Mensaje de la Primera Presidencia
Cultivemos los atributos de Cristo
Durante mi vida profesional como piloto de aerolíneas, los pasajeros a veces visitaban la cabina del avión; hacían preguntas sobre los muchos conmutadores, instrumentos, sistemas y procedimientos, así como sobre la forma en que todo ese equipo técnico contribuía a que la hermosa nave pudiera volar.
Les explicaba que, a fin de que esa máquina voladora pudiera proporcionar comodidad y seguridad a los que van a bordo, se requería un gran diseño aerodinámico, muchos sistemas y programas auxiliares y motores de gran potencia.
Para hacer más sencilla mi explicación, concentrándome en lo básico, agregaba que todo lo que hacía falta era un fuerte impulso hacia adelante, una potente fuerza elevadora y la posición correcta del avión, con lo cual las leyes naturales llevarían a salvo a su destino al avión y a sus pasajeros a través de continentes y océanos, sobre altas montañas y peligrosas tormentas.
Al reflexionar en las experiencias que tuve con esos visitantes, con frecuencia he considerado que el ser miembro de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días nos lleva a hacer preguntas similares: ¿Qué es lo básico, es decir, cuáles son los principios fundamentales del reino de Dios en la tierra? Al fin y al cabo, ¿qué nos conducirá eficazmente en tiempos de gran necesidad a nuestro deseado destino eterno?
El núcleo inalterable del Evangelio
La Iglesia, con toda su estructura y sus programas, ofrece muchas actividades importantes para sus miembros con objeto de ayudarles a servir a Dios y a prestarse servicio mutuo; sin embargo, a veces parece que esos programas y esas actividades están más arraigados en nuestro corazón y en nuestra alma que la doctrina y los principios centrales del Evangelio. Los procedimientos, los programas, las normas y los modelos de organización son útiles para nuestro progreso espiritual aquí en la tierra, pero no debemos olvidar que están sujetos a cambios.
Por el contrario, el núcleo del Evangelio —la doctrina y los principios— nunca cambiarán. El vivir de acuerdo con los principios básicos del Evangelio brindará poder, fortaleza y autosuficiencia espiritual a todos los Santos de los Últimos Días.
La fe es un principio de ese poder; nosotros necesitamos esa fuente de poder en nuestra vida. Dios obra con poder, pero éste se ejerce por lo general en respuesta a nuestra fe. “…la fe sin obras es muerta” (Santiago 2:20). Dios obra de acuerdo con la fe de Sus hijos.
El profeta José Smith explicó esto: “Les enseño principios correctos y ellos se gobiernan a sí mismos”1. Esta enseñanza me parece hermosamente franca. Al esforzarnos por entender, aplicar y vivir los principios correctos del Evangelio, nos volvemos más autosuficientes en lo espiritual. El principio de autosuficiencia espiritual procede de una doctrina fundamental de la Iglesia: Dios nos ha concedido el albedrío. Creo que, aparte de la vida misma, el albedrío moral es uno de los dones más grandiosos que Dios ha dado a Sus hijos.
Cuando estudio y medito sobre el albedrío moral y sus consecuencias eternas, comprendo que en verdad somos hijos espirituales de Dios y, por lo tanto, debemos actuar como tales. Esa idea me recuerda también que, por ser miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, formamos parte de una gran familia mundial de santos.
La manera en que está organizada la Iglesia da lugar a una gran flexibilidad de acuerdo con el tamaño, el promedio de crecimiento y las necesidades de nuestras congregaciones. Hay un programa básico para cada unidad con una estructura muy sencilla y con menos reuniones; también tenemos barrios grandes con extensos recursos para prestarse servicio los unos a los otros. Todas las opciones se establecen dentro de los programas inspirados de la Iglesia para ayudar a los miembros a “veni[r] a Cristo, y perfecciona[rse] en él” (Moroni 10:32).
Todas esas diversas opciones tienen el mismo valor divino porque la doctrina del evangelio restaurado de Jesucristo es la misma en todas las unidades. Como testigo ordenado del Señor Jesucristo, testifico que Él vive, que el Evangelio es verdadero y que éste ofrece las respuestas a todos los problemas personales y colectivos que los hijos de Dios tienen en la tierra actualmente.
La fuerza de los fieles
En 2005, mi esposa y yo conversamos con miembros de la Iglesia de muchos países de Europa. La Iglesia ha estado presente muchos años en algunas partes del continente, incluso desde 1837. En ese lugar hay un gran patrimonio de miembros fieles. Hoy día, hay más de 400.000 miembros en ese continente. Al contemplar todas las generaciones que han emigrado de Europa a Estados Unidos durante los siglos diecinueve y veinte, ese total podría multiplicarse unas cuantas veces.
¿Por qué tantos miembros fieles abandonaron sus países en aquellos primeros tiempos de la Iglesia? Lo hicieron por muchas razones, entre ellas, escapar de la persecución, ayudar al progreso de la Iglesia en los Estados Unidos, mejorar su situación económica, estar cerca de un templo, y muchas otras más.
Europa todavía resiente las consecuencias de aquel éxodo, pero ahora se está haciendo más evidente la fortaleza que proviene de varias generaciones de fieles miembros de la Iglesia. Vemos más jovencitos y jovencitas y más matrimonios que cumplen misiones para el Señor; vemos más casamientos en el templo; vemos más confianza y valor por parte de los miembros para dar a conocer el Evangelio restaurado. Entre los pueblos de Europa y de muchas otras partes del mundo existe un vacío espiritual en cuanto a las verdaderas enseñanzas de Cristo. A medida que nuestros maravillosos miembros vivan este Evangelio y lo proclamen con mayor valor y fe, ese vacío debe y puede llenarse, y se llenará, con el mensaje del Evangelio restaurado.
Aun con la expansión de la Iglesia en Europa, hay países donde ésta ha estado establecida hace menos de quince años. Durante nuestra visita en 2005, hablé con un presidente de misión que prestaba servicio en su país natal, Rusia, y que había sido miembro sólo siete años. Él me dijo: “El mismo mes en que me bauticé, me llamaron a ser presidente de rama”. ¿Se sintió abrumado a veces? ¡Por supuesto! ¿Trató de establecer todos los programas de la Iglesia? ¡Felizmente no! ¿Cómo se fortaleció tanto en una congregación tan pequeña y en tan poco tiempo? Ésta es su explicación: “Sabía con toda mi alma que la Iglesia era verdadera. La doctrina del Evangelio ocupó mi mente y mi corazón. Al unirnos a la Iglesia, nos sentimos parte de una familia; percibimos calidez, confianza y amor. Éramos sólo unos cuantos, pero todos tratábamos de seguir al Salvador”.
Los miembros se apoyaban unos a otros, hacían lo mejor que podían y además sabían que la Iglesia era verdadera. Lo que lo atrajo no fue la organización, sino la luz del Evangelio, y esa luz fortaleció a aquellos buenos miembros.
En muchos países la Iglesia está todavía en sus comienzos, y los aspectos de su organización están muy lejos de ser perfectos. Sin embargo, los miembros pueden llevar en el corazón un testimonio perfecto de la verdad. Si esos miembros permanecen en su país y edifican allí la Iglesia, a pesar de las dificultades y penurias económicas, las generaciones futuras estarán agradecidas a esos valientes pioneros modernos que se rigen por la cálida invitación que la Primera Presidencia extendió en 1999:
“En nuestros días, el Señor ha tenido a bien proveer las bendiciones del Evangelio a muchas partes del mundo, incluso un número de templos que va en aumento. Por lo tanto, deseamos reiterar el consejo que ya se ha dado a los miembros de la Iglesia de que permanezcan en sus respectivas tierras en lugar de emigrar a los Estados Unidos…
“Si los miembros de todo el mundo se quedan en su tierra natal, trabajando para hacer progresar la Iglesia en su país, tanto ellos como la Iglesia recibirán grandes bendiciones…”2.
Quiero agregar una advertencia para aquellos de nosotros que vivimos en barrios y estacas grandes. Debemos tener cuidado de que el núcleo de nuestro testimonio no esté basado en el aspecto social de la Iglesia ni en las maravillosas actividades, programas y organizaciones de nuestros barrios y estacas. Todas esas cosas son importantes y tienen valor, pero no son suficientes; ni siquiera la amistad es suficiente.
Nuestra seguridad se basa en la obediencia
Reconocemos que vivimos en una época de turbulencia, desastre y guerras. Como muchas otras personas, sentimos la gran necesidad de tener algo “para defensa y para refugio contra la tempestad y contra la ira, cuando sea derramada sin mezcla sobre toda la tierra” (D. y C. 115:6). ¿Cómo encontramos ese lugar seguro? El presidente Gordon B. Hinckley (1910–2008) enseñó: “Nuestra seguridad se basa en la virtud de nuestras vidas. Nuestra fortaleza yace en nuestra rectitud”3.
Recordemos juntos la forma en que Jesucristo instruyó a Sus Apóstoles, clara y directamente, al principio de Su ministerio terrenal: “…Venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombres” (Mateo 4:19). Ése fue también el principio del ministerio de los Doce Apóstoles y supongo que deben de haber sentido que no estaban a la altura del llamamiento. Pienso que el Salvador mismo nos enseña con esto una lección sobre la doctrina y el orden de prioridades fundamentales de la vida. De manera personal, debemos seguirlo primeramente y, al hacerlo, el Salvador nos bendecirá más allá de nuestra propia capacidad para que lleguemos a ser lo que Él quiere que seamos.
El seguir a Cristo es parecernos más a Él, aprender de Su carácter. Por ser hijos espirituales de nuestro Padre Celestial, tenemos el potencial de incorporar en nuestra vida y en nuestro carácter los atributos semejantes a los de Cristo. Para aprender Su evangelio, el Salvador nos invita a vivir Sus enseñanzas. El seguirlo implica aplicar principios correctos y luego ver por nosotros mismos las bendiciones que se reciban. Ese proceso es, al mismo tiempo, muy complejo y muy sencillo. Los profetas antiguos y los modernos lo han descrito con tres palabras: “Guardar los mandamientos”; nada más ni nada menos.
El cultivar los atributos de Cristo en nuestra vida no es tarea fácil, en especial cuando dejamos de concentrarnos en pensamientos y situaciones idealistas y enfrentamos la realidad de la vida. La prueba consiste en poner en práctica lo que profesamos, y así sabremos si hemos cultivado o no esos atributos y si se manifiestan en nuestro modo de vivir, ya sea como esposo o esposa, como padre o madre, como hijo o hija, en nuestras relaciones de amistad, en nuestro empleo, en nuestro negocio y en nuestros pasatiempos. A medida que aumentemos nuestra capacidad de obrar “con toda santidad ante [Él]” (D. y C. 43:9), podremos reconocer nuestro progreso, al igual que lo reconocerán las personas que nos rodean.
En las Escrituras se describe una serie de atributos de Cristo que debemos cultivar a lo largo de la vida; entre ellos se incluye el conocimiento y la humildad, la caridad y el amor, la obediencia y la diligencia, la fe y la esperanza (véase D. y C. 4:5–6). Esas cualidades personales de carácter son independientes del tipo de organización de nuestra unidad de la Iglesia, de nuestras circunstancias económicas, de nuestra situación familiar, cultura, raza o idioma. Los atributos de Cristo son dones de Dios y no pueden cultivarse sin Su ayuda.
La confianza en Su poder
La ayuda particular que todos necesitamos se nos da generosamente por medio de la expiación de Jesucristo. El tener fe en Jesucristo y en Su expiación significa confiar completamente en Él, fiarnos de Su poder, inteligencia y amor infinitos. Si ejercitamos nuestro albedrío con rectitud, recibiremos los atributos propios de Cristo. La fe en Jesucristo conduce a la acción. Cuando tenemos fe en Él, significa que confiamos en el Señor lo suficiente para seguir Sus mandamientos, aun cuando no entendamos completamente las razones por las que se nos den. Al procurar parecernos más al Salvador, es necesario que con regularidad evaluemos nuestra vida y que confiemos, mediante el camino del verdadero arrepentimiento, en los méritos de Jesucristo y en las bendiciones de Su expiación.
El cultivar los atributos de Cristo puede ser un proceso doloroso; debemos estar listos para aceptar la dirección y la corrección del Señor y de Sus siervos. A través de las conferencias mundiales regulares de la Iglesia, por ejemplo, con su música y palabra hablada, sentimos y recibimos fuerza espiritual, guía y bendiciones “de lo alto” (D. y C. 43:16). Es una oportunidad en que la voz de la inspiración y de la revelación personales llevará paz a nuestra alma y nos enseñará a volvernos más como Cristo. Esa voz será tan apacible como la de un amigo querido y colmará nuestras almas cuando nuestro corazón sea suficientemente contrito.
Cuando seamos más semejantes al Salvador, aumentará nuestra capacidad de abundar “en esperanza por el poder del Espíritu Santo” (Romanos 15:13), y “desechar[emos] las cosas de este mundo y buscar[emos] las de uno mejor” (D. y C. 25:10).
Esto me lleva a la analogía aerodinámica a la que hice referencia. Hablé del concentrarse en lo básico. Los atributos de Cristo son lo básico; son los principios fundamentales que crearán “el viento que impulse nuestras alas”. Al cultivar los atributos de Cristo en nosotros mismos, paso a paso, nos llevarán “como en alas de águila” (D. y C. 124:18). Nuestra fe en Jesucristo nos dará el poder y un fuerte impulso hacia delante; nuestra esperanza inalterable y activa proporcionará un potente impulso ascendente, y tanto la fe como la esperanza nos llevarán a través de océanos de tentaciones, sobre montañas de aflicción, y nos llevarán de nuevo a salvo a nuestro hogar y destino eternos.