2012
Nunca te des por vencido
Julio de 2012


Nuestro hogar, nuestra familia

Nunca te des por vencido

Un esposo y una esposa hablan acerca de su conversión al evangelio de Jesucristo, ocurrida con 35 años de diferencia.

La historia de ella

Durante 35 años tuve esperanza y esperé que mi esposo se hiciera miembro de la Iglesia. Esos largos años estuvieron llenos de oraciones fervientes; pero tres de esas oraciones en particular fueron momentos decisivos en mi experiencia.

Al y yo nos casamos en 1959. Diez años después teníamos tres hijos y vivíamos en una pequeña ciudad de Canadá. Al tenía una empresa de construcción y yo era una ama de casa que a veces ayudaba con el negocio. Los fines de semana, Al y yo íbamos a fiestas con nuestros amigos donde siempre había bebidas alcohólicas. Mi padre había sido alcohólico, así que yo odiaba el hecho de que tomar alcohol fuese una parte tan importante de nuestra vida, pero era nuestra manera de hacer vida social.

En 1969 me di cuenta de que mi vida no tenía rumbo y que nuestros hijos merecían más de lo que les dábamos. Una noche, después de otra fiesta con bebidas alcohólicas, me arrodillé y oré: “Dios mío, si estás allí, por favor ayúdame a cambiar mi vida”. Le prometí que nunca volvería a tomar alcohol, un compromiso que he cumplido desde entonces.

Aquélla fue la primera oración memorable, y recibí la respuesta rápido. A la hija de mi cuñada, mi sobrina, la había invitado a asistir a la Primaria una amiga que era Santo de los Últimos Días. Mi cuñada averiguó más acerca de la Iglesia y tuvo la inspiración de suscribirme a las revistas de la Iglesia, las cuales llegaron a mi casa un mes después de haber hecho aquella primera oración. Yo no sabía lo que era un mormón, pero me encantaban los mensajes que aparecían en las revistas y las leía de tapa a tapa. Decidí investigar la Iglesia y allí encontré mi respuesta. Cambié mi vida y me bauticé el 19 de junio de 1970.

Al no compartía mis sentimientos; a él le gustaba nuestra vida anterior y continuó viviendo de esa manera. Seguía siendo un buen esposo, padre y sostén para la familia, pero en lo que se refiere al Evangelio, estuve sola los siguientes 35 años.

Crié a mis hijos en la Iglesia, pero a los pocos años decidieron que preferían pasar los domingos paseando en lancha con su padre que ir a la Iglesia conmigo. Me sentía descorazonada. Un día, en 1975, hablé con mi presidente de estaca y le dije que había decidido que tenía que dejar la Iglesia porque estaba dividiendo a mi familia. Me escuchó pacientemente y me dijo: “Haga lo que crea conveniente, pero asegúrese de que su Padre Celestial esté de acuerdo”. Por lo tanto, volví a casa, oré y ayuné. Ésa fue la segunda oración memorable. A modo de respuesta recibí la impresión de que yo era el vínculo para mi familia en la cadena del Evangelio; si rompía ese vínculo, todos se perderían. Supe que la respuesta venía de Dios y me comprometí a que nunca dejaría la Iglesia; y nunca lo hice.

Mantenerme fiel no fue fácil, pero hubo varias cosas que me ayudaron a conservar la fe y a esperar pacientemente el día en que Al reconsiderara el Evangelio:

  • Siempre amé a Al y di lo mejor de mí misma para cuidar de él, brindarle mi apoyo y ser una esposa fiel.

  • Oraba constantemente. El Padre Celestial y Jesucristo se convirtieron en mis compañeros en el Evangelio. Cuando se hacía difícil estar con Al porque él no vivía de acuerdo con las normas del Evangelio, hablaba con mi Padre Celestial, y llegué a conocer a mi Salvador.

  • Leía las Escrituras con regularidad, así como toda publicación de la Iglesia que podía conseguir, incluso la revista Ensign. Hubo dos pasajes en particular, 3 Nefi 13:33 y Doctrina y Convenios 75:11, que llegaron a ser especialmente significativos y conmovedores para mí. Me dieron la fuerza y la paciencia para seguir adelante mientras esperaba un cambio en el corazón de mi esposo y de mis hijos.

  • Fui sola a la Iglesia fielmente hasta que cada uno de nuestros hijos regresó, y hoy todos están activos. Cuando se hicieron mayores y se fueron de nuestro hogar, yo continué asistiendo sola a la Iglesia.

  • Teníamos la noche de hogar sin que Al se diera cuenta de lo que hacíamos. Yo sacaba un tema de conversación cuando estábamos a la mesa cenando y hablábamos de ello como familia.

  • Siempre traté de ser obediente y de hacer lo correcto.

  • Recibía poder adicional al pedir bendiciones del sacerdocio.

  • Buscaba el consejo de los líderes del sacerdocio.

  • Consideraba a mis amigos de la Iglesia como mi familia.

  • Fui al templo y recibí mis investiduras. Me llevó muchos años tomar esa decisión; tenía miedo de que eso hiciera más difícil mi relación con Al. A la larga, fue la mejor decisión para mí. Al me dio su apoyo, lo cual me hizo feliz y, después de recibir las investiduras, ya no me sentía resentida por no ir al templo a causa de él. Al participar en las ordenanzas del templo, con frecuencia ponía el nombre de mi esposo en la lista de oración.

En esencia, seguí viviendo como miembro fiel de la Iglesia. Busqué pequeñas formas de compartir el Evangelio con él, aun cuando por lo general no deseaba escuchar al respecto. Sin embargo, me di cuenta de que yo recibía inspiración del Espíritu Santo en cuanto a qué decir y a la forma y el momento de decirlo. Con el tiempo supe que gracias a mi fidelidad y dedicación hacia él, de vez en cuando Al sentía el Espíritu.

Incluso aceptó escuchar las lecciones de los misioneros varias veces; pero cada vez se me rompía el corazón porque siempre volvía a su antigua manera de vivir. A pesar de ello, aun en esos momentos de desaliento, el Padre Celestial velaba por mí y compensaba lo que yo no tenía con otras bendiciones. Todo el tiempo supe que Al tenía algo en su interior por lo cual valía la pena esperar.

Poco a poco Al comenzó a cambiar. Dejó de decir palabrotas, dejó de tomar alcohol, me trataba mejor que nunca y comenzó a asistir a la Iglesia.

Y yo seguí orando.

La respuesta increíble a mi tercera oración memorable llegó en abril de 2005. Me preguntaba si Al aceptaría alguna vez el evangelio de Jesucristo; me sentía un tanto desesperada. Rogué al Padre Celestial que me ayudara. Debe de haber sido el momento preciso, porque Al se bautizó el 9 de julio.

Aunque llegar a este punto no fue fácil, estoy agradecida de haber sido testigo del asombroso poder que Dios tiene para transformar un corazón incrédulo en uno que cree. Sé que Él escuchó y contestó las muchas oraciones que hice a lo largo de 35 años. Gracias a Sus respuestas, ahora vivo con un hombre cambiado que ama a nuestro Padre Celestial tanto como yo; y nos amamos el uno al otro más profundamente que nunca.

Sé que hay otras personas en la Iglesia que esperan, que tienen la esperanza y que ruegan para que un ser querido se una a la Iglesia. Deseo animar a esos hermanos y hermanas a que acepten la invitación del Salvador, “venid a mí” (Alma 5:34), para sí mismos y no sólo para sus seres queridos. Sé, por experiencia propia, que el hacerlo les dará una fortaleza que no obtendrán de ninguna otra manera. El mantenerse cerca del Padre Celestial, el obedecer Sus mandamientos y el disfrutar de las bendiciones del momento brindan felicidad y permiten que Él obre por nuestro intermedio.

Testifico que Dios escucha nuestras oraciones. Esperar al Señor y aceptar con fe el momento que sea adecuado para Él rara vez es fácil, pero sé que Su momento es siempre el momento debido.

La historia de él

Muchas personas me hablaron del Evangelio durante 35 años. Mi esposa nunca dejó pasar la oportunidad de hacerlo y sutilmente dejaba el Libro de Mormón y ejemplares de la revista Ensign a la vista. Por supuesto, yo nunca los tomé. Invitó a los misioneros a casa en muchas ocasiones; incluso dos o tres parejas me enseñaron las lecciones misionales.

¿Qué me impedía entrar en las aguas del bautismo?

Siempre tenía una excusa. Trabajaba muchas horas y no consideraba que alguna vez tuviera tiempo para el Evangelio; estaba muy ocupado ganándome la vida. Así que le dije a Eva: “En algún momento, cuando las cosas se calmen y tenga más tiempo, leeré el Libro de Mormón”.

Pero nunca lo hice. Además, nunca me había gustado mucho leer, y cuando traté de leer la Biblia, no la entendí; así que dejé de hacerlo.

Había otra razón por la cual no me unía a la Iglesia; algo más serio: la vida pecaminosa que llevaba. El rey Benjamín nos enseña que “el hombre natural es enemigo de Dios… a menos que se someta al influjo del Santo Epíritu” (Mosíah 3:19). Yo no me sometí; me mantuve indiferente. El Salvador dijo: “El que no está conmigo, contra mí está” (Mateo 12:30). Ahora me doy cuenta de que debido a la forma en que vivía, estaba contra Él. Tenía que cambiar.

El Evangelio me rodeaba, pero yo realmente no lo vivía. Sin embargo, con el paso del tiempo comencé a sentir el Espíritu. Dejé de ir a fiestas y de tomar alcohol. Cuando hice ese cambio, el Espíritu comenzó a manifestarse con más frecuencia. Todavía no me encontraba al nivel que debía, mi forma de hablar no era muy buena y tenía algunos malos hábitos que mejorar; pero estaba cambiando.

Entonces, un día recibí un paquete. Era de una de mis hijas, Linda. Dentro había un Libro de Mormón y una Biblia con muchos pasajes marcados. También me escribió una carta donde me decía lo mucho que me quería y que deseaba que yo supiera lo que ella sabía.

Escribió: “La única forma de saber si el evangelio de Jesucristo es verdadero es preguntar con un corazón sincero y con verdadera intención”.

Además, compartió una serie de pasajes que me iniciaron en un trayecto de oración y estudio de las Escrituras.

“La única forma que tengo de conocer a mi Salvador y a mi Padre Celestial”, escribió, “es al orar y al leer acerca de Ellos en las Escrituras”.

Entonces explicó lo importante que era la humildad y cómo, sin tener a Dios como parte de su vida, le era imposible tener paz. Por último, escribió: “No te demores más. Se te ha dado tanto; es el tiempo de que tú le devuelvas algo al Padre Celestial. Ése es el único camino hacia la verdadera felicidad”.

Ya no tenía más excusas. El trabajo había disminuido y tenía tiempo libre, de modo que comencé a leer y a estudiar los pasajes que ella me había indicado, lo cual hizo que tuviera el deseo de leer todo el Libro de Mormón. Pero aún había muchas cosas que no entendía.

Para ese entonces yo ya asistía a la reunión sacramental, pues mi esposa me había dicho que sería lindo que yo fuera y me sentara junto a ella. También me sugirió que leyera Doctrina y Convenios, lo cual hice, y lo entendí mejor. Después, con la ayuda de mi esposa, leí el Libro de Mormón y las Escrituras comenzaron a cobrar vida para mí. Empecé a sentir el Espíritu por medio de mucha oración.

¿Qué fue lo que hizo la diferencia? El Santo Espíritu y un conocimiento de las Escrituras. Las dos cosas me dieron el valor para cambiar mi vida y pedirle perdón a Dios por mis pecados, que realmente eran la causa por la cual no me había unido a la Iglesia durante todos esos años.

Confesar mis pecados fue muy difícil. Me causó tanto dolor que permanecí en cama por tres días con gran sufrimiento, pero recibí el perdón por medio de la expiación de Jesucristo. Entonces el Padre Celestial me dio la fuerza para levantarme y seguir adelante con mi nueva vida.

Mi hijo Kevin me bautizó el 9 de julio de 2005. Uno de los misioneros que le había enseñado a mi esposa décadas antes estuvo presente. Dos años después llevé a mi familia al Templo de San Diego, California, para sellarnos por esta vida y por la eternidad.

Los últimos siete años han sido los más felices de mi vida. Finalmente puedo asumir mi lugar como patriarca y líder espiritual de nuestra familia y compartir el Evangelio con mi esposa, mis hijos y nuestros nueve nietos. Esta unidad familiar nos ha fortalecido espiritualmente a todos. Uno de nuestros yernos se ha unido a la Iglesia y cuatro de nuestros nietos han servido o están sirviendo en misiones. Mi nueva vida en la Iglesia es un milagro. No tenía ni idea de la gran felicidad y crecimiento que me traería.

Estoy tan agradecido por esta segunda oportunidad. Estoy agradecido por poder hacer la obra de Dios para compensar todos esos años perdidos.