La lengua de ángeles
Nuestras palabras, así como nuestras acciones, deben estar llenas de fe y esperanza y caridad.
El profeta José Smith profundizó nuestro entendimiento del poder de las palabras cuando enseñó: “Todo ser actúa por medio de palabras… cuando obra mediante la fe. Dios dijo: ‘Sea la luz; y fue la luz’. Josué habló, y las grandes luces que Dios había creado se detuvieron. Elías dio una orden, y los cielos permanecieron quietos por el espacio de tres años y seis meses, de modo que no llovió… Todo eso se hizo por medio de la fe… Por tanto, la fe actúa mediante las palabras; y con [las palabras] se han llevado a cabo y se llevarán a cabo sus obras más poderosas”1. Como todos los dones “que [vienen] de arriba”, las palabras son “[sagradas], y [deben] expresarse con cuidado y por constreñimiento del Espíritu”2.
A causa de esta comprensión del poder y de la santidad de las palabras deseo hacer una advertencia, si fuese necesaria, en cuanto a la forma en que nos hablamos los unos a los otros y la forma en que nos expresamos sobre nosotros mismos.
Una línea de los textos apócrifos expresa la gravedad de ese asunto mejor que yo; dice así: “Las heridas causadas por azotes quedan en la piel; las heridas causadas por la lengua rompen los huesos”3. Con esa desagradable imagen en la mente, me impresionó en forma particular leer en el libro de Santiago que había una manera mediante la que podía ser “varón perfecto”.
Santiago dijo: “Porque todos ofendemos muchas veces. [Pero] si alguno no ofende en palabra, éste es varón perfecto, capaz también de refrenar todo el cuerpo”.
Siguiendo con la imagen del freno, escribe: “He aquí nosotros ponemos freno en la boca de los caballos para que nos obedezcan, y dirigimos así todo su cuerpo.
“Mirad también las naves; aunque tan grandes, y llevadas de impetuosos vientos, son gobernadas con un muy pequeño timón…”
Entonces Santiago señala: “…la lengua es [también] un miembro pequeño… [Pero] he aquí, ¡cuán grande bosque enciende un pequeño fuego!
“…la lengua es un fuego… entre nuestros miembros, y contamina todo el cuerpo… y… es inflamada por el infierno.
“Porque toda naturaleza de bestias, y de aves, y de serpientes, y de seres del mar… ha sido domada por la naturaleza humana;
“pero ningún hombre puede domar la lengua, que es un mal que no puede ser refrenado, llena de veneno mortal.
“Con ella bendecimos al Dios y Padre, y con ella maldecimos a los hombres, que están hechos a la semejanza de Dios.
“De una misma boca proceden bendición y maldición. Hermanos míos, esto no debe ser así”4.
Y bien, ¡ésas son palabras sumamente francas! Obviamente, Santiago no quiere decir que nuestras lenguas sean siempre inicuas, ni que todo lo que digamos esté “[lleno] de veneno mortal”, pero claramente quiere decir que por lo menos algunas de las cosas que decimos pueden ser destructivas, e incluso venenosas, ¡y ésa es una acusación escalofriante para un Santo de los Últimos Días! La voz que expresa un testimonio sincero, que pronuncia fervientes oraciones y que canta los himnos de Sión, puede ser la misma voz que vitupera y critica, que avergüenza y denigra, que ocasiona dolor y destruye el espíritu de uno mismo y con ello, el de los demás. “De una misma boca proceden bendición y maldición”, se lamenta Santiago; “Hermanos [y hermanas] míos”, dice, “esto no debe ser así”.
¿Es esto algo en lo que todos podríamos mejorar aunque sea un poco? ¿Es éste un aspecto en el que todos podríamos esforzarnos por asemejarnos más a un varón o una mujer “perfectos”?
Esposos, a ustedes se les ha confiado el don más sagrado que Dios pudiera darles: una esposa, una hija de Dios, la madre de sus hijos, que se ha entregado voluntariamente a ustedes por amor y como alegre compañía. Piensen en las cosas amables que dijeron al cortejarla; piensen en las bendiciones que han dado al colocar tiernamente las manos sobre la cabeza de ella, piensen en ustedes mismos y en ella como el dios y la diosa que inherentemente son, y después mediten en otros momentos caracterizados por palabras frías, mordaces y desenfrenadas. Considerando el daño que se puede causar con nuestra lengua, con razón el Salvador dijo: “No lo que entra en la boca contamina al hombre; mas lo que sale de la boca, esto contamina al hombre”5. El marido que nunca soñaría en golpear a su esposa físicamente, puede quebrarle con la brutalidad de palabras desconsideradas o crueles, no los huesos, pero ciertamente el corazón y el espíritu. En La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días se condena el maltrato físico de manera uniforme e inequívoca. Si es posible condenar más que eso, nos oponemos de manera aún más enérgica contra todas las formas de abuso sexual. Hoy hablo contra el abuso verbal y emocional de cualquier persona hacia otra, pero en especial, el de los esposos hacia las esposas. Hermanos, esto no debe ser así.
En ese mismo espíritu nos dirigimos también a las hermanas, ya que el pecado del abuso verbal no conoce las barreras del género. Esposas, ¿han considerado la lengua desenfrenada de sus bocas, o el poder que sus palabras tienen para bien o para mal? ¿Cómo es posible que una voz tan hermosa, que por naturaleza divina es tan angelical, tan cerca del velo, tan instintivamente tierna e inherentemente amable, pueda de pronto volverse tan estridente, tan cortante, tan agria y agresiva? Las palabras de la mujer pueden ser más punzantes que cualquier puñal que se haya creado, y pueden ocasionar que las personas a las que ustedes aman se retraigan tras una barrera más distante de lo que se imaginaron al empezar la conversación. Hermanas, en el espléndido espíritu que poseen no hay lugar para expresiones mordaces o ásperas de ninguna clase, ni siquiera los chismes, las murmuraciones o los comentarios venenosos. Que nunca se diga de nuestro hogar, de nuestro barrio o de nuestro vecindario que “la lengua es un fuego, un mundo de iniquidad… [que quema] entre nuestros miembros”.
Quisiera aplicar ese consejo a toda la familia. Debemos tener sumo cuidado al hablarle a un niño; lo que digamos o no digamos, el modo y el momento en el que lo digamos, es de suma importancia en cómo afectará el concepto que un niño se forme de sí mismo; pero es aún más importante al moldear la fe que ese niño tenga en nosotros, así como su fe en Dios. Siempre sean constructivos en los comentarios que les hagan a los niños; nunca les digan, ni siquiera como broma, que son gordos, tontos, perezosos o pocos atractivos. Ustedes nunca lo harían con el intento de causarles daño, pero ellos lo recordarán y tal vez luchen por años para tratar de olvidar y de perdonar. Traten de no comparar a los niños, aunque piensen que tienen habilidad para hacerlo. Tal vez digan de la manera más positiva que “Susana es bonita y Sandra es muy inteligente”, pero todo lo que Susana recordará es que ella no es inteligente; y Sandra, que ella no es bonita. Elogien a cada hijo individualmente por lo que es, y ayúdenlo a escapar de la obsesión que tiene nuestra cultura de comparar, de competir y de nunca sentir que son lo “suficientemente” buenos.
En ese respecto, supongo que sobra decir que el hablar de manera negativa muchas veces resulta del pensar negativamente, incluso de nosotros mismos. Vemos nuestras propias faltas; hablamos, o por lo menos pensamos, en tono de crítica de nosotros mismos, y al poco tiempo, es así como vemos a todos y a todo; somos incapaces de ver las cosas buenas de la vida, como la luz del sol, las rosas o la promesa de esperanza o de felicidad. Al poco tiempo, tanto nosotros, como los que nos rodean, somos desdichados.
Me gusta lo que el élder Orson F. Whitney dijo en una ocasión: “El espíritu del Evangelio es optimista; confía en Dios y ve el lado positivo de las cosas. El espíritu contrario o pesimista arrastra a los hombres y los aleja de Dios, ve el lado oscuro, murmura, se queja y es lento para obedecer”6. Debemos honrar la declaración del Salvador de “[tener] ánimo”7. (¡De hecho, me da la impresión de que tal vez seamos más culpables de quebrantar ese mandamiento que casi cualquier otro!) Hablen con esperanza; hablen de un modo alentador, incluso acerca de ustedes mismos. Traten de no quejarse ni de gemir incesantemente. Como alguien dijo: “Incluso en la era de oro de la civilización, indudablemente alguien se quejó de que todo se veía muy amarillo”.
A veces he pensado que el haber estado atado con cuerdas y el haber sido golpeado con varas debe de haber sido más tolerable para Nefi que oír las constantes murmuraciones de Lamán y Lemuel8. De seguro ha de haber dicho, por lo menos una vez: “Péguenme una vez más; todavía los oigo”. Sí, la vida tiene sus dificultades y, sí, hay que enfrentarse a cosas negativas, pero por favor acepten una de las máximas del élder Holland: Toda desgracia, por más terrible que sea, empeora con nuestras quejas.
Pablo lo expresó con franqueza, pero con mucha esperanza, al decirnos a todos: “Ninguna palabra corrompida salga de vuestra boca, sino [sólo] la que sea buena para la necesaria edificación, a fin de dar gracia a los oyentes.
“Y no contristéis al Espíritu Santo de Dios…
“Quítense de vosotros toda amargura, enojo, ira, gritería y maledicencia…
“Antes sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo”9.
En su profundamente conmovedor testimonio final, Nefi nos exhorta a “[seguir] al Hijo [de Dios] con íntegro propósito de corazón”, prometiendo que “después de… [haber] recibido el bautismo de fuego y del Espíritu Santo… [podréis] hablar con una nueva lengua, sí, con la lengua de ángeles… ¿Y cómo podríais hablar con lengua de ángeles sino por el Espíritu Santo? Los ángeles hablan por el poder del Espíritu Santo; por lo que declaran las palabras de Cristo…”10. Verdaderamente Cristo fue y es “el Verbo”, según Juan el Amado11, lleno de gracia y de verdad, lleno de misericordia y de compasión.
Por tanto, hermanos y hermanas, en esta larga y eterna empresa de ser más como nuestro Salvador, ruego que tratemos de ser ahora hombres y mujeres “perfectos” por lo menos de esta manera: al no ofender en palabra, o dicho de manera más positiva, al hablar con una nueva lengua, la lengua de ángeles. Nuestras palabras, así como nuestras acciones, deben estar llenas de fe y esperanza y caridad, los tres grandes principios cristianos que el mundo necesita tan desesperadamente hoy día. Con palabras como esas, pronunciadas bajo la influencia del Espíritu, se pueden secar lágrimas, sanar corazones; se pueden edificar vidas, restituir la esperanza y hacer prevalecer la confianza. Ruego que mis palabras, incluso en cuanto a este difícil tema, les den ánimo y no desaliento; que oigan en mi voz que les amo, porque así es; y lo que es más importante, por favor, sepan que su Padre Celestial les ama, así como Su Hijo Unigénito. Cuando Ellos les hablen, y lo harán, no será en el viento, ni en el terremoto, ni en el fuego, sino que será con un silbo apacible y delicado, una voz tierna y bondadosa12; será con la lengua de ángeles. Que nos regocijemos en la idea de que cuando decimos cosas edificantes y alentadoras al menor de éstos, nuestros hermanos y hermanas y a los pequeños, se las decimos a Dios13. En el nombre de Jesucristo. Amén.