Actuar para el público
Mi vida era una farsa hasta que decidí cambiar de papel.
De joven, la escuela era para mí como hacer teatro: actuar como el malo de las películas que habla con soltura e ingenio y que al hacerlo da la impresión de estar en la onda. Yo anhelaba ser capaz de hacer eso. Trataba de parecer importante, como el mejor de los bravucones. Simulaba que mis principios morales eran bajos porque quería impresionar a mis amigos de la escuela; me encantaba escuchar las risas cuando usaba malas palabras o hacía chistes sobre otras personas.
Quería ser la persona que el público aclamara, así que busqué la manera de complacer a la gente. Me convertí en la comediante de la clase de biología; logré convencer a mi equipo de voleibol de que vivía de fiesta en fiesta; y eché por tierra mi reputación de jovencita inocente e ingenua. “¡No quiero que mis amigos tengan la idea de que soy una santurrona!”, pensaba.
Como en realidad no estaba cometiendo los pecados graves que la gente pensaba que cometía, trataba desesperadamente de convencerme a mí misma de que estaba bien tener una actitud burda. ¡Qué equivocada estaba! Mi exitosa actuación de la vida real llegó a tal punto que ni yo misma soportaba verla. Cuanto más popular me hacía, menos me gustaba mi personaje.
Un día, dos de mis amigas estaban hablando acerca de una atleta dulce y simpática llamada Jennifer que no se avergonzaba de defender sus creencias. Una de mis amigas, la joven más hermosa, popular e inteligente de séptimo grado, dijo: “Jennifer es tan diferente. Ojalá yo tuviera la valentía suficiente para creer en mi iglesia como ella cree en la suya. Ella es la única persona que conozco que lleva ese tipo de vida”. Me quedé pasmada.
“¿Cómo es posible que diga algo así sin siquiera mencionarme a mí?”, me preguntaba. “¡Después de todo, mi iglesia tiene normas elevadas!”. Estaba furiosa de que ni siquiera me hubiera considerado un buen ejemplo. Entonces, de pronto, sentí como si estuviera sentada en la primera fila de la sala de cine donde mi vida se proyectaba como la historia principal.
Reflexioné en cuanto al mal ejemplo que había sido para mis amigos. ¿Qué tipo de joven iba a observarme y pensar: “Ojalá fuera valiente y excepcional como ella”? Realmente no me gustaba la persona en la que me había convertido.
Cambiar mi carácter y mi reputación fue un proceso largo, y todavía trato de mantener la boca cerrada en vez de soltar insultos que complazcan a la multitud; pero me di cuenta de que podía hacer reír a mis amigos sin herir los sentimientos de otras personas y que podía retirarme de la habitación cuando hicieran chistes groseros sin ser ridiculizada. Nadie tiene que ser “el malo” para tener muchos amigos. Cambié mi actitud y mi comportamiento porque estar en paz con mis creencias es muchísimo mejor que tratar de ocultar quien soy.