Los frutos del Libro de Mormón
Cuando leo el Libro de Mormón, inevitablemente me sucede algo: mis cargas parecen más livianas; la fe y la esperanza reemplazan mis preocupaciones, inquietudes y dudas, y la vida es más resplandeciente.
En mi juventud, mientras era misionero en Alemania y después de uno o dos meses en la misión, pasé por dos experiencias similares que tuvieron un efecto muy profundo en mi testimonio del Libro de Mormón.
Una mañana en que estábamos repartiendo folletos, mi compañero y yo llamamos a una puerta que resultó ser la casa de un ministro de una religión prominente. Él nos invitó a entrar, pidió que nos sentáramos a la mesa e inmediatamente empezó a atacar el Libro de Mormón agitada y vigorosamente. Yo entendía la mayor parte de lo que decía y el espíritu de contención con que se expresaba era inconfundible, pero debido a mi falta de conocimiento del alemán, me fue difícil responderle. Mi compañero mayor, un misionero fuerte y destacado, se limitó a expresar un vehemente testimonio del libro, después de lo cual nos despedimos y salimos de la casa. El corazón me latía apresuradamente y creo que estaba un poco tembloroso. Me sentía muy perturbado.
Una o dos semanas después, mientras buscábamos investigadores en la calle, encontramos a un hombre que consintió en que lo visitáramos; establecimos fecha y hora, y nos dio su dirección en Bückeburg, un pueblito pintoresco que, aunque se hallaba a varios kilómetros de distancia de Minden, la ciudad a la que estábamos asignados, estaba dentro de nuestra área.
Era invierno, y el domingo de la visita por la mañana subimos a nuestras bicicletas y nos fuimos pedaleando toda esa distancia luchando con un frío y fuerte viento en contra. Helados y jadeantes, tocamos el timbre del edificio de apartamentos donde vivía aquel hombre, que nos abrió con el portero eléctrico. Subimos las escaleras hasta su apartamento y nos hizo pasar. Inmediatamente reconocimos el espíritu de contención que había en el cuarto, el mismo que habíamos sentido pocas semanas antes en casa del ministro.
Nuestro anfitrión no nos invitó a sentarnos, sino que salió de la habitación por un momento; cuando volvió, llevaba en las manos varias ediciones de la Biblia, las que dejó caer sobre la mesa al mismo tiempo que nos decía con voz fuerte y desafiante: “Así que quieren hablar [de religión], ¿no?” Luego, señalando la ventana, vociferó: “Bien, ¡pero primero tiren su Libro de Mormón al río Weser!”
Habían transcurrido unas dos semanas desde nuestra experiencia con el ministro, y para entonces yo ya podía decir alguna que otra frase en alemán y eso intenté. Una vez más, mi compañero mayor se limitó a expresar serenamente un fuerte testimonio del Libro de Mormón y con amabilidad, agradeció al hombre el habernos atendido; luego nos despedimos y pedaleamos de regreso a Minden, esa vez con el viento a favor.
Yo tenía un testimonio de la veracidad del libro, o por lo menos así lo creía entonces, pero después de esas dos experiencias, tan cercana la una de la otra, se me hizo dolorosamente claro que mi testimonio no era profundo ni fuerte. Me sentía inseguro de mí y de mi capacidad de testificar sinceramente del Libro de Mormón de manera fuerte y convincente.
Decidí que si quería tener éxito en la misión, era preciso que me asegurara de que mi testimonio del Libro de Mormón fuera verídico y fuerte, y me puse manos a la obra para lograrlo. Leí, oré, pensé y medité. Al fin, el Señor bendijo mis esfuerzos y recibí un testimonio que jamás me ha abandonado; más bien, se ha fortalecido a través de los años.
Muchas veces he pensado en esas dos experiencias. Me siento agradecido hacia mi sabio y firme compañero, y de cierto modo también hacia el insensato ministro y el hombre un poco fanático que, en sentido figurado, me tomaron por los hombros y me sacudieron. Hasta este día, ya pasados más de cuarenta años, recuerdo sus nombres y los detalles de ambas reuniones. Cuando pienso en ellos, me viene a la memoria este gran pasaje de 3 Nefi:
“Y de acuerdo con lo que os he mandado, así bautizaréis; y no habrá disputas entre vosotros, como hasta ahora ha habido; ni habrá disputas entre vosotros concernientes a los puntos de mi doctrina, como hasta aquí las ha habido.
“Porque en verdad, en verdad os digo que aquel que tiene el espíritu de contención no es mío, sino es del diablo, que es el padre de la contención, y él irrita los corazones de los hombres, para que contiendan con ira unos con otros.
“He aquí, ésta no es mi doctrina, agitar con ira el corazón de los hombres, el uno contra el otro; antes bien mi doctrina es ésta, que se acaben tales cosas” (3 Nefi 11:28–30).
Pienso también en las grandiosas palabras de Pablo a los gálatas: “Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza…” (Gálatas 5:22–23).
Esos son los frutos que recibo cuando leo el Libro de Mormón. El hecho de leer sus páginas, de contemplar las trascendentales doctrinas de Cristo que contiene, de tratar de aplicarlas a mí mismo, todo ello se establece en mi mente y en mi alma como un “potente cambio” en el corazón (Mosíah 5:2; Alma 5:14), algo que me da la resolución de mejorar, de ser un poco más bueno, menos crítico, más generoso, y de compartir con otras personas las grandes bendiciones que el Señor me ha dado.
Esos son los frutos del Espíritu de Dios; son los frutos del Libro de Mormón.