El elemento espiritual de las curaciones
Los relatos de la vida y las enseñanzas de Jesús que aparecen en las Escrituras están repletos de referencias a Su poder incomparable para sanar todo tipo de aflicciones. En los Evangelios se registran más de veinte oportunidades en las que Él sanó enfermos, desde el hijo del noble en Capernaum (véase Juan 4:46–53) hasta la oreja, después de cortada, que le restauró a Malco, el siervo del sumo sacerdote (véase Lucas 22:50–51; Juan 18:10).
Los poderes curativos de Cristo se extendían más allá de sanar a los que tenían enfermedades físicas hasta “toda dolencia en el pueblo” (Mateo 4:23, cursiva agregada; véase también Mosíah 3:5; 3 Nefi 17:5–10). Con Su infinita compasión, Jesús no sólo sanaba a los que tenían males físicos sino también a otros cuyas enfermedades eran mentales o emocionales.
Esas curaciones son un elemento integral de la expiación de Jesucristo, que es un hecho tan potente, tan inclusivo en su alcance y extensión, que no paga solamente el precio del pecado sino que también sana toda aflicción del ser mortal. Aquel que anduvo sufriendo dolores y tribulaciones de todas clases a fin de saber perfectamente cómo socorrer a Su pueblo (véase Alma 7:11–12), que tomó sobre Sí la incomprensible carga de los pecados de todos los que pertenecen a la familia de Adán (véase 2 Nefi 9:21), de manera similar extiende Su poder sanador a todos, sea cual sea la causa de su aflicción. “…por su llaga fuimos nosotros curados” (Isaías 53:5).
La función del sacerdocio
Por medio de Su poder divino, el Salvador podía sanar a todos, pero los hombres que ejercen la autoridad del santo Sacerdocio de Melquisedec están sujetos a Su voluntad. A veces, cuando la voluntad de Dios es otra, no pueden sanar a aquellos a quienes bendicen. Por ejemplo, el apóstol Pablo “tres veces” rogó “al Señor” para que le quitara el “aguijón en [la] carne” que lo atormentaba y que no sabemos cuál era (2 Corintios 12:7–8). Pero el Señor no quiso hacerlo, diciéndole: “…Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad” (2 Corintios 12:9). Pablo comprendía mejor que muchas otras personas que la tribulación y el sufrimiento son partes necesarias e inevitables de la vida.
El presidente Spencer W. Kimball (1895–1985) entendía la sabiduría que hay en las limitaciones que se imponen en el poder sanador de los que poseen el sacerdocio, y dijo al respecto: “El poder del sacerdocio es ilimitado, pero, sabiamente, Dios ha dado a cada uno de nosotros ciertas limitaciones… estoy agradecido porque, aun por medio del sacerdocio, no puedo sanar a todos los enfermos. Tal vez sanara a personas a quienes les hubiera llegado el momento de morir… Me temo que de ese modo frustraría los propósitos de Dios”1.
Hace muchos años, cuando era el joven e inexperto presidente de una rama, uno de nuestros miembros me pidió que participara en darle una bendición de salud a su esposa, que estaba gravemente enferma. Era obvio que esperaba que la bendijera con una recuperación completa, y ciertamente ésa era mi intención; tanto él como la esposa eran pilares muy importantes de nuestra pequeña rama en desarrollo.
En la forma debida, él ungió a la esposa en la cabeza con el aceite consagrado, y yo procedí a sellar la unción (véase Santiago 5:14). Para mi gran asombro, me encontré diciendo palabras que no tenía pensado decir: la mujer estaba “señalad[a] para morir”(D. y C. 42:48) y no se iba a recuperar de la enfermedad sino que iba a partir de nuestro lado serenamente, acunada en los amorosos brazos del Señor.
La hermana murió al día siguiente y yo presidí en su funeral, como hombre contristado pero más sabio. Había aprendido una gran lección: cuando bendecimos a los enfermos, nuestro lema debe ser “no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lucas 22:42).
El don divino de sanar, por lo tanto, se manifiesta de diversas maneras, y está adaptado a las necesidades particulares de los que lo reciben por Aquel que los conoce mejor porque los ama más. El poder sanador de Cristo puede proporcionar un alivio permanente corrigiendo el funcionamiento anormal de una o más partes del cuerpo y levantando la pesada carga de un corazón abrumado, pero es posible que la paz, el descanso y el alivio del sufrimiento que tan fervientemente anhelan aquellos cuyas cargas les parecen insoportables provengan no de haber sanado en el sentido científico, sino del don de mayor fortaleza, comprensión, paciencia y compasión, lo que capacita a los afligidos para sobrellevar sus cargas. Como Alma y sus hermanos, tal vez puedan entonces “soportar sus cargas con facilidad” y someterse “alegre y pacientemente a toda la voluntad del Señor” (Mosíah 24:15).
La función de la medicina
No debemos limitarnos a creer que a todos los que sufren una enfermedad, sea cual sea la causa, les basta únicamente con recibir una bendición del sacerdocio para aliviarlos, tal vez en forma permanente. Soy un gran defensor y promotor de las bendiciones del sacerdocio. Por muchas experiencias personales, sé que Jesucristo, y sólo Él, tiene en Su poder el preciado “bálsamo [de] Galaad” (Jeremías 8:22) que se necesita para sanar completamente; pero sé también que Dios nos ha dado conocimientos maravillosos que pueden ser de valor inestimable cuando se trata de sufrimiento, y creo que debemos aprovechar toda ventaja de esos elementos que Él ha puesto a nuestro alcance.
Algunas personas enfermas, que hayan recibido una bendición del sacerdocio y hayan orado fervientemente para que se les alivie la carga, quizás piensen que el recurrir a atención profesional por su aflicción puede significar una falta lamentable de fe; es posible que hasta dejen de tomar medicamentos recetados pensando erróneamente que, por su fe, no los necesitan. Esa manera de pensar es sencillamente equivocada. El hecho de recibir consejo profesional y seguirlo y el ejercicio simultáneo de la fe no son conflictivos. En realidad, el ejercicio de la fe quizás exija que se siga el consejo de los profesionales expertos en la salud.
Los profesionales médicos prudentes —cualquiera sea su capacitación académica o la rama de medicina o psicología a la que se dediquen— están cada vez más al tanto de que la espiritualidad es un elemento importante de sus recursos terapéuticos. Apenas una década atrás, sólo unas cuantas facultades de medicina de los Estados Unidos ofrecían cursos en cuanto a la relación que existe entre la espiritualidad y la recuperación de la salud, pero ahora más de la mitad los tienen. Particularmente en los pacientes religiosos devotos, la evidencia ha comenzado a demostrar que los métodos espirituales en la psicoterapia de depresión, por ejemplo, pueden ser tan eficaces como los exclusivamente seculares. Cada vez más médicos y psicoterapeutas emplean esos métodos y tratamientos para tratar a pacientes con enfermedades que son a la vez físicas y mentales.
La función de la fe
La fe por parte del recipiente es el grandioso requisito para sanar (véase 2 Nefi 26:13; Mosíah 8:18; D. y C. 35:9). La fe —“la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve” (Hebreos 11:1)— es un don del Espíritu que se otorga como recompensa por la rectitud (véase 1 Corintios 12:9; D. y C. 46:19–20). Sin ella no puede ocurrir el milagro de la curación. “Porque si no hay fe entre los hijos de los hombres, Dios no puede hacer ningún milagro entre ellos; por tanto, no se mostró sino hasta después de su fe” (Éter 12:12).
El sanar completamente, que incluye el elemento espiritual al que nos hemos referido, también exige que comprendamos nuestra naturaleza como hijos de Dios y nuestra relación con Él. Las Escrituras nos enseñan, y los profetas actuales lo confirman, que los seres mortales son a la vez cuerpo y espíritu —aquél corruptible y éste eterno—, y que la combinación de ambos forma un alma viviente. El gran plan de felicidad del Padre nos enseña que el cuerpo y el espíritu separados por la muerte que sobreviene a todos los mortales volverán a reunirse en el debido tiempo de Dios, “y todos los hombres se torna[rán] incorruptibles e inmortales; y [serán] almas vivientes, teniendo un conocimiento perfecto” (2 Nefi 9:13; véase también Alma 11:42–45).
La fe en nuestro amoroso Padre Celestial y en Su Hijo, nuestro Salvador —junto con la comprensión de que literalmente somos hijos de Dios y tenemos la oportunidad divina de esforzarnos por llegar a ser como Él y el conocimiento de que Su amor por nosotros es eterno e inalterable—, todo ello nos brinda paz, una paz que persiste aun cuando los aspectos médicos, psicológicos o sociales de la enfermedad —sea su origen físico o mental— permanezcan como un “aguijón en la carne”.
La función del sufrimiento
Creo que nuestra fortaleza espiritual crece en proporción directa con el grado hasta el cual se ponga a prueba nuestra alma; pero no debemos buscar el sufrimiento ni gloriarnos en la tribulación. El sufrimiento no tiene valor en sí mismo, y puede herir y amargar el alma tan ciertamente como fortalecerla y purificarla. Algunas personas se vuelven más fuertes con la tribulación, mientras que otras se dejan abrumar y devastar. Como lo señaló sabiamente la escritora Anne Morrow Lindbergh: “Si el sufrimiento de por sí enseñara, todo el mundo sería erudito, porque todos sufrimos”2. Si vamos a tener “participación de [los] padecimientos” de Cristo (Filipenses 3:10), debemos pagar el precio de luchar con todo el corazón por conocerlo y emularlo. Ese precio puede muy bien incluir el sufrimiento, pero a éste debemos agregar compasión, empatía, paciencia, humildad y disposición a someter nuestra voluntad a la de Dios.
Las asombrosas manifestaciones del amor de Cristo por todos brindan esperanza y aliento a los que sufren aflicciones de todo tipo. Su amor es constante y nunca falla. Tal como lo testificó Pablo:
“¿Quién nos separará del amor de Cristo?…
“Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir,
“Ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 8:35, 38–39).
Con Su amor y compasión infinitos, Jesús conoce nuestras pruebas y aflicciones, porque Él “se acuerda de todo pueblo, sea cual fuere la tierra en que se hallaren; sí, él tiene contado a su pueblo, y sus entrañas de misericordia cubren toda la tierra” (Alma 26:37).