Inamovibles
Al volvernos hacia el Señor después del terremoto, una vez más se nos trajo a la memoria la importancia de recordarlo siempre.
Viernes 11 de marzo de 2011, 14:46 h; Kōriyama, Japón; capilla de Kōriyama, primer piso.
Quince misioneros en una reunión de capacitación de liderazgo comienzan a practicar cómo enseñar sobre José Smith. A medida que el cuarto se llena con el mensaje de esperanza y paz, las ventanas empiezan a sacudirse, el ruido se intensifica y lo que comenzó como vibración se convierte en estruendo.
El edificio se mueve de un lado a otro y el movimiento aumenta en velocidad y magnitud hasta convertirse en una sacudida continua; es prácticamente imposible ponerse de pie ni caminar; algunos misioneros intentan buscar refugio debajo de las mesas pero el temblor las arroja a través del cuarto. El edificio, la ciudad e incluso la provincia entera se tambalean en la conmoción, como si la tierra se fuera a partir. En ese momento, sólo tengo un pensamiento: “¡Saca a los misioneros de aquí!”.
Nuestro milagroso escape
Como presidente de la Misión Japón Sendai, durante meses había estado enseñando a los misioneros y a los miembros a “[tornarse] al Señor” (véase Mosíah 7:33). En aquel momento, al dirigirme yo a Él en busca de guía, recibí de inmediato la inspiración: “Abre la puerta para tener una ruta de escape”. Sabía que tenía que abrirla antes de que el techo se desplomara atrapándonos adentro, así que corrí a abrir la puerta y les grité: “¡Salgan! ¡Salgan!”.
Los misioneros, tambaleándose, caminaron hacia hacia la puerta abierta por el piso que se movía, se arqueaba y se sacudía; luego bajaron la escalera y salieron de la capilla. Una vez afuera, nos sentimos más seguros, aunque no todavía a salvo de los elementos; el tiempo se había vuelto extremadamente frío y la nieve nos golpeaba en la cara.
Enfrente de la Iglesia, algunas lápidas del cementerio budista se habían caído y la pared estaba hecha escombros; una enorme fisura zigzagueaba a lo largo de los doce pisos de un edificio de apartamentos que había detrás del nuestro. De las paredes del frente de la escuela primaria que estaba al lado se habían desprendido grandes trozos de hormigón. Muchas ventanas habían estallado y el suelo estaba cubierto de fragmentos de vidrios. Del otro lado de la calle se veía un techo de tejas azules hecho pedazos. Reuní a los quince misioneros en la playa de estacionamiento de la Iglesia y dimos gracias a nuestro Padre Celestial por Su protección, rogándole que continuara ayudándonos.
Nuestras oraciones de gratitud
A lo largo del día se extendió el pánico por todos lados; la gente empezó a comprar todo lo que estaba a la vista por temor a quedarse sin provisiones; el pan y la leche se agotaron de inmediato y a las pocas horas no se encontraba pan en ninguna parte de la ciudad. En las estaciones de servicio había filas de kilómetros de largo para comprar gasolina.
En contraste con el pánico de la gente que andaba por las calles, los misioneros estaban asombrosamente tranquilos; ofrecimos oraciones de gratitud y sentimos la serena seguridad de que todo estaría bien.
No nos era posible salir de la ciudad porque los caminos estaban dañados, las autopistas cerradas y no había servicio de trenes ni de autobuses. Muchas personas que esperaron horas en las largas filas para comprar gasolina se fueron sin nada. Inspectores del gobierno empezaron a examinar todas las viviendas, declarando algunas inhabitables y permitiendo que se ocuparan otras. Nosotros nos quedamos a pasar la noche en centros de evacuación con muchas otras personas que tampoco pudieron regresar a su casa.
Discípulos en medio del peligro
Al día siguiente, sábado, empezamos el día con el estudio de las Escrituras y la oración, como de costumbre; ese día necesitábamos la ayuda de nuestro Padre Celestial en forma especial. Después de estudiar las Escrituras, organicé a los misioneros en grupos. Un grupo fue a la capilla a ayudar con la limpieza y luego trabajaron con el presidente de la rama para reparar las casas de los miembros; otro fue a encontrarse con los inspectores municipales para averiguar si los apartamentos de los misioneros estaban habitables. Un tercer grupo fue a indagar si funcionaban los trenes y los autobuses. Hubo varios que se pusieron en las filas para obtener agua mientras que otros se dedicaban a buscar alimentos. Una pareja de misioneros recibió una asignación especial: buscar pan para la Santa Cena del domingo. Yo dediqué el día a tratar de establecer contacto con todos los misioneros de la misión.
Ese día sentimos la guía de nuestro Padre Celestial en todo lo que hicimos. Los misioneros que estaban en la fila para conseguir agua conocieron a dos hombres con los que compartieron el Evangelio; les expresaron su testimonio del amor de Dios y los llevaron a una reunión de testimonios que tuvimos esa noche, y a la Iglesia el día siguiente.
Las hermanas que habían ido a buscar alimentos se dieron cuenta muy pronto de que Dios guiaba sus pasos: no encontraron nada en las tiendas, pero hallaron alimentos en lugares en los que usualmente no los buscarían, como callejones desiertos y pequeñas tiendas en cuartos de las casas. Así se nos dio “el pan nuestro de cada día” (Mateo 6:11).
Al fin de aquel día, dimos un informe a nuestro Padre Celestial. No habíamos perdido nuestro enfoque: todavía éramos “[discípulos] de Jesucristo… [llamados] por él para declarar su palabra entre los de su pueblo, a fin de que alcancen la vida eterna” (3 Nefi 5:13).
La fortaleza, el poder y la paz del Padre
Aquella noche sentimos mayor necesidad de recibir la fortaleza y el poder de nuestro Padre Celestial; necesitábamos Su Espíritu con nosotros, por lo que efectuamos una reunión de testimonios en la capilla. Los misioneros agradecieron al Señor el darnos el pan de cada día y reconocieron que Él nos había dirigido, guiado y protegido; sabían que muchos no habían sido tan afortunados y no volverían a ver la salida del sol. Verdaderamente habíamos estado “atribulados en todo, pero no angustiados; en apuros, pero no desesperados… abatidos, pero no destruidos” (2 Corintios 4:8–9).
Todos los misioneros testificaron sobre la paz que sentían; testificaron que Dios los había protegido y había tranquilizado su alma. Se habían enfrentado con la posibilidad de morir, pero no tuvieron temor; no tenían agua, alimentos ni el calor para sustentarse por largo tiempo, pero fueron nutridos con agua viva, alimentados por la palabra de Dios y recibieron calor del Espíritu. No hubo ninguno de nuestro pequeño grupo de misioneros que tuviera miedo; cada uno de ellos recibió el poder fortalecedor de Dios esa noche y se sintió más cerca de Él que nunca.
Al terminar ese día, nos sentimos agradecidos de estar con vida. Agradecimos al Señor la ayuda que nos había dado de maneras muy reales; hicimos las asignaciones para nuestro servicio de adoración del día siguiente y salimos de la capilla para reunirnos en el centro de evacuación con decenas de otras personas que estaban temporalmente sin hogar.
El pan de la Santa Cena
Sin embargo, había dos misioneros que estaban decaídos; se les había pedido que consiguieran pan para la Santa Cena del día siguiente y no habían logrado cumplir con su asignación.
Al llegar al centro de evacuación el sábado por la noche, los empleados municipales nos dieron la bienvenida disculpándose por la escasa ración que nos habían dado el día anterior para comer (veinte galletas saladas); pero con sonrisas de satisfacción nos entregaron las raciones para el día siguiente: una botella de agua y ocho rebanadas de pan.
Los misioneros me miraron con una expresión que decía: “¿Cómo podría el Señor bendecirnos más?”.
Dios, que está al tanto hasta del pajarillo que cae, nos había extendido su mano una vez más, como si el preservarnos la vida no fuera bastante. Nuestro Padre Celestial se aseguró de que tuviéramos los emblemas para “[recordar] siempre” a Su Hijo (véase D. y C. 20:77). Estuvimos más cerca de nuestro Salvador de lo que jamás habíamos estado en nuestra vida.
Los misioneros ofrecieron aquella noche una oración especial; se arrodillaron para agradecer a nuestro Padre Celestial otro milagro en una serie de milagros especiales. Comprendían la importancia que Dios ha dado a nuestro convenio de recordar siempre a Jesucristo y estaban agradecidos por la misericordia y la bondad de un Dios amoroso que nos permite tomar la Santa Cena todas las semanas.
Aquellos misioneros testificaron, con mayor convicción que nunca, que Dios quiere que siempre recordemos a Su Hijo Jesucristo.