Ahora sé que hay un Dios
Carla Sofia Gavidia, Ontario, Canadá
Hace algunos años, presté servicio como obrera en el Templo de Santiago, Chile. Una noche comencé a tener problemas para respirar, por lo que, renuentemente, pedí salir más temprano.
Mientras caminaba hacia la estación del metro, oré pidiendo que el tren que tenía que tomar estuviera allí para poder llegar a casa rápido. Pensé que mi oración había sido contestada cuando vi que había un tren parado en la plataforma; pero, al acercarme, me di cuenta de que los empleados del tren se apresuraban a ayudar a un pasajero que parecía tener un ataque al corazón. Las palabras de mi himno favorito resonaron en mi mente: “¿En el mundo acaso he hecho hoy a alguno favor o bien?”1. De inmediato sentí la impresión de que debía ayudar.
Me apresuré a llegar hasta donde el personal había llevado al joven para esperar la ambulancia y me permitieron quedarme con él. Oré para saber qué hacer y rogué al Padre Celestial que salvara la vida del joven. No lo quise dejar solo y asustado, por lo que lo tomé de la mano y traté de ayudarlo a permanecer tranquilo; le aseguré que tenía una larga vida por delante y que Dios tenía un propósito para él. Averigüé el número de teléfono de su familia, los llamé y les informé que su hijo iba camino al hospital y que no se encontraba solo.
Cuando llegaron los paramédicos, los seguí hasta la ambulancia y sentí que debía quedarme con el joven hasta que llegara su familia. Para mi sorpresa, los paramédicos decidieron que debía acompañarlos, de modo que sostuve la mano del joven durante todo el viaje al hospital.
Poco después de llegar, lo llevaron a la sala de emergencia y yo me quedé afuera esperando a su familia. Cuando llegaron, su madre comenzó a llorar, me abrazó y dijo que se sentía feliz de que todavía quedara gente buena en el mundo.
Una semana después, el joven me llamó por teléfono y me dijo que los doctores habían dicho que el haber permanecido tranquilo durante el tiempo que demoró en llegar al hospital había sido crucial.
Hasta ese día, él no había creído en Dios. Me quedé sin palabras cuando él dijo: “¡Usted me salvó la vida y siempre le voy a estar agradecido! Ahora sé que hay un Dios”.
Cuando salí del templo temprano ese día, el Espíritu me guió al lugar correcto en el momento oportuno. Me sentí agradecida a mi Padre Celestial por haberme guiado y por haberme dado la valentía de hacer lo que dice el himno y no dejar pasar la oportunidad, aun cuando lo único que podía hacer fuera sostener la mano de un extraño.