Llama a tus maestros orientadores
Diana Loski, Pennsylvania, EE. UU.
Hace muchos años, cuando nuestros cuatro hijos eran pequeños, mi esposo aceptó un trabajo en otro estado y yo me quedé hasta que nuestros dos hijos mayores terminaron el año escolar. Hacía poco nos habían asignado nuevos maestros orientadores, quienes sólo pudieron visitarnos dos veces antes de que trasladaran a mi esposo.
Una noche, después de acostar a los niños, oí llorar a nuestra bebita en su habitación. Cuando la tomé en los brazos, me di cuenta de que ardía en fiebre. Pensé en llevarla al hospital, pero, al darle una mirada rápida a la póliza de nuestro nuevo seguro médico, vi que sólo cubría a los residentes de Idaho, el estado donde mi esposo trabajaba en ese momento. El resto de la familia todavía residía en el estado de Washington.
Me alarmé aún más cuando le tomé la temperatura a nuestra hija: tenía 41°C. En seguida me arrodillé para orar y, fervientemente, pedí ayuda. Llegó una respuesta que nunca habría considerado: “Llama a tus maestros orientadores”.
Era tarde y sabía que los dos hombres, los hermanos Halverson y Bird, sin duda ya se habrían ido a acostar. De todos modos levanté el teléfono y llamé al hermano Bird; le expliqué rápidamente qué era lo que sucedía. En menos de cinco minutos, a las once de la noche, mis maestros orientadores estaban en la puerta principal, de traje y corbata.
A esa altura, las mejillas y los ojos de la bebé estaban rojos, y tenía el cabello mojado debido a la transpiración. Se quejaba por el dolor, pero los hermanos Bird y Halverson estuvieron tranquilos cuando la tomaron en sus brazos. Entonces, colocando sus manos sobre la cabeza de ella, le dieron una bendición y le dijeron, en el nombre del Salvador, que fuera sanada.
Cuando abrí los ojos después de la bendición, casi no podía creer lo que veía. Mi hija estaba riéndose y retorciéndose para que la dejaran bajarse para jugar. ¡Ya no tenía fiebre!
“Al darle la bendición, sentí que le bajaba la fiebre”, me dijo el hermano Bird mientras todos observábamos a la niña asombrados. Ellos se fueron en seguida y yo me quedé levantada durante varias horas con una bebé que quería quedarse despierta y jugar. No me importó hacerlo en absoluto.
Han pasado muchos años desde aquella noche en que dos ángeles ministrantes, en la forma de maestros orientadores, bendijeron a mi hija. Poco después, nos mudamos a Idaho y perdimos el contacto con ellos, pero siempre estaré agradecida a dos amables maestros orientadores que vinieron a la undécima hora en los asuntos del Señor.