Las bendiciones del sacerdocio Aprender a confiar en Dios
Se cumplieron todas las bendiciones, aun cuando no recibimos lo que más deseábamos.
“Nunca le pedí a Dios nada que luego Él no me diera”, decía mi esposa Deborah. Esa declaración aún me asombra, aunque estuve con ella a lo largo de su cumplimiento. Probablemente también asombre a todos aquellos que sepan acerca de la lucha de siete años que Deborah tuvo con lupus sistémico, los dos años de lucha con cáncer de mama y su fallecimiento el 19 de septiembre de 1990. Pero aquellos que estén asombrados tal vez no entiendan las bendiciones del sacerdocio ni su cumplimiento. Fue con dificultad que aprendí por mí mismo lo que significa poseer el sacerdocio y ejercerlo para bendecir a los demás.
Aunque mis dos padres eran activos en la Iglesia y fieles a sus preceptos, no recuerdo que el sacerdocio fuera una influencia espiritual específica en mi niñez. No recuerdo haber estado lo suficientemente enfermo como para necesitar una bendición ni que se administraran bendiciones del sacerdocio a otros miembros de mi familia.
Esa falta de énfasis en las bendiciones del sacerdocio se transmitió a mi propia familia cuando me casé y mi esposa y yo tuvimos hijos. Yo daba bendiciones del sacerdocio si alguien estaba gravemente enfermo o iba a tener una operación. También le di a mi esposa bendiciones para recibir ayuda emocional, pero esas ocasiones fueron escasas.
Para mí, dar una bendición siempre era una experiencia positiva, pero una falta de entendimiento y una escasez de confianza en mí mismo limitaron el ejercicio de esa función del sacerdocio. Luchaba por saber qué palabras usar, inseguro de si lo que me venía a la mente era realmente lo que Dios quería.
Esa situación no cambió mucho cuando mi esposa descubrió que sufría lupus sistémico. Esos años de batallar con una enfermedad que produce agotamiento e incomodidad recibieron la ayuda de alguna que otra bendición del sacerdocio. Mi esposa era consciente de mi inquietud en cuanto a dar bendiciones y pocas veces pidió la ayuda espiritual adicional que tal vez deseara.
En marzo de 1989, cuando el doctor nos informó que mi esposa tenía cáncer, nuestras vidas cambiaron. Debido a la naturaleza extraña de su cáncer, los médicos no lo habían detectado por dos años. Cuando finalmente se diagnosticó, se había extendido y las posibilidades de que ella se recuperara habían disminuido considerablemente. Sabiendo que estábamos en una lucha que no podíamos ganar solos, abrimos nuestra vida aún más a la ayuda espiritual. Nuestro barrio ayunó por Deborah y aceptamos con agradecimiento el cuidado que le brindó la Sociedad de Socorro. Su batalla se convirtió en una que muchos lucharon. Un amigo que se había sometido a la misma quimioterapia que mi esposa iba a recibir, nos dijo que durante las etapas más difíciles del tratamiento había pedido y recibido bendiciones del sacerdocio. Nos aconsejó que hiciéramos lo mismo; buscar la ayuda espiritual a fin de soportar los efectos de los tratamientos.
La quimioterapia fue difícil. Mi esposa tuvo todas las reacciones esperadas. Después de un tratamiento se sentía enferma durante varios días; pasaba la mayor parte de los días en cama y comer era un esfuerzo; pero poco a poco aprendimos a afrontar cada reto de la mejor manera posible.
Durante esa difícil etapa, mi esposa, como había aconsejado nuestro amigo, me pidió bendiciones del sacerdocio. Le di una bendición para ayudarle a calmar la ansiedad que tenía la primera semana de quimioterapia. Por medio de una bendición del sacerdocio, el temor que acompaña a una operación, aunque no se eliminó del todo, disminuyó. Al poner las manos sobre su cabeza y bendecirla, los largos períodos de vómitos cesaron y el sueño reemplazó a las noches sin descanso. Esas bendiciones nos dieron promesas de ayuda y consuelo, entremezcladas con indicios del futuro. Nos llenaron de calidez y alegría.
Ojalá pudiera decir que dar bendiciones me resultó más fácil, pero no puedo. Di las bendiciones solicitadas, pero mi dificultad al ejercer el sacerdocio siguió presente. Nunca le mencioné mi incomodidad a mi esposa, pero ella podía percibir mi renuencia. Sin embargo, éstas fueron pruebas difíciles y ella sabía que tenía derecho a recibir ayuda y que yo era el conducto por el cual ella podía recibirla; de modo que cuando necesitaba ayuda, la pedía.
Antes de dar una bendición, yo sabía con qué la quería bendecir: más que cualquier otra cosa quería bendecirla para que sanara; y ella quería eso también. Pero esa bendición nunca llegó. Lo que sí llegaron fueron bendiciones de consuelo, las cuales no eliminaron las pruebas, pero hicieron que fueran más fáciles de soportar.
Poco a poco empecé a comprender mejor cómo funcionan el sacerdocio y las bendiciones del sacerdocio. Dar bendiciones no era una herramienta para obtener lo que yo quería, sino una manera de recibir la ayuda necesaria. Aprendí a confiar en el Señor y en Su voluntad, en vez de en lo que yo pensaba que se debía hacer. Obtuve confianza en que las palabras que me venían a la mente en verdad eran las palabras que Dios quería que yo dijera; y aunque dar bendiciones nunca me ha resultado fácil, he aprendido a confiar en los sentimientos que tengo cuando doy una bendición.
Después de que Deborah terminó sus tratamientos, comenzamos la difícil etapa de esperar para ver si los medicamentos habían surtido efecto. Disfrutamos de esa época libre de citas con el médico, pruebas y tratamientos. Sin embargo, en el fondo existía el temor de que algún resto de cáncer hubiera resistido el bombardeo de los venenosos medicamentos contra el cáncer y que estuviera volviendo a surgir.
Poco a poco, pequeñas señales físicas nos convencieron de nuestro más grande temor: los tratamientos no habían tenido éxito. Los médicos eran optimistas, pero nosotros sabíamos que era cuestión de tiempo.
Los últimos seis meses de vida de Deborah fueron increíblemente tranquilos. Después de que fracasó un último procedimiento, decidimos suspender los tratamientos e irnos a casa para disfrutar del tiempo que nos quedaba. Algunas personas tal vez no crean que fueron meses maravillosos, pero fue el mejor tiempo de mi vida.
Durante esa época, algunos amigos y parientes preocupados sugirieron que teníamos que ser más resueltos con el Señor en nuestra batalla por salvar la vida de mi esposa. Me dijeron que yo tenía el sacerdocio y que debía usarlo para curarla. Aunque comprendía sus sentimientos, estos amigos no entendían lo que pasaba. No había nada que yo quisiera más que prometerle a Deborah que viviría, pero esas palabras nunca llegaron cuando le daba una bendición. No hay nada que ella deseara más que recibir una bendición de salud, pero nunca sintió que debía pedirla. Los dos creíamos en los milagros, pero también reconocíamos nuestra perspectiva limitada en cuanto a una experiencia que es parte de un plan eterno.
Lo que sí ocurrió fue un milagro más grande. En las bendiciones nunca se le prometió vivir, pero sí se le dio la indiscutible seguridad de que lo que pasaba era la voluntad de Dios. No se le prometió que sería fácil, pero sí se le dio ayuda para sobrellevar los tiempos difíciles. No se le permitió quedarse y criar a nuestros hijos, pero se le aseguró que tendría lazos eternos. Ella falleció con poco dolor y molestias, con la familia a su lado.
Sé que Dios vive y se preocupa profundamente por nosotros. Él nos brinda consuelo y ayuda cuando necesitamos fortaleza y entendimiento. Aunque la vida sea difícil, el Señor ha prometido ayudarnos en nuestras pruebas, y una manera en que viene la ayuda es por medio de las bendiciones del sacerdocio. Sabiendo esto, mi esposa pudo decir: “Nunca le pedí a Dios nada que luego Él no me diera”.