2009
Inclinación y disposición a creer
Noviembre de 2009


Inclinación y disposición a creer

El vivir el Evangelio a diario trae al corazón la docilidad necesaria para tener inclinación y disposición a creer en la palabra de Dios.

Elder Michael T. Ringwood

Estos últimos meses he pensado repetidamente en este pasaje de las Escrituras, en Helamán capítulo 6: “Y así vemos que el Señor comenzó a derramar su Espíritu sobre los lamanitas, por motivo de su inclinación y disposición a creer en sus palabras” (versículo 36).

Al leerlo durante mi estudio personal me llegó profundamente al corazón, lo que me hizo reflexionar sobre él durante varias semanas. Empecé a preguntarme si para mí era fácil creer en la palabra de Dios, y por qué les habría sido fácil creer a aquellos lamanitas conversos. ¿Qué sucedió para que esas personas llenas de odio e incredulidad tuvieran una inclinación y disposición a creer en la palabra de Dios? (véase 4 Nefi 1:39).

Nos enteramos de la causa de ese cambio en un año que fue extraordinario. En el año sesenta y dos del gobierno de los jueces, en Zarahemla, cuando Nefi y Lehi enseñaron con poder y autoridad y se les indicó lo que debían enseñar, ocho mil lamanitas se convirtieron (véase Helamán 5:18–19). Otros trescientos se convirtieron por una experiencia milagrosa en la que oyeron una voz que les penetró hasta el alma (véase Helamán 5:30). Esas trescientas personas habían ido a matar a Nefi y a Lehi, que se hallaban en la prisión, pero empezaron a clamar a Dios cuando Amínadab, que era nefita de nacimiento y disidente de la Iglesia, recordó y creyó que debían orar hasta tener fe en Cristo (véase Helamán 5:35–41). Muchos otros lamanitas se convirtieron por el testimonio de esos trescientos, cuando ellos ejercieron su ministerio entre el pueblo declarando lo que habían visto y oído (véase Helamán 5:49–50).

El relato del año sesenta y dos concluyó con esta declaración: “…todas estas cosas se habían efectuado… y los lamanitas, la mayoría de ellos, se habían vuelto un pueblo justo” (Helamán 6:1).

La calidad de su conversión condujo a esos lamanitas a poner fin a su odio por los nefitas y a dejar sus armas de guerra (véase Helamán 5:51); eran firmes y constantes en la fe (véase Helamán 6:1); guardaban los mandamientos y andaban en la verdad y la rectitud (véase Helamán 6:34); y progresaron mucho en su conocimiento de Dios (véase Helamán 6:34).

Pero aún más impactante para mí era su inclinación y disposición a creer en la palabra de Dios. Esa inclinación y disposición les llevó el Espíritu en gran abundancia y les ayudó a permanecer firmes en la fe hasta el fin (véase Helamán 15:5–9).

Lamentablemente, durante ese mismo período, la mayoría de los nefitas se volvieron insensibles, impenitentes y extremadamente inicuos (Helamán 6:2; véanse también los versículos 31–34); a ellos les sucedió lo contrario de lo que pasó a los lamanitas. La dureza de su corazón hizo que el Espíritu se retirara (véase Helamán 6:35), mientras que la docilidad de los lamanitas hizo que el Señor derramara Su Espíritu sobre ellos.

Al meditar sobre lo que causó ese gran cambio en el corazón de los lamanitas, me di cuenta de que la inclinación y disposición a creer en la palabra de Dios surge al tener el corazón blando, un corazón sensible al Espíritu Santo; un corazón que puede amar, que hará y guardará convenios sagrados; un corazón tierno que sienta el poder de la expiación de Cristo.

Esa inclinación a creer proviene del ejemplo de otras personas que tienen el corazón blando y que demuestran esa inclinación a creer, como fue el caso de Nefi y Lehi. Su padre, Helamán, los llamó Nefi y Lehi para que les recordara la fe de sus primeros padres (véase Helamán 5:6). Del mismo modo, muchos de nosotros tenemos en nuestro nombre el legado de fe de nuestros antepasados que tenían el corazón tierno y a quienes les era fácil creer en la palabra de Dios. Algunos de ellos eran como mi tatarabuelo Ephraim K. Hanks que, cuando se enteró de que su hermano mayor se había “ido con los mormones”, resolvió llevarlo de vuelta a casa. No es de extrañar que, poco después de escuchar a su hermano testificar de José Smith y del Evangelio restaurado, Ephraim se mudara a Nauvoo y se bautizara (véase Richard K. Hanks, “Eph Hanks, Pioneer Scout”, tesis de maestría, Universidad Brigham Young, 1973, págs. 18–21).

Tenemos la bendición de hallar a otras personas en las Escrituras que nos enseñan la forma de tener la inclinación y la disposición a creer. Nefi, el hijo de Lehi, es un ejemplo; lo primero que hizo cuando escuchó a su padre hablar de la destrucción de Jerusalén, fue clamar al Señor hasta que se le ablandó el corazón y creyó todas las palabras que su padre había dicho (véase 1 Nefi 2:16). El Señor le habló directamente a Nefi y le dijo: “Bendito eres tú, Nefi, a causa de tu fe, porque me has buscado diligentemente con humildad de corazón” (1 Nefi 2:19). Nefi enseña la importancia de sentir el deseo, de ser diligente en guardar los mandamientos y de suplicar a Dios a fin de tener la capacidad de decir con buena disposición: “Iré y haré” (1 Nefi 3:7).

De Enós aprendemos la importancia de permitir que las palabras de Dios penetren nuestro corazón hasta que tengamos hambre de la verdad (véase Enós 1:3–4). Tendremos la inclinación a creer cuando la palabra de Dios quede grabada en nuestro corazón (véase Jeremías 31:33; 2 Corintios 3: 3).

Del ejemplo del padre de Lamoni aprendemos la importancia de un corazón dócil, dispuesto a cambiar. Él estaba dispuesto a entregar la mitad de su reino a Ammón a cambio de su vida (véase Alma 20:21–23). Después que Ammón simplemente le pidió que permitiera a Lamoni adorar a Dios según sus deseos en su propio reino, la generosidad y la grandeza de sus palabras perturbaron la mente y el corazón del rey (véase Alma 20:24; 22:3). Cuando Aarón llegó a enseñar al rey, el corazón de éste había cambiado y tenía la inclinación a creer, según le dijo: “He aquí, yo creeré” (Alma 22:7). Luego expresó su deseo de abandonar todo lo que poseía, aun su reino, para tener el gozo del Señor (véase Alma 22:15). Cuando oró por primera vez, ofreció lo que el Padre Celestial quería, al decir: “Abandonaré todos mis pecados para conocerte” (Alma 22:18). La inclinación y la disposición a creer en la palabra de Dios se obtendrán del arrepentimiento y de la obediencia.

Si examinamos nuestra vida, encontraremos períodos en los que nos fue más fácil creer en la palabra de Dios. Las épocas de cambios importantes como el matrimonio, el nacimiento de un hijo; las épocas de intenso servicio en un llamamiento nuevo o una misión; las épocas de nuestra juventud en las que tuvimos un maravilloso obispo, líder de jóvenes o maestros de seminario; las épocas de pruebas o las de progreso al escuchar por primera vez el Evangelio; todas son épocas de inclinación a creer. Tal vez la época más importante sea la niñez. Cuando era niño, me era fácil creer en la palabra de Dios que me enseñaban mis valientes padres y abuelos. Con razón se nos amonesta a volvernos como niños pequeñitos para heredar la vida eterna (véase 3 Nefi 11:38); con razón se nos enseña a “criar a [nuestros] hijos en la luz y la verdad” (D. y C. 93:40).

Si ustedes son como yo, encontrarán que lo que produjo la inclinación y disposición a creer no fueron las circunstancias, sino la dedicación a vivir el Evangelio durante esas épocas. En esos períodos ustedes se encontraban con más frecuencia de rodillas e inmersos en las Escrituras, era más fácil reunir a la familia para la noche de hogar y para la oración familiar, era más fácil ir a Iglesia y adorar en el templo, era más fácil pagar el diezmo y las ofrendas. Sin duda, el vivir el Evangelio a diario trae al corazón la docilidad necesaria para tener inclinación y disposición a creer en la palabra de Dios.

Mi testimonio es que, si seguimos las enseñanzas del Profeta y de los Apóstoles en esta conferencia, nos conducirán a tener inclinación y disposición a creer en la palabra de Dios. Se nos ha aconsejado adorar en el templo; fortalecer a la familia mediante la oración familiar constante, el estudio de las Escrituras y la noche de hogar; prestar servicio diligente en los llamamientos del sacerdocio y de la Iglesia; pagar diezmo y ofrendas; tener fe y orar buscando guía; y vivir dignamente para tener la compañía del Espíritu Santo.

Muchas veces somos como Naamán, el leproso sirio a quien se le dijo que fuera al profeta de Israel para que lo sanara. Cuando Eliseo le envió a un mensajero con instrucciones de que se lavara siete veces en el río Jordán, Naamán se fue enojado. Afortunadamente, tenía un criado que le dijo: “Si el profeta te mandara alguna gran cosa, ¿no la harías? ¡Cuánto más si sólo te ha dicho: Lávate y serás limpio!” (2 Reyes 5:13).

Testifico que al hacer esas cosas aparentemente insignificantes que se nos han enseñado repetidas veces desde nuestra niñez, obtendremos esa inclinación y disposición a creer. La obediencia producirá un corazón blando y una inclinación a creer en la palabra de Dios; doy testimonio de que esa inclinación hará que se derrame el Espíritu sobre nosotros.

Podemos evaluar nuestra inclinación y disposición a creer al asistir todas las semanas a la reunión sacramental; ahí renovamos los convenios expresando nuestra disposición a tomar sobre nosotros el nombre de Cristo, a recordarle siempre y a guardar Sus mandamientos (véase D. y C. 20:77). Al asistir a esa reunión tendría que ser fácil para nosotros hacer esos convenios, así como escuchar y aprender por medio del Espíritu Santo.

Anhelo que el Espíritu del Señor se derrame sobre mí a causa de mi inclinación y disposición a creer en Sus palabras. Siento que ese pasaje de las Escrituras me hizo volver a tomar conciencia de mi “deber para con Dios”; de que debo ser sumiso y dócil, fácil de persuadir, lleno de paciencia, diligente en guardar los mandamientos de Dios en todo momento, siempre dando gracias a Dios por lo que recibo (véase Alma 7:22–23).

Es mi ruego que siempre tengamos inclinación a creer en Sus palabras; que ustedes proclamen con facilidad, como yo, que Jesús es el Hijo de Dios; Él es nuestro Pastor, y los que tengan la inclinación y disposición a creer, conocerán Su voz. En el nombre de Jesucristo. Amén.