¿Quieres una bendición?
Lia McClanahan, Utah, EE. UU.
Una mañana iba subiendo una empinada colina en el lado sur del campus de la Universidad Brigham Young cuando oí detrás de mí el ruido de un choque. Me volví y vi a un joven que yacía boca abajo sobre el pavimento; su bicicleta estaba hecha pedazos a pocos metros. Me quedé paralizada hasta que él, débilmente, trató de levantar la cabeza. Entonces corrí hacia él, junto con otras cuatro personas que subían por la colina.
El estudiante que llegó primero hasta el ciclista lo dio vuelta con cuidado, y se vio que tenía graves heridas en los labios, la nariz, la barbilla y la ceja. Otro estudiante pidió ayuda por medio de su teléfono celular. Una joven madre que estaba a mi lado ofreció un trozo de tela, con el que el primer estudiante detuvo el flujo de sangre de los labios. Otra mujer y yo estábamos allí, esperando ansiosas a que llegaran los socorristas.
El hombre herido parpadeó, abrió los ojos y miró confundido los rostros a su alrededor.
“¿Dónde estoy?”, dijo. “¿Qué sucedió?”
El estudiante que le sujetaba el paño en los labios respondió: “Estás en el lado sur del campus. Chocaste con tu bicicleta”.
El ciclista gimió. “Me duele”, dijo. “¡Ayúdame!”
El estudiante le dijo que la ayuda venía en camino y le preguntó su nombre.
“David”, dijo, sollozando en voz baja. “¿Dónde estoy?”, preguntó de nuevo.
Un hombre mayor vestido de traje, probablemente un profesor, se acercó y le preguntó a David si quería una bendición. Él asintió con gratitud.
El profesor hizo una pausa. “Pero no tengo aceite”, dijo, mirando a su alrededor. Los que estaban cerca también negaron con la cabeza. El joven herido gimió y débilmente señaló su bolsillo. El estudiante que estaba a su lado metió la mano y sacó un llavero grande que tenía un pequeño frasco de aceite consagrado.
“¡Él tiene aceite!”, exclamó el estudiante.
El ciclista se calmó tan pronto como el profesor y los estudiantes varones le colocaron las manos sobre la cabeza y le dieron una bendición. A mí también me invadió un sentimiento de paz cuando el profesor le prometió al joven que se recuperaría, tendría paz y se acercaría más al Salvador por medio de esa experiencia.
Los socorristas no tardaron en llegar y se llevaron al ciclista. Mientras me dirigía a la clase, me di cuenta de que el joven llevaba consigo aceite consagrado a fin de ejercer su sacerdocio para bendecir a alguien que lo necesitara. Ese día, sin embargo, él mismo recibió una bendición. Me fui de allí con un profundo sentimiento de amor por los hombres fieles que viven prestos para bendecir a los demás, y por el Señor, que también los bendice a ellos.