Somos Sus hijos
Tenemos el mismo origen divino y el mismo potencial ilimitado por medio de la gracia de Jesucristo.
¿Recuerdan la experiencia del profeta Samuel cuando el Señor lo envió a la casa de Isaí para ungir al nuevo rey de Israel? Samuel vio a Eliab, el primogénito de Isaí. Al parecer, Eliab era alto y tenía la apariencia de un líder. Al contemplar eso, Samuel llegó a una conclusión precipitada. Tal conclusión resultó ser la equivocada, y el Señor le enseñó a Samuel: “No mires a su parecer ni a lo grande de su estatura […], pues el hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero Jehová mira el corazón”1.
¿Recuerdan la experiencia que tuvo el discípulo Ananías cuando el Señor lo envió a bendecir a Saulo? La reputación de Saulo lo precedía, y Ananías había oído hablar de Saulo y de su cruel e implacable persecución contra los santos. Ananías escuchó eso y concluyó precipitadamente que tal vez no debía ministrar a Saulo. Esa resultó ser la conclusión equivocada, y el Señor enseñó a Ananías: “Instrumento escogido me es este para llevar mi nombre en presencia de los gentiles, y de reyes y de los hijos de Israel”2.
¿Cuál fue el problema con Samuel y Ananías en esos dos casos? Vieron con los ojos y oyeron con los oídos, y como resultado, juzgaron a los demás basándose en apariencias y rumores.
Cuando los escribas y los fariseos vieron a la mujer sorprendida en adulterio, ¿qué vieron? Vieron a una mujer indecente, una pecadora digna de muerte. Cuando Jesús la vio, ¿qué vio Él? Vio a una mujer que había sucumbido temporalmente a la debilidad de la carne, pero que podía ser rescatada mediante el arrepentimiento y Su Expiación. Cuando las personas vieron al centurión, cuyo siervo estaba enfermo con parálisis, ¿qué vieron? Tal vez vieron a un intruso, a un extranjero, a alguien a quien despreciar. Cuando Jesús lo vio, ¿qué vio Él? Vio a un hombre preocupado por el bienestar de un miembro de su casa, que buscaba al Señor con franqueza y fe. Cuando las personas vieron a la mujer con flujo de sangre, ¿qué vieron? Tal vez a una mujer impura, a una marginada que debían evitar. Cuando Jesús la vio, ¿qué vio Él? Vio a una mujer enferma, solitaria y excluida debido a circunstancias que ella no controlaba, que esperaba ser sanada y esperaba volver a tener un sentido de pertenencia.
En todos los casos, el Señor vio a esas personas por quiénes eran y, en consecuencia, ministró a cada una. Como Nefi y su hermano Jacob declararon:
“Él invita a todos ellos a que vengan a él […], sean negros o blancos, esclavos o libres, varones o mujeres; y se acuerda de los paganos; y todos son iguales ante Dios”3.
“Ante su vista un ser es tan precioso como el otro”4.
Ruego que no permitamos que nuestros ojos, oídos o temores nos confundan, sino que abramos el corazón y la mente y ministremos libremente a quienes nos rodean como Él lo hizo.
Hace algunos años, mi esposa, Isabelle, recibió una asignación inusual de ministración. Se le pidió que visitara a una viuda anciana de nuestro barrio, una hermana con problemas de salud y cuya soledad había traído amargura a su vida. Sus cortinas estaban cerradas; su apartamento estaba mal ventilado; no quería que la visitaran y dejó en claro que “no había nada que [ella] pudiera hacer por alguien”. Sin desanimarse, Isabelle respondió: “Sí, ¡lo hay! Puede hacer algo por nosotros al permitirnos venir y visitarla”. Y en adelante, Isabelle la visitó fielmente.
Un tiempo después, esta buena hermana tuvo una operación en los pies, lo cual requirió que le cambiaran los vendajes todos los días, algo que no podía hacer por sí misma. Durante días, Isabelle fue a su casa, le lavó los pies y cambió sus vendajes. Ella nunca vio la fealdad; nunca olió el hedor. Solo vio a una hermosa hija de Dios necesitada de amor y cuidados amables.
A lo largo de los años, innumerables personas y yo hemos sido bendecidos por el don de Isabelle de ver como el Señor ve. No importa si uno es presidente de estaca o quien da la bienvenida en el barrio, si es el rey de Inglaterra o vive en una choza, si habla su idioma o uno diferente, si guarda todos los mandamientos o tiene dificultades con algunos, ella le servirá su mejor comida en su mejor vajilla. La posición económica, el color de piel, los antecedentes culturales, la nacionalidad, el grado de rectitud, la posición social o cualquier otro identificador o etiqueta no tiene importancia para ella. Ella ve con el corazón; ve a un hijo de Dios en cada persona.
El presidente Russell M. Nelson enseñó:
“El adversario se regocija en las etiquetas porque nos dividen y restringen la forma en que pensamos sobre nosotros mismos y los unos de los otros. ¡Qué triste es vernos honrar las etiquetas más que honrarnos unos a otros!
“Las etiquetas nos llevan a juzgarnos unos a otros y a enemistarnos. ¡Cualquier forma de abuso o prejuicio hacia otra persona debido a su nacionalidad, raza, orientación sexual, sexo, nivel de educación, cultura o cualquier otro identificador importante es ofensivo para nuestro Hacedor!”5.
Francés no es quien soy; indica dónde nací. Blanco no es quien soy; es el color de mi piel, o la falta de color. Profesor no es quien soy; es en lo que me desempeñé para sostener a mi familia. Setenta Autoridad General no es quien soy; es dónde sirvo en el reino en este momento.
“Primero”, como nos recordó el presidente Nelson, “soy hijo de Dios”6. Ustedes también lo son y también lo son todas las demás personas que nos rodean. Ruego que lleguemos a apreciar más esta maravillosa verdad. ¡Eso lo cambia todo!
Tal vez nos hayamos criado en distintas culturas; podemos provenir de circunstancias socioeconómicas diferentes; nuestro legado terrenal, incluso nuestra nacionalidad, color de piel, preferencias gastronómicas, orientación política, etc., pueden variar enormemente. Sin embargo, somos Sus hijos, todos nosotros, sin excepción. Tenemos el mismo origen divino y el mismo potencial ilimitado por medio de la gracia de Jesucristo.
C. S. Lewis lo expresó de esta manera: “Es algo muy serio pensar que vivimos en una sociedad de posibles dioses y diosas, recordar que la persona más aburrida y menos interesante con la que podamos hablar, un día se puede convertir en una criatura que, si la viéramos ahora, nos sentiríamos tentados a adorar […]. No hay personas comunes y corrientes. Nunca hemos hablado con un simple mortal. Naciones, culturas, artes, civilizaciones: estas son terrenales y la existencia de estas es para nosotros como la vida de un mosquito. Pero son inmortales aquellos con quienes bromeamos, trabajamos, nos casamos, a quienes despreciamos y explotamos”7.
Nuestra familia ha tenido el privilegio de vivir en diferentes países y culturas; nuestros hijos han sido bendecidos al casarse con personas de distintos orígenes étnicos. He llegado a darme cuenta de que el Evangelio de Jesucristo es el gran igualador. Cuando verdaderamente lo aceptamos, “el Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios”8. Esta asombrosa verdad nos libera, y todas las etiquetas y distinciones que de otro modo pueden aquejarnos y agobiar nuestras relaciones con los demás son simplemente “consumidas en […] Cristo”9. Pronto queda claro que nosotros, así como otras personas, “ya no so[mos] extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos con los santos, y miembros de la familia de Dios”10.
Hace poco escuché al presidente de rama de una de nuestras unidades multiculturales referirse a esto como pertenecer al convenio11, como lo ha dicho el élder Gerrit W. Gong. ¡Qué hermoso concepto! Pertenecemos a un grupo de personas que tratan de poner al Salvador y a sus convenios en el centro de su vida y de vivir el Evangelio con gozo. Por lo tanto, en lugar de vernos unos a otros a través del distorsionado lente de la vida terrenal, el Evangelio eleva nuestra vista y permite que nos veamos a través del lente infalible e inalterable de nuestros convenios sagrados. Al hacerlo, comenzamos a eliminar nuestros propios prejuicios y sesgos naturales hacia los demás, lo cual a su vez los ayuda a minimizar sus prejuicios y sesgos hacia nosotros12 en un maravilloso ciclo virtuoso. En efecto, seguimos la invitación de nuestro querido profeta: “Mis amados hermanos y hermanas, ¡la manera en que nos tratamos en verdad importa! En verdad importa el modo en que hablamos a los demás y de los demás en casa, en la capilla, en el trabajo y en línea. Hoy pido que interactuemos con los demás de una manera más elevada y santa”13.
Esta tarde, con el espíritu de esa invitación, deseo añadir mi compromiso al de nuestros maravillosos niños de la Primaria:
Si tienes otra forma de andar,
algunos te evitarán,
¡mas yo no lo haré!
Si tienes otra forma de hablar,
unos de ti se burlarán,
¡mas yo no lo haré!
Contigo iré y hablaré,
y así tú sentirás mi amor.
No evitó Jesús a nadie;
dio su amor a todos;
¡yo también lo haré!14.
Testifico que Aquel a quien nos dirigimos como nuestro Padre Celestial es en verdad nuestro Padre, que nos ama, que conoce íntimamente a cada uno de Sus hijos, que se preocupa profundamente por cada uno y que en verdad todos somos iguales ante Él. Testifico que la manera en que nos tratamos el uno al otro es un reflejo directo de nuestra comprensión y aprecio por el sacrificio y la Expiación supremos de Su Hijo, nuestro Salvador Jesucristo. Ruego que, al igual que Él, podamos amar a los demás porque eso es lo correcto, no porque ellos estén haciendo lo correcto o se estén ajustando al molde “correcto”. En el nombre de Jesucristo. Amén.