, al cansado y al agotado; visita al joven en el albor de su esperanza y en la gloria de su futuro. Ni siquiera los niños pequeños quedan fuera de su alcance. El apóstol Pablo lo expresó así: “Está establecido para los hombres que mueran una sola vez”12.
Y permaneceríamos muertos de no ser por un Hombre y Su misión, sí, Jesús de Nazaret. Habiendo nacido en un establo y dormido en un pesebre, Su nacimiento cumplió las inspiradas palabras de muchos profetas. Él recibió instrucción de lo alto y nos brindó la vida, la luz y el camino; multitudes le siguieron; los niños lo adoraron; el arrogante lo rechazó; habló en parábolas y enseñó por el ejemplo; vivió una vida perfecta.
Aunque el Rey de reyes y el Señor de señores había venido, de algunos recibió la bienvenida que se da a un enemigo o a un traidor. Tras esto vino la burla a la que algunos llamaron juicio. Gritos de “¡crucifícale, crucifícale!”13 plagaron el aire, y comenzó entonces el ascenso al Calvario.
Se le ridiculizó e injurió; fue objeto de burla y escarnio; fue clavado a una cruz entre gritos de: “El Cristo, Rey de Israel, descienda ahora de la cruz, para que veamos y creamos”14. “A otros salvó, a sí mismo no se puede salvar”15. Su respuesta fue: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”16. “En tus manos encomiendo mi Espíritu”17. Manos amorosas depositaron Su cuerpo en un sepulcro abierto en la roca.
El primer día de la semana, muy temprano por la mañana, María Magdalena y María, la madre de Jacobo, junto con otras personas, se acercaron al sepulcro y, para su asombro, el cuerpo de su Señor no estaba allí. Lucas registró que había ante ellas dos varones con vestiduras resplandecientes que les dijeron: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí, sino que ha resucitado”18.
La semana que viene, el mundo cristiano celebrará el acontecimiento más importante de la historia. La sencilla declaración “no está aquí, sino que ha resucitado” fue la primera confirmación de la resurrección literal de nuestro Señor y Salvador, Jesucristo. La tumba vacía en aquella primera mañana de Pascua brindó consoladora certeza y una respuesta afirmativa a la pregunta de Job: “Si el hombre muriere, ¿volverá a vivir?”19.
Todos los que hayamos perdido a seres queridos convertiríamos la pregunta de Job en una respuesta: Si el hombre muriere, volverá a vivir. Lo sabemos porque contamos con la luz de la verdad revelada. “Yo soy la resurrección y la vida”, dijo el Maestro. “El que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente”20.
A pesar de las lágrimas y las pruebas, de los temores y los pesares, del desconsuelo y de la soledad que produce el perder a un ser querido, tenemos la certeza de que la vida es sempiterna. Nuestro Señor y Salvador es el testigo viviente de que es así.
Con todo mi corazón y el fervor de mi alma levanto mi voz en testimonio, como testigo especial, y declaro que Dios vive; Jesús es Su Hijo, el Unigénito del Padre en la carne. Él es nuestro Redentor y nuestro Mediador ante el Padre. Fue Él quien murió en la cruz para expiar nuestros pecados. Él fue las primicias de la resurrección, y gracias a Su muerte todos volveremos a vivir. Cuán dulce es el gozo que dan estas palabras: “¡Yo sé que vive mi Señor!”21. Ruego que todo el mundo lo sepa y viva de acuerdo con este conocimiento. Es mi humilde súplica, en el nombre de Jesucristo, el Señor y Salvador. Amén.